por Haddon Robinson
Todos los ministros atravesamos tiempos en los que predicamos a pesar de que el dolor nos desgasta. ¿Cómo podemos predicar cuando hemos quedado sin ganas para ello, cuando estamos distraídos con serias dificultades para concentrarnos, cuando los problemas abruman a nuestra familia o nuestro estado de salud .. ?
Mientras era presidente de un seminario, este recibió el golpe de tres juicios a fines de la década de los ochentas. El dolor que mi esposa y yo sufrimos durante aquellos meses nos sacudió con inclemencia. Francamente, yo no respondí bien. Al igual que el apóstol Pablo, luché con «conflictos de afuera y temores de adentro». Sin embargo, debía continuar predicando, en la capilla, en convenciones e iglesias, y como pastor interino de una iglesia.
Todos los pastores atravesamos tiempos en los que nos vemos obligados a predicar mientras el dolor nos desgasta. ¿Cómo podemos predicar cuando hemos quedado sin ganas para ello, cuando estamos distraídos con serias dificultades para concentrarnos, cuando los problemas abruman a nuestra familia o nuestro estado de salud no es el óptimo, cuando detractores en la iglesia arremeten en contra de nosotros o cuando atravesamos por soledad y fracaso?
Peligros en el túnel
Atravesar prolongados períodos de dolor nos produce la sensación de estar caminando en un túnel oscuro y húmedo. En el túnel del dolor el predicador puede ser sorprendido por algunos peligros únicos.
Primer peligro: Utilizar el púlpito para auto terapia. El estilo de predicación puede cambiar durante una crisis. A menudo, en el proceso, un predicador bajo sufrimiento predica sermones cuyo contenido es 90% de su historia dolorosa y 10% de la Biblia. La congregación se identifica con el sermón y se conmueve.
Entonces el pastor recibe una respuesta favorable a su predicación, y a la semana siguiente, como le resulta difícil estudiar bajo esas condiciones, decide, una vez más, compartir su corazón. El mensaje se basa principalmente en su experiencia, con algunos pasajes salpicados de la Biblia. De nuevo la congregación responde con calidez.
Pronto establece una norma. Ahora se enfrenta al peligro de predicar semanalmente su propia experiencia en lugar de predicar la Biblia. En lugar de experimentar lo que predica, predica lo que experimenta. la prédica ha llegado a ser una catarsis para su dolor.
Uno no debe convertir el púlpito en un lugar para la auto terapia. Los creyentes no llegan a la iglesia cada domingo para oír las luchas del pastor. No tiene que ver con que no simpaticen con el pastor, pero el asunto es que después de cierto tiempo, el ambiente del servicio semanal se torna emocionalmente cargado. Las personas no están dispuestas a seguir por mucho tiempo a líderes que no saben manejar sus emociones.
Segundo peligro: Utilizar el púlpito como el parapeto de un francotirador. Si nuestro dolor lo causó un conflicto en la iglesia, resulta tenaz la tentación de usar el púlpito para disparar contra los oponentes.
Supongamos que el diácono Fernández busca sorprender al pastor en alguna falta. En el sermón el pastor cita el versículo: «Alejandro el calderero me ha causado muchos males».
«Todos sabemos como es esto», comenta el pastor.«Surgen tiempos en los que procuramos avanzar para el Señor, pero otros se paran en una reunión administrativa llamando a la congregación a retroceder al pasado. Precisamos seguir a Dios como lo hizo el apóstol Pablo, aun cuando otros quieran obstaculizar cada paso».
El pastor nunca menciona al diácono Fernández, pero cualquiera puede captarlo en sus comentarios. Se sentirán molestos de que el pastor haya usado el púlpito como barricada, especialmente si opinan que la oposición del diácono Fernández tiene su mérito.
Si nuestra iglesia está en conflicto, cuidémonos de que la gente no lea en nuestros comentarios un ataque.
Tercer peligro: No predicar todo el consejo de Dios. Cuando estamos dolidos, tendemos a pensar que todos pasan por lo mismo. Aun cuando nunca mencionemos nuestros problemas personales, nuestra predicación puede convertirse estrictamente en un servicio ambulatorio focalizado en la crisis. Aquellos que están sanos, ascendiendo en sus negocios y sintiéndose fuertes en el Señor, recibirán muy poco de nuestra predicación.
Hace años atrás fui con mi hija a ver la película Wall Street. Gordon Gecko era uno de los personajes principales, una persona de éxito, despiadado, corredor en el mercado de acciones.
Al terminar la película, mi hija me preguntó: «Papá, ¿qué si Gecko te dijera, «Tú eres cristiano. ¿Qué puedes decir a alguien como yo? Tienes una hora para disponer la mejor puntería». ¿Qué le dirías a él?» Guardó silencio.
Algunas veces la iglesia no sabe qué decir a los Gordon Geckos del mundo. Tal pareciera que solo conseguimos hablarles, después de que han caído. Sin embargo, las Escrituras hablan tanto a los fuertes como a los débiles. De manera deliberada he decidido no ignorar a las personas de éxito en mis sermones, pero cuando estoy dolido me resulta demasiado fácil pasarlos por alto.
Cuando estamos sufriendo, precisamos que otros nos recuerden que existen otros temas además de la depravación, gracia, fe y oración. Precisamos predicar también sobre la rectitud, la soberanía de Dios, la justicia, la evangelización y otras doctrinas fundamentales. Solo porque algunos temas no están alimentándome en el momento, no significa que no sean buen alimento para otros.
En la oscuridad
Naturalmente, algunas situaciones dolorosas son compartidas con la congregación: el fallecimiento de un ser querido, una enfermedad grave.
Otras situaciones requieren discreción: problemas financieros, estrés en la relación de pareja, conflictos en la junta, un desliz moral. Aun cuando no mencionemos este tipo de problemas, nuestra predicación cambia a medida que caminamos dentro del túnel del dolor.
Cuando me encontraba pasando por el mencionado período doloroso, varias personas señalaron que observaban que mostraba más ternura y simpatía en mi predicación. Eso seguramente fue lo que yo sentí. Si algo bueno resultó de este tiempo doloroso fue el sentido abrumador de que necesitaba a Dios. Me sentía completamente vulnerable. A pesar de no ser culpable de cualquier negligencia legal o fracaso, sentí más que nunca la necesidad de la gracia.
El que los demandantes siguieran trabajando asiduamente en mis motivaciones y conducta, el que otros esparcieran rumores y calumnias, todo en conjunto, me obligó a examinar mi propia vida. Miré dentro de mi corazón y vi que a pesar de mi inocencia legal, yo era como cualquier otra persona, un ser humano pecador con motivaciones impuras la mayor parte del tiempo, necesitado de la gracia de Dios en todo momento.
Uno de los mensajes que prediqué mientras me encontraba en el «túnel» fue la parábola del hijo pródigo. Hablé sobre el Padre: sin preocuparse por su dignidad, con su corazón lleno de gracia y aceptación, corrió al encuentro de su hijo, el pródigo.
«Quiero que sepas que el Padre está corriendo a encontrarte». Advertí a la congregación. «Te espera con los brazos abiertos y no está enojado contigo. Más que cualquier otra cosa, quiere que vuelvas a casa. Invita: No importa si estás cubierto de barro y estiércol. No me importa como huelas. ¡Bienvenido a casa! ¡Bienvenido a casa! Si te encuentras en esa situación esta mañana, quiero darte la bienvenida a casa. Ven aquí y permíteme darte la bienvenida a casa».
Una mujer que respondió al llamado me confesó: «He estado en la iglesia y he escuchado invitaciones toda mi vida. No encontraba manera alguna que me impulsara a pasar adelante. Pero, hoy, quería venir, quería que se me diera la bienvenida a casa».
Durante una conversación con una obrera asociada, compartí las ideas de ese sermón y ella comenzó a llorar. Es una persona bastante controlada. «Nunca en mi vida» me declaró «había sentido el significado completo de esa parábola».
Tales reacciones no se debieron al hecho de haber usado una nueva técnica de predicación o de haber alcanzado un discernimiento profundo de mi parte. Había experimentado la gracia de Dios de una manera renovada, y el poder de esa gracia simplemente fluyó, sin necesidad de que me esforzara para que eso ocurriera
El dolor y la familia del pastor
Nuestras familias nos acompañan en la oscuridad cuando caminamos en medio del dolor. Están presentes en nuestros mejores y peores momentos. Y luego nos ven delante de la congregación predicando la voluntad de Dios. Nuestras familias no se sentirán movidas a cuestionar nuestra sinceridad si evitamos dos errores:
Primer error: Dar por sentado que lo que debe estar ocurriendo en nuestras vidas, ya está pasando. La responsabilidad de un predicador es declarar lo que los cristianos deben hacer. Enseñamos a otros a leer la Biblia y a orar diariamente, a tener sus devocionales en familia regularmente, a compartir su fe en toda ocasión, a orar por los líderes de la nación, a dar lo más posible a las misiones, a sacrificarse por otros, a vivir desinteresadamente. Al mismo tiempo, pocos a tal vez ningún pastor lleva a cabo todo lo que los cristianos deben hacer.
Eso no es sorprendente, ni es un problema, si somos honestos. Pero sí representa un problema si sugerimos lo contrario. Y llega a ser un problema grande, si nuestra familia está pasando una experiencia dolorosa.
Si en nuestra predicación sugerimos que podemos ofrecer todas las respuestas, que nuestra fe es inconmovible, que «todo lo que uno precisa es a Jesús», que mantenemos todo bajo control, y, mientras tanto nuestra familia ve que dudamos, que nos enojamos, que la confusión se hospeda en nuestro hogar, llegarán a la conclusión de que somos hipócritas y dudarán de la legitimidad de aquello que predicamos.
Cuando pasé por la mencionada experiencia en el seminario, no fui ningún ejemplo de fe firme, incuestionable. Pasé por momentos de gran depresión. Mi familia fue testigo de cómo yo enfrentaba esa crisis. Si domingo tras domingo me hubiese parado delante de la congregación y hubiese dicho: «Cuando pases por una prueba, pon tu fe en Dios. No titubees. No dudes», hubiera perdido bastante terreno de la credibilidad de ellos.
Es mejor que digamos algo como: «Cuando pasamos por pruebas, precisamos colocar nuestra fe en Dios. A veces vacilaremos. Pero necesitamos perseguir la fe. Sólo a través de la fe en el Señor Jesucristo podemos mantenernos sin resbalar».
Segundo error: Usar como ilustración nuestros mejores momentos, implicando que esa es la norma en nuestra vida. Por varios meses un pastor sufre ataques despiadados de su junta. Amargado, vuelve a casa cada noche y en la cena se queja con su familia sobre la crítica más reciente que ha recibido y habla despectivamente de varios miembros de la junta.
Una noche en medio del conflicto, por contraste, exhorta a la familia: «Es necesario orar por los miembros de la junta y por sus familias. Seguramente sufren alguna herida en sus vidas que los lleva a mostrarse negativos conmigo».
El próximo día y durante algunas semanas, sin embargo, el pastor repite los comentarios amargos cuando está en familia.
Más tarde el pastor predica sobre el tema de orar por los enemigos ilustrándolo de la siguiente manera: «Como saben, tuvimos algunos desacuerdos aquí en la iglesia unos meses atrás. Durante aquel tiempo Dios ayudó a mi familia a sentarnos juntos a la hora de la cena y a orar por aquellos que personalmente nos atacaron».
Está diciendo la verdad, pero está implicando que el ideal era la norma. Probablemente no esté intencionalmente tratando de engañar a la congregación; sino que está tratando de inspirarlos, con su ejemplo, a actuar bien. Pero se arriesga a amargar a la familia, quien sí ha visto su comportamiento ambivalente.
Cuando quedamos sin ganas de predicar
El dolor nos dificulta concentrarnos en otro asunto que no sea nuestro problema. Nos distrae, confunde, y resta energías, y nos deja la sensación de no querer preparar mensajes o «levantarnos» para predicar. El predicar a través del dolor nos demanda dos tareas: separar en categorías y filtrar.
Cuando los períodos de dolor por los que pasamos se extienden más de lo soportable, a menudo tendremos que predicar sobre temas que no se relacionan con nuestra experiencia actual. Hablaremos de la soberanía de Dios cuando vemos que todo está fuera de control, o de confiar en Dios cuando nos encontramos luchando por peticiones no satisfechas.
En estas ocasiones, necesitamos cumplir con el llamado a predicar la Biblia. Predicamos lo que la Biblia dice, no lo que sentimos. Nosotros, basados en nuestra propia experiencia, tal vez no nos sintamos capaces de citar: «Todas las cosas les ayudan a bien», pero podemos afirmar: «la Palabra de Dios dice que todas las cosas les ayudan a bien».
En cierto sentido, en ciertas ocasiones tendremos que separar en categorías nuestra experiencia y nuestros sentimientos. En esos momentos, tal vez no interactuemos personalmente con el texto o lo ilustremos con experiencias propias. Esa es la realidad.
En circunstancias así, es apropiado reconocer públicamente la ambivalencia entre las grandes promesas del texto y la condición humana. Si predicas de los Salmos y llegas a un lugar donde el salmista declara: «Por lo cual me ha recompensado Jehová conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos delante de su vista», pero sientes el peso de tu pecado, puedes comentar: «Tal vez hoy te sientas como el salmista. No eres perfecto, pero has sido perdonado, y por su gracia tratas de andar con Dios. Sientes que quieres alabar a Dios por ser un Dios de justicia que recompensa a los justos y castiga a los malos. Puedes hacer eso. Otros quizás estén experimentando un gran sentido de fracaso, a menudo me asalta este sentir. No puedes afirmar con integridad: «He servido de corazón». Te sientes en cambio como el peor de los pecadores, así que este salmo no expresa lo que estás sintiendo hoy. No obstante, el salmista está en el lugar en el que todos queremos estar en algunos momentos; por lo que debemos escuchar y ver qué es lo que podemos aprender».
Necesitamos filtrar nuestra predicación a través de nuestras experiencias, eligiendo textos para nuestros sermones que resuenen con aquello que sentimos, compartiendo algunas de las lecciones más duras que estamos aprendiendo, aun cuando nunca contemos la historia que hay detrás.
Años atrás, cuando leía la parábola de las ovejas y los cabritos en el juicio, me sentí como si fuera una oveja. Tenía fe en Cristo; visité amigos en el hospital; ofrendé para Visión Mundial.
Mientras atravesaba el túnel, me sentía totalmente indigno de la salvación. Por primera vez leí esa parábola y observé que después de que el Señor hubo ensalzado a las ovejas, estas respondieron: «¿Quién, yo?» No sabían que eran ovejas. No se sentían ovejas.
Llegué a la conclusión de que si voy al cielo, es porque Dios afirma que soy una oveja, y no porque yo sienta que estoy haciendo lo que una oveja hace. Es todo obra de la gracia.
Comencé a predicar ese pasaje. Sentí que debía predicarlo porque reflejaba mi corazón; le encontraba sentido con lo que yo estaba pasando en aquel momento.
Cuando los juicios que pendían contra el seminario se resolvieron, mi abogado se reunió con el directorio para explicar todo lo que no había podido esclarecer durante el juicio. Fui reivindicado en esa reunión.
Todo ha quedado atrás ahora. A pesar de ello, mi vida nunca será la misma. Ni tampoco lo volverá ser mi predicación.
Se tomó y adaptó de Leadership, © 1989, Christianity Today. Se usa con permiso. Primera publicación en español: Apuntes Pastorales, Volumen XI Número 6. Los derechos de la traducción al español pertenecen a DesarrolloCristiano.com, ©Copyright 2008, todos los derechos reservados.