Agustín y la ciudad de Dios

por Desarrollo Cristiano

En medio de la decadencia, Agustín elaboró una visión de una ciudad diferente

El Imperio romano se derrumbaba. Este imperio había sido cristiano durante la mayor parte del siglo, pero ahora, los bárbaros godos lo invadían. Por eso, Agustín de Hipona, en un intento por reforzar la fe de su rebaño, escribió su libro que tituló La ciudad de Dios(1). En ella resaltó el carácter temporal de las ciudades terrenales, aún las más gloriosas de ellas, como fue el caso de la esplendorosa Roma.

 

Asombra que el pastor Agustín —escritor del best seller Confesiones(2)—, haya encontrado un momento para trabajar en esta obra colosal, la última de sus casi mil obras. La escribió mientras llevaba a cabo su tareas pastorales en la poblada ciudad africana de Hipona, ocupada por miles de refugiados desde que los godos habían saqueado Roma en el 410.

 

La terrible situación que se vivía en Roma afectó de tal manera el ministerio de Agustín que le tomó trece años completar su obra. El resultado fue apasionado y sofisticado. El autor, instruido en retórica, cita, junto a las Escrituras cristianas y a los autores romanos más importantes, con lo cual evidencia el celo del convertido y las largas horas de estudio.

 

Puede que esta haya sido una época post pagana, pero los autores paganos retomaron el ejercicio de sus plumas luego de absorber el humo de una Roma en llamas. A los residentes cristianos de la «ciudad eterna» los culparon por la caída y deterioro de esta. En medio de estos ataques, Agustín defendió la fe con mucha habilidad.

 

La herramienta de Agustín fue dividir la realidad en dos reinos, la ciudad temporal (o terrenal) y la ciudad celestial. Es probable que se llegue a malinterpretar su visión. No es un bosquejo que explique cómo separar o vincular a la iglesia con el estado; tampoco pretende que los cristianos establezcan un dominio distinto, como la «Cristiandad».

 

¿Entonces de qué trata este libro? Habla de amar lo mejor que existe en la ciudad temporal y a la vez expresar dolor o indignación ante aquellas acciones que están mal. Después de todo, Agustín era un experto en el pecado humano, ya que había experimentado varios pecados en su juventud.

 

Trata un tema de manera recurrente en su análisis sobre politeísmo en el paganismo romano. Bajo diferentes nombres a lo largo de la historia, «muchos dioses» han desafiado el corazón del Dios verdadero, contribuyendo a la formación de patrones de escepticismo.

 

Aunque para los lectores ocasionales resulte pesimista (definitivamente no es una utopía), este es un libro de esperanza realista. El tema esencial es la gloria, la gloria de la «ciudad eterna». Las personas necesitan este testimonio de esperanza, que habla del resurgimiento luego de la caída de Roma o de cualquier otro lugar, en cualquier momento.

 

En el quinto tomo de La ciudad de Dios, el autor contrasta la gloria perdida de Roma con las bendiciones verdaderas de Dios:

 

Los mártires siguieron los pasos de los apóstoles. No provocaron su propio sufrimiento, sino que debieron soportar el dolor que otros les causaron, y con ello superaron a Scaevolas, a los Curtii, y a los Decii —héroes romanos que arriesgaron su vida por el Imperio— por su verdadera virtud, que surgía de su devoción total.

 

Aquellos héroes romanos pertenecían a una ciudad terrenal, y su objetivo principal, en todas las obras de servicio que brindaban, era velar por la seguridad de su país. No les interesaba el reino de los cielos, sino el terrenal; no buscaban la vida eterna, sino que vivían el proceso en el que los muertos perecen y los suceden otros que a su vez también morirán. ¿Qué otra cosa podían encontrar para que amaran la gloria? A través de la gloria, aspiraban alcanzar algún tipo de vida después de la muerte en los labios de aquellos que los seguirían exaltando por sus proezas.

 

A hombres como estos, Dios no les concedería la vida eterna junto con los ángeles en su propia ciudad celestial. A esta ciudad nos lleva la verdadera religión, la que rinde la adoración suprema (que en griego es latreia) al único y verdadero Dios. Si Dios no les hubiera concedido la gloria terrenal de un imperio que superó a todos los demás, no hubieran recibido ninguna recompensa por sus buenas cualidades o virtudes, es decir, por medio de las cuales trabajaban para lograr esa gran gloria. Cuando este tipo de hombres alcanzan algo bueno, su único fin es la esperanza de recibir la gloria de sus semejantes. El Señor se refiere a ellos cuando advierte: «En verdad les digo que ya han recibido su recompensa».

 

Muy distinta es la recompensa de los santos. Aquí en la tierra soportan injurias por causa de la ciudad de Dios, la cual aborrecen los que aman al mundo. La ciudad de Dios es eterna; nadie nace allí y tampoco alcanza a sus ciudadanos la muerte. Allí se encuentra la verdadera felicidad, que es un regalo de Dios para nosotros. De allí hemos recibido la promesa de nuestra fe y suspiramos por su belleza, mientras recorremos nuestro peregrinaje. En esa ciudad el sol no sale sobre el bien y sobre el mal; el sol de la integridad emana su luz solo sobre el bien; allí el tesoro público no precisa grandes esfuerzos para enriquecerse a costa de la propiedad privada; Allí las acciones comunes son el tesoro de la verdad.

 

La Gloria y el sacrificio con que se construyó el imperio Romano, según Agustín, servía como ejemplo a los ciudadanos de la ciudad celestial. La entrega de los personajes más distinguidos de Roma debía estimular a una mayor entrega en los seguidores de Cristo, quienes trabajaban para disfrutar de una recompense eternal. La promesa de comunión íntima y profunda con el Rey de la ciudad celestial servía como motivación durante los años en el que el peregrinaje de los hijos de Dios los obligaba a morar, también, en la ciudad terrenal.

 

(1) Es una obra en veintidós volúmenes, la escribió durante su vejez y a lo largo de quince años, entre el 412 y el 426. Es una apología del cristianismo, en la que se confronta la Ciudad Celestial a la Ciudad Pagana.

(2) Una serie de trece volúmenes autobiográficos; los escribió entre el 397 y el 398 dC. Hoy en día, los libros son normalmente publicados como un solo volumen conocido como Las Confesiones de San Agustín.

Adaptado de un artículo en Christian History Vol XIX, No. 3. Christianity Today, 2001. Todos los derechos reservados. Se usa con permiso.