Conforme al modelo
¿En qué libro del Nuevo Testamento encontramos el mejor modelo de lo que es un ministerio apostólico normal y una iglesia normal? No es en Romanos, Corintios ni Efesios, que son consideradas las grandes epístolas, sino en 1ª Tesalonicenses, que apenas ocupa unas pocas páginas en la Biblia.
Nosotros vivimos hoy en días de mucho deterioro, en que predominan los modelos humanos. Por eso, nos conviene mirar lo perfecto para ser promovidos a esa perfección.
Así como hubo un modelo de Dios para el tabernáculo en el desierto, también hay un modelo de Dios para su obra en esta dispensación. Y los trazos más perfectos de ese modelo, los podemos hallar en esta maravillosa epístola.
Las Citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera 1960.
1ª Edición 1998. Temuco, Chile. ISBN: 956-288-020-6.
PRESENTACIÓN
“Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte” (Hebreos 8:5b). Moisés no tuvo más alternativa que obedecer al Señor, y fue confirmada su obra. Pedro cometió la peor torpeza al aconsejar al Señor, y recibió la más severa reprensión (Mateo 16:22-23). Convengamos, entonces, que son bienaventurados los siervos que, llamados al santo ministerio, se ajustan al “modelo del monte”.
Los hermanos que recibimos la palabra en vivo, fuimos grandemente consolados y exhortados por el Espíritu del Señor. Entonces surgió el anhelo de compartir esta bendición con todo el Cuerpo de Cristo, y damos gracias al Señor por permitirnos cumplir tal anhelo.
Atribuimos al Señor Jesucristo, nuestra Cabeza, y al Espíritu Santo, nuestro Consolador, la carga que tenemos por ver la Palabra de Dios cumplida en nuestra experiencia práctica. Desde los días inmediatos a los primeros apóstoles hasta ahora, hemos vivido tiempos de mucha anormalidad. Que el Señor tenga misericordia de nosotros, y que podamos esforzarnos en su gracia (2ª Tim.2:1) para realizar las cosas mejores (Heb.6:9), y avanzar en la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús nuestro Señor (Fil.3:8).
Creemos que hoy es un día en que Dios está despertando nuestro espíritu para que tomemos parte en su obra, y para esperar desde los cielos a su Hijo con temor y santidad. Creemos que la iglesia tendrá oídos para oír lo que el Espíritu Santo le está comunicando.
“Conforme al Modelo” es una bendición recibida en la intimidad que hoy compartimos con los muchos.
Muchas de estas cosas las estamos viviendo en nuestra realidad como iglesia en la ciudad de Temuco. No presumimos de haberlo alcanzado todo, pero Dios nos es testigo de que hoy luchamos ardientemente por ver esta enseñanza, como todo su consejo en las Sagradas Escrituras, plenamente cumplido entre nosotros.
Que el Señor despierte el espíritu de muchos de sus siervos en todo lugar, para que nuestra generación pueda ser testigo de un ministerio normal, de iglesias normales y de un testimonio poderoso contra las tinieblas de este siglo, y podamos así agradar a Aquél que nos tomó por soldados (2ª Timoteo 2:4), y ser aprobados el día que tengamos que rendirle cuentas (Mateo 25:21).
¡Señor Jesús, que así sea, para la gloria de tu Santo Nombre!
La gracia del Señor sea con todos los hermanos en Cristo Jesús que lean este libro.
Hno. Gonzalo Sepúlveda Herrera
Septiembre, 1998, Temuco, Chile
Introducción
Esta es una epístola que en la Biblia ocupa apenas tres páginas; sin embargo, hemos descubierto que, pese a su brevedad, es un testimonio claro y nítido de las cosas cuando eran perfectas.
Esta carta presenta una diferencia muy notable con respecto a otras escritas por Pablo. Escrita por el año 51, desde la ciudad de Corinto, es la primera de todas las que escribió el apóstol. Siendo así, refleja fielmente cómo eran las cosas al comienzo. Distinto ocurre, por ejemplo, con 2ª a Timoteo, escrita al final de su carrera, y que muestra un estado de cosas desalentador. 1ª de Tesalonicenses nos muestra la iglesia y la obra en toda su normalidad. Aquí no hallamos quejas, ni que se tengan que corregir cosas, porque no había nada deficiente. No hay en ninguna otra epístola (ni siquiera en Filipenses, que podría acercarse más), un gozo tan grande y tan profundo del apóstol al ver cómo una iglesia ha alcanzado tal desarrollo y perfección. En ninguna otra carta se advierte una mayor complacencia del apóstol (que es, al mismo tiempo, la complacencia de Dios) por una iglesia local.
Esta carta, a diferencia de las demás, no es un cuerpo de doctrinas, a la manera de Romanos o 1ª de Corintios. Aquí no se desarrolla una enseñanza respecto a aspectos de nuestra fe (salvo, brevemente, en lo relativo a la Segunda Venida del Señor), sino más bien se muestra cómo funciona, en la práctica, un ministerio apostólico y una iglesia local.
Aquí se privilegia la vida por sobre la doctrina.
En los días presentes, de tanto deterioro, en que predominan los modelos humanos, en que campea la mezcla en la cristiandad, en que reina la confusión proveniente de Babilonia, nosotros hemos de mirar lo perfecto para poder ser promovidos a esa perfección. De la contemplación de las cosas perfectas surgirá una oración ferviente a Aquel que es el único que puede volver las cosas al principio. De la misma manera como nosotros, en lo personal, somos transformados, por el Espíritu Santo, en la imagen del Señor al mirarlo cara a cara, día tras día, así también la iglesia en su conjunto, y los obreros, podrán entrar en las cosas perfectas, en la medida que son capaces, por el Espíritu, de ver las cosas perfectas.
Como hoy vemos en nosotros y a nuestro alrededor mucha anormalidad; como hoy vemos estándares que están por debajo de la medida de Dios, diremos de las cosas que hay en esta epístola, que son simplemente normales. Porque es normal que las cosas de Dios sean gloriosas. Siendo hechura de un Dios grande y maravilloso, es propio que sean así.
Así pues, tenemos aquí en esta epístola un ministerio apostólico normal (el de Pablo, Silvano y Timoteo), y tenemos una iglesia normal (la que estaba en Tesalónica).
EL SIGNO DE LO PERFECTO
Desde su aspecto formal, esta carta ya nos sugiere el carácter divino, puro y fresco de las cosas de Dios tal como estaban en Su corazón desde el comienzo. Cada palabra, cada frase, cada reiteración tiene un sentido.
Llama la atención en esta pequeña epístola un hecho que parte como un asunto estilístico, pero que va más allá de eso, porque abarca todo su contenido, y que le confiere un sello divino: esta carta está estructurada enteramente sobre la base de tríadas, es decir, de conjuntos de tres elementos.
En la Escritura, los números tienen una clara simbología; así, por ejemplo, el uno simboliza la unidad de Dios; el dos, la compañía; el tres, la perfección de Dios, porque Dios es trino.
En efecto, en esta carta la presencia reiterativa del tres significa que está presente la perfección de Dios.
En la cúspide de estas tríadas está Dios mismo, que es Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo (5:18-19). Luego hallamos al hombre en su estado de plena santificación, porque abarca su espíritu, su alma y su cuerpo (5:23). (Es de notar que este es el único lugar en la Biblia en que se presenta explícitamente el carácter tripartito del hombre). Tres son los autores de la epístola, los mismos que llevaron el evangelio a Tesalónica: Pablo, Silvano (o Silas) y Timoteo (1:1). Tres son sus grandes temas: el ministerio apostólico, la iglesia local de Tesalónica en su funcionamiento, y la 2ª Venida del Señor. Tres son las virtudes o gracias, cuyo ejercicio han dado perfección a la iglesia, las cuales se mencionan, a su vez, tres veces (1:3; 3:6; y 5:8). Tres características tiene el comportamiento de los apóstoles entre los tesalonicenses (2:10). Tres funciones cumplen los apóstoles, a la manera de un padre, entre los hermanos (2:11-12). Tres veces se destaca la conducta de los tesalonicenses como “imitadores” (1:6; 2:14; 4:1). Tres rasgos definen al apóstol Timoteo (3:2). Tres veces se menciona la venida del Señor (1:10; 3:13; 5:23) aparte de su desarrollo más amplio en los capítulos 4 y 5; tres aspectos se destacan de la forma cómo el Señor descenderá del cielo (4:16). Tres veces se habla de la abundancia (3:12; 4:1; 4:10). Los hermanos de Tesalónica deben reconocer a tres tipos de hermanos en la iglesia (5:12); y atender a tres tipos de necesidades (5:14). Hay tres imperativos positivos (5:16-18), y tres imperativos negativos (5:19,20,22). Hay tres consejos prácticos sobre asuntos de esta vida (4:11) y tres encargos finales (5:25-27).
Esta abundancia de tríadas no es una casualidad ni una curiosidad del estilo de Pablo: es el sello de la perfección de Dios que nos conviene examinar. Porque no hay ni una jota ni una tilde de más; no hay una palabra que esté equivocada en la Escritura. Toda Escritura es inspirada.
A continuación revisaremos los tres temas que se desarrollan en esta epístola, esto es, lo tocante a cómo es un ministerio apostólico normal, cómo es la vida de una iglesia normal, y algunos aspectos relacionados con la Segunda Venida del Señor Jesús. Todo esto en el entendido, como se ha dicho, de que esta carta no es un cuerpo de doctrina, sino más bien un valioso testimonio de las cosas que se han señalado, es decir, de cómo desarrollan los apóstoles su ministerio, cómo es la vida de una iglesia normal, y qué aspectos destaca el Espíritu Santo en relación con la Segunda Venida del Señor.
PRIMERA PARTE
UN MINISTERIO APOSTÓLICO NORMAL
La legitimidad del ministerio de Pablo como apóstol está fuera de toda duda para nosotros hoy. Aun más, Pablo es quien le dio a la fe cristiana y a la iglesia, la impronta y el diseño que tienen. En realidad, sin sus epístolas, el evangelio del Señor Jesucristo no tendría para nosotros la diafanidad que posee, y la iglesia no sería conocida en su alta dignidad.
El ministerio de Pablo muestra en esta epístola algunos rasgos definitorios que queremos desarrollar. Tenemos aquí algunos antecedentes que nos permiten vislumbrar cuál fue su capacitación (previa), cuál fue su predicación y sus efectos, y, por último, cuál fue la manera de conducirse de Pablo entre los hermanos de Tesalónica.
Capítulo 1
LA CAPACITACIÓN DE UN APÓSTOL
“… según fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase el evangelio …” (2:4).
Toda la obra de Dios tiene un comienzo apostólico. Aquí tenemos cuál es la capacitación que recibe un hombre para poder ser apartado, ser enviado, y por lo tanto, ser un apóstol.
“Fuimos aprobados”
Antes de la comisión está la aprobación y antes de la aprobación está la prueba. Dios es el que prueba los corazones (2:4b), para ver cuán obedientes hemos llegado a ser. Antes de confiarnos algo, Dios probará el corazón, primero, a través de encargos y dificultades pequeñas; luego vienen encargos y dificultades un poco más grandes. El Señor dice: “Yo soy el que escudriña la mente y el corazón” (Apoc. 2:23). Si alguno resulta ser fiel, entonces el Señor podrá encargarle una encomienda mayor. Si no es fiel, entonces, lo poco que tenía o que se le había encomendado, le será quitado.
Pablo, de verdad, fue muy probado. Si revisamos los capítulos 9 al 13 de Hechos, esto es, desde la conversión de Pablo hasta su separación como apóstol, podremos apreciar una rica trayectoria de hechos en que Pablo participó como maestro y como profeta, y en los cuales fue hallado fiel.
Dice la Escritura que apenas Pablo hubo recuperado la visión y luego de compartir con los discípulos en Damasco, predicaba a Cristo en las sinagogas, presentándole como el Hijo de Dios. Todos estaban sorprendidos, porque reconocían en él al que hacía poco perseguía a los discípulos. Su predicación era tan convincente que confundía a los judíos de Damasco, los cuales resolvieron matarlo. Así que Pablo tuvo que huir precipitadamente a Jerusalén. Allá las cosas no fueron diferentes, porque los hermanos huían de él, no creyendo que fuese discípulo. Y Pablo tuvo tales disputas con los griegos, que intentaron matarle también. (comp. Hech. 9:23,29 con 1ª Cor. 1:22-24). De modo que, de nuevo, los hermanos tuvieron que ayudarle a huir, esta vez a Tarso, su ciudad natal.
“Entonces las iglesias tenían paz por toda Judea” (Hech.9:31a). Pareciera ser que con la partida de Pablo las iglesias recuperaban la paz. Pablo era un hombre tremendamente polémico. Donde él iba despertaba odiosidades. Si bien despertaba los corazones a la fe, también se suscitaba enemigos. Esto nos parece indicar que un apóstol está destinado a despertar este tipo de sentimientos encontrados, porque siempre, junto con la fe, está la oposición a la fe. Mas nosotros sabemos qué es lo que prevalece finalmente. La fe es tan divina, tan alta, que se sobrepone a toda oposición. Porque más grande es el que está en nosotros que el que está en el mundo.
Hasta aquí tenemos a Pablo, lleno del Espíritu Santo, dando testimonio del Señor, y exponiendo dos veces su vida por el evangelio.
Luego, cuando el evangelio llegó a Antioquía, los apóstoles enviaron desde Jerusalén a Bernabé. Al ver que allí había mucho trabajo que hacer, fue a Tarso en busca de Saulo, y le trajo a Antioquía. Durante todo un año estuvieron con la iglesia en esa localidad, ejerciendo el ministerio de maestros. Antes de ser apóstoles ya estaban siendo probados en un ejercicio espiritual: estaban enseñando. Aquí hay una preparación, una capacitación. Luego, cuando los hermanos de Antioquía resolvieron enviar un socorro a los que habitaban en Judea, escogieron a Bernabé y a Saulo para ese fin. La misión resultó bastante riesgosa, porque en esos días Herodes echaba mano a algunos de los hermanos para maltratarles, y aún mandó matar a Jacobo y encarceló a Pedro. Pese a las dificultades, Bernabé y Saulo cumplieron su servicio y retornaron a Antioquía (12:25). Allí, mientras ministraban al Señor junto a otros tres profetas y maestros, el Espíritu Santo los apartó para la obra.
En esta apretada síntesis, vemos cuál había sido la preparación para un ministerio mayor. Antes de ser apóstoles, la fe de ellos fue acrisolada a través de un entrenamiento muy fuerte.
“Por Dios”
Sólo Dios puede probar y aprobar a un hombre, y luego enviarlo. El Espíritu Santo dijo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hech.13:2). Pablo se sabía comisionado por Dios, y, por tanto, respaldado por El: “Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre …)”, dice a los gálatas (Gál.1:1). ¡Qué privilegio más grande, qué dignidad para un hombre poder decir: apóstol o anciano, o maestro, o profeta, o siervo de Dios, no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre! Por eso todo siervo de Dios no ha de buscar la aprobación de los hombres, ni siquiera la aprobación de la iglesia en primer lugar. Valoramos la iglesia y la respetamos, pero primero es Dios. Dios es el que comisiona, el que capacita y luego que Él lo hace, pone en la iglesia unanimidad para que se reconozca lo que Él ya ha hecho. Si así no hubiese sido en el caso de Pablo, ¿cómo podía haber resistido las aflicciones y las incontables persecuciones? ¿Cómo podía haberse sostenido en pie para realizar una obra tan grande, aún más, una obra imposible de hacer por la carne y la sangre? La iglesia de Antioquía podía ayunar y orar, podía imponerles las manos y despedirlos; pero sólo el Espíritu Santo podía apartarlos y enviarlos (“apóstol” significa “apartado” y “enviado”). La iglesia obedeció al Espíritu y, simplemente, confirmó lo que el Espíritu Santo había ordenado.
Ahora bien, podemos ver que el Espíritu Santo escogió justamente a los hombres que anteriormente la misma iglesia había señalado para una misión en Jerusalén. Esto nos revela, por un lado, que una iglesia normal –como la de Antioquía– tiene la mente de Cristo y por tanto tiene testimonio del llamamiento que Dios hace a unos ciertos hombres, y por otro, que el Espíritu Santo confirma el llamamiento que ya había sugerido al usar a esos hombres con anterioridad.
“Para que se nos confiase”
La expresión “para que” indica el propósito siempre presente en toda obra de Dios con los hombres. Dios llama con un propósito y El aprueba con un propósito. Todos los hermanos que han pasado por pruebas y por un largo período de aprendizaje deben saber que siempre hay un “para qué”. Los hermanos jóvenes que están empezando a servir deben pensar en este “para qué”. Dios no los va a dejar tendidos en el camino. Hay una obra que hacer, y este es el día en que nosotros estamos siendo llamados, no obstante nuestras indignidades y fracasos.
Hay un “para qué”, hay un objetivo. Nadie sufre en vano delante de Dios.
La palabra “confiar” tiene la misma raíz de “confianza”. Si se nos confía algo es que somos dignos de confianza. A menudo se oye decir entre nosotros que no tenemos confianza en nosotros mismos. Está bien que sea así, pero el hecho de que nosotros no tengamos confianza en nosotros mismos, es decir, en nuestra carne, no significa que no podamos y aun debamos ser –en el Señor– dignos de confianza para Dios y para los hermanos. ¿Era Pablo digno de confianza para Dios? Evidentemente lo era. ¿Somos nosotros dignos de confianza?
Si rastreamos la palabra “confianza” en la Escritura, encontramos resultados interesantes. Pablo dice a los hermanos de Tesalónica: “Tenemos confianza respecto a vosotros en el Señor” (2ª, 3:4), y a los de Corinto: “Me gozo de que en todo tengo confianza en vosotros …” (2ª, 7:16). Pablo llegó a confiar en estas iglesias, luego de su positiva respuesta a la Primera Carta que les envió. Esto se advierte más claramente en el caso de Corinto, pues, habiendo sido la Primera Carta muy severa en algunos aspectos, Pablo temía que ellos no estuvieran dispuestos a recibir sus instrucciones. Pero al saber cómo ellos reaccionaron (ver 2ª Cor.7:6-16), entonces él cambia de tono en su Segunda Carta y puede hablarles ahora en confianza, llegando, incluso, a contarles experiencias muy íntimas. Ahora puede abrirles su corazón sin temor, porque habían sido probados en la obediencia.
El ser dignos de confianza no es un asunto que se logre de la noche a la mañana. Por eso no puede un neófito administrar las cosas de Dios. La confianza es producto de una trayectoria, de pasar por el agua y por el fuego (Is.43:2). Tenemos que hacernos dignos de confianza. Es verdad que todos hemos fracasado muchas veces, pero todavía hay oportunidad. Si ofrecemos nuestra vida al Señor, El nos puede capacitar. El nos puede hacer dignos de confianza. Hoy día un poco, al encomendársenos una pequeña misión. Le pedimos al Señor que nos ayude, que no podemos fracasar en esto que se nos ha encomendado. Y luego de cumplida esta pequeña tarea habrá otra un poco más grande, y así vamos entrando en un camino que nos puede ir haciendo dignos de confianza.
Se llega a ser digno de confianza mediante la obediencia. Y se llega a ser más digno aun de confianza por sucesivos actos de obediencia. Cada vez que uno obedece en algo, está en condiciones de que se le demande una obediencia mayor. Esto no es un asunto de un día o dos, sino que es un proceso de sucesivas experiencias en que se va demostrando obediencia y fidelidad. Sólo a quien se hace digno de confianza, Dios le puede confiar sucesivamente más y más cosas.
“El evangelio”
El mensaje que se confía a un apóstol es nada menos que el evangelio que estaba escondido desde los siglos en Dios y que ahora se ha revelado a los santos apóstoles y profetas por el Espíritu. Es la encomienda más alta. El mensaje más trascendente. Es la gran noticia de salvación del Mesías encarnado. Es el poder de Dios para salvar a todo aquel que cree. Ciertamente es nuestra gloria el que se nos haya permitido recibirlo, y es nuestra mayor gloria aún el que se nos permita predicarlo. Es por el evangelio que los hombres pasan de muerte a vida; es por el evangelio que se cierra para ellos el infierno y se abren las puertas eternas de los cielos; es por el evangelio que todos los hombres reciben la gracia de Dios, sean ricos o pobres, intelectuales o iletrados; a todos, por la fe en el Cristo predicado en el evangelio, se les abre una amplia y generosa entrada a esta gracia en la cual nosotros permanecemos firmes.
Pablo no presumía al decir que ellos habían sido aprobados por Dios para que se les confiase el evangelio. Hombres capacitados así, y aprobados por Dios, estaban limpios de error, de impureza, de engaño (2:3); tenían la mira de agradar a Dios y no a los hombres (2:4), desprovistos de toda avaricia (2:5). Ahora podía pasar a través de ellos el evangelio con toda su pureza y poder regenerador.
Ciertamente, la pureza del vaso asegura la pureza de su contenido. La limpieza del ducto asegura la pureza del agua que fluye por su interior. Para predicar así, y obtener los frutos que ellos obtuvieron en Tesalónica, se precisan hombres purificados de toda motivación impura. Para ser predicadores de la palabra pura de Dios, se precisan hombres aprobados y purificados. ¡Qué distintos de los falsos apóstoles, que medran falsificando la palabra de Dios! Estos obreros fraudulentos, al predicar a Cristo por ganancia o por dinero, falsifican la palabra de Dios. Transforman el bendito evangelio de Dios en un evangelio espurio, que no tiene poder para regenerar.
Pero falta aún la tribulación. Pablo y sus compañeros, antes de llegar a Tesalónica, habían estado en Filipos, donde Pablo y Silas habían sido ultrajados. Con las marcas aún frescas de los azotes de las varas en las espaldas y del cepo en los pies, ellos predican la palabra, debiendo soportar, además, una dura oposición de parte de los judíos, que les persiguieron incluso hasta Berea (Hech. 17:13). Sin embargo, toda aquella confabulación del Hades contra ellos no pudo impedir el ejercicio de un ministerio fructífero. Al contrario, por la predicación de los apóstoles en Tesalónica, los hermanos se llenaron de gozo. ¡Qué trueque! Un poco de aflicción, otro poco de ultraje, ¿qué produjo? ¡Gozo! “Nosotros somos entregados a muerte cada día, para que vosotros recibáis la vida”, decía Pablo a los corintios. En nosotros la muerte, en vosotros la vida. Un hombre que sirve a Dios tiene que estar dispuesto al ultraje, y al padecimiento.
Esta es la capacitación de un apóstol. Veamos ahora su predicación.
Capítulo 2
LA PREDICACIÓN DE UN APÓSTOL
“Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre …” (1:5).
El evangelio no llegó a los tesalonicenses en palabras solamente, no en doctrina, no en un discurso florido, no con palabras de humana sabiduría. Tal como la palabra de Pablo a los corintios, ésta también tenía a Cristo como centro, y a éste, crucificado. Esa es la palabra. Breve, simple, sencilla. Predicamos a Cristo y a Éste crucificado. Y esa palabra era dicha en el poder, en el Espíritu Santo, y en plena certidumbre. Es por sobre todo una expresión del poder de Dios para salvar al hombre. Las palabras sin poder no salvan a nadie, aunque éstas sean sacadas de la Biblia. Por eso bien podía decir Pablo que el evangelio es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Rom.1:16, ver 1ª Cor.1:18), y podía decirles a los corintios “… ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1ª Cor. 2:4-5). Tal como ocurrió primeramente en Tesalónica, ocurrió después en Corinto. Pablo predicaba, no un evangelio de palabras solamente, sino un evangelio “en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre”.
¿Cómo resultó ser ese mensaje, luego de haber padecido y sido ultrajados en Filipos? ¿Impidió el dolor de las heridas entregar un mensaje claro y potente? ¿No convenía acaso que Pablo lo alterara, para evitar las iras de los circunstantes?
Dice: “Pues habiendo antes padecido y sido ultrajados en Filipos, como sabéis, tuvimos denuedo en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de Dios en medio de gran oposición” (2:2). “Tuvimos denuedo en nuestro Dios” dice Pablo, y de verdad lo necesitaban en esas circunstancias en que había gran oposición. “Denuedo” significa “valor” y “ánimo”. Si no se tiene denuedo, entonces la oposición apaga el fuego y las fuerzas del maligno hacen temblar el corazón. Predicar en esas condiciones adversas es, sin duda, distinto a predicar donde todos los hermanos dicen “amén”. Si tenemos denuedo, no importa el ambiente, no importa la oposición, no importa la mirada incrédula de quienes nos oyen. Si tenemos denuedo en nuestro Dios, habrá fruto en el evangelio.
Otra característica de la predicación de Pablo es que no contenía palabras lisonjeras (2:5). Ellos no buscaban agradar a los hombres, como tampoco buscaban la gloria de los hombres (2:4,6). Es una cosa sumamente delicada y peligrosa transar el mensaje de Dios por consideraciones humanas. ¿Intelectualizaremos el mensaje porque tenemos entre nosotros hermanos intelectuales? Si pretendemos agradar a los hombres desvirtuaremos el evangelio de Dios. El evangelio está por encima de todas las consideraciones particulares de raza, credo, parecer, opinión, y de toda otra característica distintiva. El evangelio es la respuesta de Dios para todo hombre pecador. Es la única respuesta para el hombre que sufre, que está sumido en el pecado, en la desesperación; sea grande o pequeño, sea sabio o ignorante, sea judío o griego, sea hombre o mujer. El evangelio es poder de Dios para salvación.
Tampoco puede predicarse este evangelio para buscar la gloria de los hombres. El Señor tiene que librarnos de eso. Más bien, cuando te quieran hacer rey, retírate al monte, solo. Porque cuando estamos solos en la presencia de Dios somos muy pequeños y débiles; no hay suficiencia en nosotros. Un excesivo apego por buscar la compañía de los hermanos en desmedro de la comunión a solas con Dios, puede ser señal de que hay problemas en el corazón. Entre los hermanos podemos ser muy considerados, pero ante Dios somos sólo lo que somos. Nada más. Por eso el verdadero apóstol es insobornable e irreductible. No busca agradar a los hombres. Hacerlo es fatal para un hombre de Dios. El Señor le dijo a los judíos que ellos no podían creer porque buscaban la gloria que viene de los hombres y no la que viene de Dios (Juan 5:44). Ambas son incompatibles.
El apóstol le pertenece a Dios, ha sido enviado por Dios, predica el mensaje de Dios, es sostenido por Dios y es responsable ante Dios por los resultados de su misión.
Las lisonjas persiguen siempre obtener algún beneficio propio o bien ganar engañosamente una simpatía. Es cierto que un hombre de Dios debe ser modesto y humilde, pero cuando la palabra de Dios está en sus labios, es un atalaya que, impregnado de valor divino y encendido del fuego de Dios, anuncia la Verdad sin atenuantes, sin adornos, para así poder hacer volver al pecador del error de su camino y mostrarle la Puerta de salvación.
Tal es la predicación de un apóstol. Y esta predicación así, ¿cómo es recibida? “… sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes.” (2:13)
Los tesalonicenses, cuando vieron por primera vez a los apóstoles, no conocían la historia previa de estos hombres; ni siquiera sabían que eran hombres de Dios. Ellos sólo vieron a tres varones que hablaban con mucho denuedo, con una convicción desusada, y con un poder subyugante. Había tal pureza y seguridad; era tal la fuerza arrolladora de sus palabras, que sus corazones se abrieron y sus ojos vieron ante sí a tres enviados del cielo que les anunciaban el camino de salvación. No eran hombres comunes y corrientes. Eran enviados de Dios. Entonces, llegó fe a sus corazones y creyeron, y al orar los apóstoles por ellos, fueron llenos del Espíritu Santo. El Señor les dio testimonio de que tanto los hombres como el mensaje, eran de Dios.
¿Necesitaban los apóstoles una carta de presentación? ¿O que un vocero anunciase su llegada y su alta investidura? No. Ellos se remitían absolutamente al Espíritu Santo, que confirmaba la palabra con prodigios y demostraciones de poder.
¡Oh, que veamos que los resultados en la predicación del evangelio no dependen de que el sermón sea homilético, o de que se usen muchas y buenas ilustraciones, o de que el predicador sea elocuente! Únicamente dependen de la pureza del atalaya y de que el mensaje tenga el respaldo del Espíritu Santo.
Capítulo 3
LA CONDUCTA DE UN APÓSTOL
“Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes.” (2:10)
Luego de la preparación del apóstol, y de la predicación de su mensaje, todavía hay más que hacer. Está el comportamiento entre los hermanos, en el seno de la iglesia que acaba de nacer. Está la conducción de los nuevos hijos de Dios.
Pablo lo resume en tres rasgos: “… santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros”. Hay testigos de eso, y de la más alta dignidad: Dios y la iglesia local de Tesalónica.
El conducirse de los apóstoles entre los hermanos de Tesalónica pasó por tres etapas.
Como una nodriza ( o madre)
“… fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza (“madre”, según otras versiones) que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos” (2:7-8).
La figura es aquí la de una madre; su labor, cuidar con ternura a sus hijos.
Cuando un niño recién nace, necesita a su madre; no al padre ni a los hermanos, sino fundamentalmente a su madre. Después necesitará de los demás, pero por ahora, sólo necesita a su madre. Y, por supuesto, una madre tierna, y un alimento blando, la leche. Y tendrá que sentir que para ella él es lo más importante, y que por él ella es capaz de rendir su vida si fuera necesario.
En el primer tramo de la vida de la iglesia los apóstoles fueron como madres. Ellos cuidaban con ternura a los hermanos. Los hermanos eran nuevos. Ellos no necesitaban exhortaciones ni órdenes. Ellos necesitaban cuidados. Sólo un apóstol que ha sido quebrantado puede tener esa ternura de Cristo para acercarse al débil, al que recién balbucea, al que recién camina. ¡Cuántas lecciones representa esto para nosotros!
Tal es la relación entre un apóstol y sus hijos en la fe. Tal fue la relación de Pablo, Silas y Timoteo con los creyentes de Tesalónica.
Como un padre
“… sabéis de qué modo, como el padre a sus hijos, exhortábamos y consolábamos a cada uno de vosotros, y os encargábamos que anduvieseis como es digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria”. (2:11-12)
La figura es aquí la de un padre con sus hijos, a quienes exhorta, consuela y encarga. Mientras la figura de la madre se nos muestra realizando una sola función, la de cuidar, aquí, referido a la del padre hay tres funciones. Estas son: exhortar, consolar y encargar. Pueden tomarse por separado, por supuesto, pero si las tomamos en el orden en que están, nos señalan cuál es la realidad de un creyente que sale de la niñez.
Cuando un niño está en condiciones de ir ampliando su mundo, entonces quiere caminar, o bien emprender alguna aventura. Si es inquieto, entonces no será necesario que el padre lo exhorte, (es decir, que lo aliente). Si es tímido, el padre lo exhortará. Y aunque el padre sabe que no logrará todavía lo que quiere, lo estimula igual, porque aprenderá del error. Cuando eso ocurre, entonces el padre lo recibe, lo abraza y lo consuela. Y le explica que para lograr tal cosa deberá crecer un poco más, o bien, aprender algunas cosas antes. De este modo proceden el padre y su hijo. El niño queriendo hacer cosas, el padre estimulándolo (a veces deteniéndolo, según sea el caso), hasta que el padre ve que está en condiciones, y entonces él mismo le va encargando trabajos, o funciones.
Así es también con el creyente. Cuando ya va dejando de ser niño, entonces no necesita tanto del apóstol-madre, sino del apóstol-padre. La figura del padre es un poco más fuerte que la de la madre. Y el padre lo alienta, y si hizo mal un pequeño servicio y se decae, entonces lo consuela. En cada fracaso siempre lo consuela, y también lo exhorta. Y esto sucede muchas veces, hasta que finalmente, el creyente va estando en condiciones, según su capacidad, según su obediencia, de que se le encarguen más cosas. Y entonces se le dice, e incluso se le puede exigir, si corresponde, que ande como es digno del Señor. Este trabajo paciente del apóstol es absolutamente personalizado, es decir, se hace con todos los creyentes, uno a uno (2:11). Esto no es una función nominal, sino un ejercicio cotidiano.
El resultado de esta labor conjunta, como madre primero, y como padre después, va dejando huellas profundas en los creyentes, de modo que ellos se convierten en imitadores de los apóstoles: “Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor …” (1:6). Aquí tenemos a los creyentes seducidos y atraídos por los apóstoles. Han quedado tan impresionados por su conducta santa, justa e irreprensible, por los cuidados tiernos de los primeros días, y luego por la mano firme y a la vez consoladora de los siguientes, que ellos quieren imitarles.
Notemos que primeramente son imitadores de los apóstoles y luego del Señor. Lo que primero han visto son las atenciones de esos hombres que se conducen como ángeles de Dios en medio de ellos. No tienen todavía la madurez suficiente como para mirar directamente al Señor. Ellos comienzan imitando lo que ven: la conducta de sus padres en la fe, cómo hablan, cómo oran, como predican, cómo consuelan, cómo exhortan, cómo encargan; luego, al ver más claramente, podrán imitar directamente el modelo del Señor Jesucristo, de tal modo que si ven después alguna flaqueza en los apóstoles, o si eventualmente alguno tropieza o cae (eso, en verdad, no ocurre en un ministerio apostólico normal), entonces, no obstante eso, el creyente se sostendrá, porque ya es capaz de ver por la fe al Señor.
Ningún apóstol o siervo de Dios que conduce a otros a Cristo puede evitar el ser tomado como modelo. El hijo necesariamente aprende de su padre, aunque no esté consciente de ello. De modo que más vale rendirse ante un hecho inevitable, y procurar dar el mejor ejemplo posible.
Pablo, Silas y Timoteo asumían sin complejos ni presunción el hecho de que ellos eran modelos de fe y conducta, y aún más, les instaban a que les imitasen. Les instan a que recuerden cuál había sido su conducta entre ellos, para que sigan su ejemplo. A este asunto se refieren en tres ocasiones: además del pasaje citado de 1:6, está en 2:9-12 y en 4:1, lo cual demuestra que es un asunto aprobado por Dios. Incluso más, nos atreveríamos a decir que el no querer asumir este asunto es una irresponsabilidad, y es un esfuerzo inexcusable por evitar la muerte del yo. Sólo negándose a sí mismo para que Cristo viva su preciosa vida en él, podrá el siervo de Dios decir a los demás: “Sed imitadores de mí, como yo de Cristo” (1ª Cor.11:1), sin ser un mentiroso.
Como un hijo (lejos de casa)
“Pero nosotros, hermanos, separados de vosotros por un poco de tiempo, de vista pero no de corazón, tanto más procuramos con mucho deseo ver vuestro rostro” (2:17).
En este pasaje se usa una palabra griega que sugiere la idea de un hijo que, lejos de la casa paterna, anhela volver a ella. Al momento de escribir esta epístola, los apóstoles están en Corinto. Pablo ha intentado varias veces ir a verlos, pero Satanás lo ha estorbado. Y ahora ellos se ven a sí mismos como hijos lejos de su casa. Tal es la ternura y la humildad de los apóstoles. Ellos echan de menos sus rostros amados, se representan a sí mismos como lejos del hogar, aunque son ellos –los apóstoles– quienes les han provisto, por así decirlo, de hogar.
Esta actitud, coronada con aquella otra que les lleva a exclamar dos veces: “No pudiendo soportarlo más” (2:1,5), refiriéndose a la incertidumbre por no saber nada de ellos, de cómo estaba su fe, y el hecho de enviar a Timoteo para que los vea y los tranquilice respecto de las tribulaciones que ellos habían sufrido en el último tiempo; todo esto refleja una actitud por lo demás tierna, amorosa y humilde en quienes, de veras, aman a los hermanos más que a sus propias vidas.
Y entonces brotan dulces palabras de sus labios para los amados que están lejos: “Porque, ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo” (2:19-20), y estas otras, que no tienen parangón en carta alguna escrita por estos hombres de Dios: “Por lo cual, ¿qué acción de gracias podremos dar a Dios por vosotros, por todo el gozo con que nos gozamos a causa de vosotros delante de nuestro Dios, orando de noche y de día con gran insistencia, para que veamos vuestro rostro, y completemos lo que falte a vuestra fe? (3:9-10). Pablo no encuentra las palabras para agradecer a Dios por el estado de la iglesia en Tesalónica.
He aquí una iglesia que ha llenado la medida de Dios y que complace plenamente al apóstol, “perito arquitecto” de Dios. Pero he aquí, también, unos apóstoles que han visto confirmado su llamamiento y coronada su obra. He aquí uno –Pablo– que podía decir, al finalizar su carrera: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2ª Tim.4:7)
En el versículo 10, el apóstol expresa el ferviente deseo de completar lo que falta a la fe de ellos. El apóstol, aun estando lejos, lleva en su corazón a la iglesia en Tesalónica –y en verdad a cada iglesia– y ora insistentemente por ello.
Como todo no puede ser enseñado de una sola vez, el apóstol espera con ansias el próximo encuentro con los hermanos para completar lo que falta a su fe. Los hermanos de Tesalónica están en un excelente pie, sin embargo, el apóstol supone que aún su fe es imperfecta, y que él debe colaborar para su perfección. A los hermanos en Roma, Pablo les deseaba comunicar algún don espiritual (Rom.1:11), a los de Tesalónica les desea completar lo que falta a su fe.
Si comparamos este pasaje de 1ª Tesalonicenses con Tito 1, veremos que hay, al menos, dos tareas que los apóstoles solían realizar, uno negativo y otro positivo. El “corregir lo deficiente” (Tit.1:5) es un aspecto negativo, en tanto el “completar lo que falta a la fe” es un aspecto positivo. Tan importante es uno como el otro. Una fe incompleta sirve sólo para una vida a medias; no alcanza para vivir una vida victoriosa o de utilidad para Dios. Una fe completa hace suya toda la amplia provisión de Dios para el creyente.
A muchos la fe sólo les alcanza, por decirlo así, para creer en el perdón de sus pecados, pero, ¿qué de otros aspectos de la fe tan importantes como la guerra espiritual, la victoria sobre el yo, y el andar en el Espíritu? La herencia que tenemos en Dios se va conquistando por la fe cuando somos enseñados al respecto, ¡cuando sabemos que tenemos tal herencia!. Por eso no debemos ignorar lo que poseemos en Cristo. (Ef.1:18).
El apóstol sabe que fue puesto para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos llegasen a la unidad de la fe y del conocimiento, a un varón perfecto, y no descansa hasta alcanzarlo. “Mas el mismo Dios y Padre nuestro, y nuestro Señor Jesucristo, dirija nuestro camino a vosotros” (3:11) Pablo no deja de orar insistentemente por ellos; pero esa urgencia no altera el hecho de que deba esperar en Dios para que le diga cuándo debe ir. Aquí tenemos una espera que no es pasiva. Aquí no hay quietismo, sino colaboración activa con Dios; hay un ejercicio espiritual; una batalla que da el apóstol en oración, preparando el camino para ir a ellos.
Primero está la preparación de la visita mediante la oración, y luego ocurre la visita, cuando el Señor así lo muestra. No hay salidas intempestivas, a menos que algún “ varón macedonio” esté pidiendo ayuda.
Aquí los apóstoles deben saber discernir qué aspecto de la fe requiere ser completado en una determinada localidad y en un momento dado. Tal vez lo perciban directamente de Dios o bien indirectamente de los mismos hermanos. Sea como fuere, los apóstoles han de ser diligentes en llevar a las iglesias delante del Señor “orando de día y de noche con gran insistencia”, para suplir sus necesidades en una próxima visita.
Esto es lo que percibimos aquí respecto del ministerio apostólico. No es ciertamente poco, no es menospreciable. Es un ejemplo tan lleno de gloria, que a todos los que están sirviendo al Señor, y a los que pretenden servirle, les debe llenar de un profundo recogimiento delante del Señor, buscando su rostro para alcanzar la normalidad. Que el Señor restaure el ministerio apostólico, para poder tener también iglesias como la de Tesalónica.
SEGUNDA PARTE
UNA IGLESIA NORMAL
Mucho se ha dicho y escrito sobre lo que es una iglesia normal. Hay tantos modelos como doctrinas imperan en la cristiandad. Nosotros no nos atrevemos a proponer un modelo de iglesia, sino que queremos mirar en esta epístola para ver cómo funciona una iglesia normal como la de Tesalónica.
De su ejemplo llenaremos nuestra mirada y de su vida nos nutriremos para alcanzar la perfecta hermosura de la iglesia como la concibió Dios.
Capítulo 4
LA EJEMPLARIDAD DE TESALÓNICA
“De tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de Macedonia y de Acaya que han creído”. (1:7)
Aquí tenemos una iglesia que empezó imitando a los apóstoles, y que ahora es puesta como ejemplo. Los que antes imitaban, ahora son puestos como ejemplo. Esto es lo normal. Esto es bueno, es perfecto.
Tal vez la razón de este progreso tan sólido y fructífero que experimentó la iglesia en Tesalónica es la forma cómo recibieron la Palabra de Dios y en qué circunstancias.
Sobre lo primero ya hemos revisado 2:13 en que se dice que ellos recibieron la palabra de los apóstoles como palabra de Dios y no de hombres, “la cual actúa en vosotros los creyentes” –les dice Pablo. Lo que produce el fruto es la palabra de Dios. La Palabra crea un cierto estado de fe, y una cierta conducta. Si ellos creyeron que esa era palabra de Dios, entonces, al creer, ofrecieron las condiciones para que la palabra pudiera actuar en ellos. Si no hay fe para creer eso, la Palabra no puede producir su fruto. La palabra de Dios es la que da fruto, la que se ha encarnado primero en los apóstoles, de tal modo que pueden ser ejemplos. ¿Qué es Pablo, qué es Silas, qué es Timoteo? Varones en los cuales la palabra de Dios se ha encarnado, en quienes no hay contradicción entre lo que la palabra dice y lo que ellos hacen. Sólo quienes viven la Palabra están en condiciones de ministrarla al pueblo, generar atracción por ella y ser promovidos por ella. Veamos la importancia de esto. Cuando hay un ministerio de la palabra fuerte y poderoso en el Espíritu Santo, hay una iglesia que crece vigorosa y firme, de manera que puede llegar a ser ejemplo para toda la provincia y para las provincias vecinas.
Veamos, por contraste, lo que pasó en Galacia. En 3:2 de Gálatas dice: “Esto solo quiero saber de vosotros, ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por el oír con fe?” Luego el versículo 5 dice: “Aquel, pues, que os suministra el Espíritu, que hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?”. Aquí tenemos dos cosas importantes que se reciben por el oír con fe: el mismo Espíritu y luego las maravillas que hace el Espíritu.
Los que han tenido oportunidad de compartir una palabra, saben que pueden percibir cómo está el corazón de los que oyen. Es fácil percibir por los ojos, por el semblante, si el oyente está recibiendo la palabra con fe o no. Este es un asunto fácil de advertir. Recuerden que Pablo en una cierta oportunidad, viendo que un hombre tenía fe para ser sanado, le pronunció las palabras de sanidad, y fue sano. El que tiene la palabra puede percibir si hay fe o no.
Necesariamente detrás de una iglesia normal hay un ministerio de la palabra fuerte y poderoso, y hay la capacidad de los hermanos para ser creyentes de esa palabra. Todas las cosas que nosotros recibimos, todo el crecimiento y la capacitación nos viene por la palabra de Dios. Nosotros somos gente de fe, no somos gente que anda por vista. Nosotros somos gente que cree las cosas que Dios dice, y al creerlas somos promovidos en las mismas cosas que la palabra dice. El llama las cosas que no son para que sean. Así, cuando Dios nos hable, no estaremos mirando al hombre o la mujer que nos habla, sino más allá, al Autor y Consumador de la fe. Y le estaremos pidiendo al Señor: “Yo no quiero oír esto como palabra de hombre, sino quiero oírlo como palabra tuya”. Porque si es palabra de hombre no tiene ningún valor, es letra muerta; pero si escuchamos a Dios, entonces somos inmediatamente transformados en las mismas cosas que la palabra nos está diciendo.
Pero hay más: “… recibiendo la palabra en medio de gran tribulación, con gozo del Espíritu Santo” (1:6b). Aquí hay algo que desafía toda lógica: hay Palabra, más tribulación, y su resultado es el gozo. El tesoro de Dios llega al hombre en su más extremada miseria, y su resultado es la victoria; su fruto es un creyente gozoso. (Ver Neh. 8:10).
Una iglesia cuya fe se pudo sobreponer a la tribulación, y generar ese gozo, era sin duda una iglesia destinada a producir los más altos frutos y a constituirse en el más alto ejemplo para todas las demás.
En efecto, ellos llegaron a ser ejemplo a todos los de Macedonia (su región) y a los de Acaya (la región vecina) que habían creído. ¿En qué consistió ese ejemplo? En cuanto a la fe y la predicación, por un lado, y en cuanto al amor, por otro.
Un ejemplo de fe
“Porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada; porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo, y verdadero y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1:8-10).
Una vez que Pablo, Silas y Timoteo se marcharon para continuar con su obra, los tesalonicenses tomaron la iniciativa. Ellos se transformaron en imitadores de los apóstoles. Ellos habían aprendido en sus comienzos algo que oyeron de los judíos de su ciudad: “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hech.17:6). En realidad, ellos pudieron comprobar que los judíos tenían razón, en el mejor sentido de la palabra. Porque el evangelio todo lo trastorna. Como hemos visto más atrás, tanto en Damasco, como en Jerusalén, Pablo lo trastornó todo con el evangelio, hasta recibir amenazas de muerte. Pablo, Silas y Timoteo llevaban una semilla tan poderosa que apenas ellos la tiraban sobre una tierra fecunda, comenzaba inmediatamente a dar frutos. Los tesalonicenses quisieron seguir su ejemplo, yendo aun más allá de Tesalónica. Con toda seguridad, ellos encomendaron a algunos de sus profetas y evangelistas (¿Aristarco, Sosípater, Segundo, Jasón?) que recorriesen la región (Macedonia), y como los frutos debieron de ser abundantes, pensaron en extender su campo de acción hacia la región vecina de Acaya, y “no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar”. El resultado fue que Pablo, al recorrer después esos lugares, no tenía necesidad de hablar nada, porque oía de los mismos lugareños, todas las cosas que habían recibido de los tesalonicenses.
Ellos iban y contaban su testimonio acerca de cómo habían recibido a los apóstoles de Dios, y cómo se habían convertido. Ellos deben de haber dicho cosas como estas: “Cuando llegaron los apóstoles a nuestra ciudad, nosotros supimos –no nos pregunten cómo– que eran enviados de Dios, y nos predicaron a Cristo, y fuimos salvos de nuestros pecados, y cuando nos impusieron las manos recibimos el Espíritu Santo. Y ahora, vean ustedes: somos hijos de Dios y tenemos un gozo que antes no conocíamos”. Y otros dirían: “Nosotros antes éramos idólatras, pero ahora servimos al Dios vivo y verdadero. Antes no teníamos esperanza, pero ahora esperamos del cielo al Hijo de Dios, quien nos libra de la ira venidera”. Y, de seguro, la gente se convertía y se regocijaba igual que ellos cuando habían creído.
De modo que así como habían aprendido de Pablo, Silas y Timoteo a trastornar el mundo, así lo comenzaron a hacer ellos también. Por eso los apóstoles podían decir con tanta satisfacción que los tesalonicenses se habían transformado en unos verdaderos imitadores. ¡Oh, bienaventuradas las iglesias que lo imitan todo de los verdaderos apóstoles! ¡Son de temer para el Hades y las tinieblas, pero son llenas de fruto para Dios!
Bienaventurada es la iglesia que no tiene este evangelio sólo para sí, sino que lo comparte aun más allá de sus límites. Una iglesia imitadora de los verdaderos apóstoles es una iglesia que conmueve los cimientos del Hades. ¡Bendita es la iglesia que puede obedecer a Dios y que puede imitar lo justo, lo santo y lo verdadero!
Toda la distorsión que nos rodea en este tiempo no puede borrar de nuestra conciencia y de nuestro corazón la imagen real y bendita de las cosas perfectas tal como las vemos aquí. El Señor no permita que las cosas distorsionadas nos quiten la visión de cómo Dios las concibió y como Él las tiene en su corazón. Nosotros no somos imitadores de distorsiones. Somos imitadores de lo perfecto. Necesitamos abundar más y más en esto. Por eso miraremos al Señor Jesús, su rostro bendito, y miraremos la Escritura, la escudriñaremos con atención, volveremos una y otra vez sobre estas palabras inspiradas para que el Señor, en su misericordia, nos abra el entendimiento entorpecido y nos permita ver lo que hay en su perfecto consejo. Debemos reconocer que nuestro entendimiento es torpe, debemos reconocer que nuestro corazón no puede entrar en las cosas santas de Dios a menos que Él produzca una renovación, y a menos que sea limpiado de ídolos y de cosas inmundas. A menos que nuestros ojos sean lavados con colirio, no podremos ver las verdades de Dios. A esto nos está despertando el Señor, para volver a entrar en el lugar santísimo; para poner el oído atento a lo que Dios dice, para que nuestros ojos sean ungidos y así ver, en el monte santo al cual nos hemos acercado, la gloria de la Jerusalén celestial.
En cuanto a la fe y en cuanto a la predicación los tesalonicenses eran ejemplo, pero no sólo en eso. También lo eran en cuanto al amor.
Un ejemplo de amor
“Pero acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios que os améis unos a otros; y también lo hacéis así con todos los hermanos que están por toda Macedonia.” (4:9-10)
Los hermanos de Tesalónica no sólo llevaron la Palabra y su testimonio: también llevaron el amor. Amaban a todos los hermanos que estaban en toda Macedonia.
He aquí una iglesia que ama. Este es el amor fraternal. No es un amor al mundo ni a los que están en el mundo. Es un amor a los hermanos. Muchas veces hay el error de pensar que la iglesia tiene que preocuparse de levantar orfanatos y casas de ancianos, es decir, buscar cómo servir al mundo en estas cosas. El mundo tiene quién les haga este servicio a sus pobres, a sus necesitados. Nosotros no hemos sido llamados a eso, sino a amarnos unos a otros y a amar a los hermanos que están más allá de nuestras fronteras.
Noten la doble expresión: “Todos los hermanos … por toda Macedonia”. ¿Por qué en Macedonia? Porque en Macedonia había sido predicada la palabra del Señor. El amor sigue el mismo cauce que traza la Palabra. Allá donde llega y es creída la Palabra de Dios, allá llega el amor de Dios a través de los hermanos. Siempre la Palabra va adelante. Y el amor va en seguida para producir la unidad perfecta. El amor no va por cauces distintos, va por el mismo cauce que abre la Palabra. El amor desbordante de Cristo en nuestros corazones va hacia donde están los hijos de Dios.
Pablo no les está enseñando a los tesalonicenses cómo deben amar, más bien confirma algo que ya estaban haciendo. El amor fraternal era conocido y practicado por los hermanos de Tesalónica, por eso les dice: “Pero acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba …”, sólo le cabe desear que en ello abunden más y más (4:10).
Una iglesia así sin duda que era un ejemplo para todas las demás. Por eso decimos que la iglesia en Tesalónica es una iglesia que nos impresiona vivamente, y que nos invita a imitarla.
Volveremos sobre el amor más adelante.
Ahora bien, ¿cuál era la clave de su crecimiento?
Capítulo 5
LA CLAVE DEL CRECIMIENTO.
En tres partes de esta epístola se mencionan las tres virtudes producidas por el Espíritu Santo, y que producen una iglesia tan gloriosa como la iglesia en Tesalónica. Estas tres virtudes son: la fe, el amor y la esperanza.
Motor que impulsa
“Acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo.” (1:3).
Aquí hay tres cosas claramente definidas y que motivan el recuerdo incesante de los apóstoles: a) la obra de vuestra fe, b) el trabajo de vuestro amor, y c) vuestra constancia en la esperanza.
La fe, el amor y la esperanza son las mismas tres cosas que menciona el apóstol en 1ª Corintios 13:13. Pero aquí estas virtudes no están solas, sino que primero, antes que ellas, se menciona algo más. No dice la fe, sino “la obra de vuestra fe”. Lo que Pablo recordaba no era simplemente la fe de los hermanos, era la obra de esa fe. El no recordaba sólo el amor de los hermanos, sino “el trabajo de vuestro amor”. El no recordaba sólo la esperanza de los hermanos, sino “vuestra constancia en la esperanza”. No es sólo la fe, sino la fe que obra; no es sólo el amor, sino el amor que trabaja; no es sólo la esperanza en el Señor, sino que es la esperanza que se ejercita diariamente. He aquí la clave de una iglesia normal.
Aquí hay obra, trabajo y constancia. Esto destierra toda pasividad. Aquí hay acción, hay dinamismo, aquí hay servicio. Pero no es una obra, un trabajo y una constancia de origen incierto, ni de origen bajo. No es la obra del que busca justificarse delante de Dios aparte de la fe; no es el trabajo de quien busca servir al hermano sin amor, como sustituyendo el verdadero amor, y acarreando para sí gloria por algo que no es; no es tampoco la constancia como un ejercicio de la voluntad estoica. Si así fueran, serían vanos e inútiles sustitutos de las gracias de Dios, e inservibles en Su obra.
Sin embargo, éstas de las que aquí se habla no tienen su origen en la tierra, no proceden de carne y sangre.
La obra de la que aquí se habla es una obra que procede de la fe, y que por lo tanto, sabe de los fracasos de la carne para agradar a Dios, éstas son obras purificadas por la fe, obras de quienes han pasado por el Jordán, que han confesado su muerte y su resurrección y que sirven en un nuevo principio, en el del espíritu y no en el de la carne. Es obra de hombres que se asocian con una vara florecida y aun con sus frutos, después de haber pasado toda una noche en muerte delante de Dios (Núm. 17:7-8).
En 1ª de Corintios 13 se habla de trabajos que pueden realizarse sin amor, tales como repartir los bienes para dar de comer a los pobres y entregar el cuerpo para ser quemado. Trabajos así parecen nobles y altruistas, pero si no proceden del amor, el juicio sobre ellos es tajante, ¡no sirven de nada!
En cambio, el trabajo del que aquí se habla es el trabajo que se origina en el amor a Dios; el amor que proviene de Dios y que vuelve a Dios en trabajo a favor del hermano: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios” (1ª Juan 5:2). ¿De dónde procede el amor a los hermanos? Del amor a Dios. Nadie puede amar a la criatura si no ama a Dios primero. Cuando el mundo habla del amor al prójimo no sabe de lo que habla, porque si no conoce a Dios, no puede saber lo que es el amor al prójimo. La prueba de si un amor es verdadero o no, es esta: tiene que provenir del amor a Dios. Sólo quienes aman a Dios, pueden amar a los hijos de Dios.
En Hebreos 6:10 dice: “Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún”. Aquí se nos enseña que el trabajo de amor mostrado hacia el Nombre del Señor se traduce en un servicio a los santos. El Nombre de Jesús es la inspiración para un trabajo de amor. Gracias a Dios porque conocemos el Nombre de Jesús. El es nuestro galardón. Mirándole a Él es como nosotros podemos trabajar en amor.
Como hemos dicho, el amor de los tesalonicenses siguió el mismo cauce de la Palabra para expresarse. Allí donde es recibida la Palabra, hacia allá se encauza el trabajo del amor, para suplir, por amor a Dios, las necesidades de los santos. Por tanto, este es un amor que no ama de palabra, sino que va y sirve, sin esperar del hermano nada a cambio. Este amor espera en Dios, quien no es injusto para olvidar su trabajo y su obra.
La constancia de la que aquí se habla, se asienta en la esperanza cierta, esa esperanza que surge de la prueba, (y que, por lo tanto, es probada), y que no avergüenza. Esta constancia tiene que ver con la paciencia, con la perseverancia. Esta esperanza es constante, y no se desvanece con la primera aflicción o con el primer brote de incredulidad. No es algo momentáneo, no es una emoción. No es algo pasajero, no es una flor de un día. Esta es una esperanza que resurge con más fuerza luego de una prueba. Es la esperanza paciente del que cree que Dios es poderoso para guardar nuestro depósito hasta aquel día, no importando las desesperanzadoras circunstancias por las que atravesamos aquí abajo. Esta esperanza constante tiene al Señor siempre delante de sí, le acaricia cada día, le ve en la devoción diaria. Es una esperanza que se alimenta de un maná imperecedero, y que por tanto se convierte en una virtud inclaudicable.
Cuando nosotros vemos en Romanos 4 a Abraham, aprendemos algo de esta esperanza que es capaz de superar la prueba y que es perfeccionada en medio de la prueba. Dice que Abraham creyó a Dios, el cual da vida a los muertos y llama las cosas que no son como si fuesen. Él creyó en esperanza contra esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes. ¿Cómo es esta esperanza? Esta esperanza está puesta en Dios. Abraham creyó a Dios y su fe le fue contada por justicia. Abraham no fue avergonzado, porque aun fuera del tiempo de la edad, él engendró un hijo de sus entrañas, cuando nadie le daba esperanza. Hab