por Miguel Green
Tener gracia, sagacidad, encanto y sensibilidad, son características de aquellas personas que son capaces de establecer relaciones rápidas y relajadas con otras personas de una amplia variedad de trasfondos. Esa es una cualidad que deberíamos anhelar y cultivar todos.
Algunas afirmaciones útiles acerca de esta forma de tender puentes son las siguientes: Dios quiere que yo sea su persona (esto resulta fundamental, de otro modo no podría utilizarme), pero igualmente desea que sea yo mismo y no trate de copiar a otros o imitar sus dones. Él es el Dios de la variedad infinita, y puede usar cualquier tipo de personalidad. Resulta importante que nos aceptemos a nosotros mismos para ayudar a otros a encontrar la gratuita y liberadora aceptación de Dios.
Debemos considerar todos y cada uno de los caminos que existen para llevar a Cristo a la gente. La flexibilidad con la que el Nuevo Testamento presenta su mensaje es enorme, y no hay ninguna excusa para que nosotros nos mostremos inflexibles.
Es muy posible que se produzcan contactos ocasionales, y debemos echar mano de inmediato a esas oportunidades pasajeras porque tal vez no vuelvan a repetirse. La franqueza, el humor, la sensibilidad y el amor constituyen los principales ingredientes para hacerlo, juntamente con un dejo de esa sal o un fogonazo de esa luz que Jesucristo ha traído a nuestra vida. A veces pienso que puede compararse con la astucia de quien pesca con mosca, el que lanza su insecto sobre un pez y si este está hambriento lo ingiere; en caso contrario el pescador acostumbrado no continúa azotando el agua, sino que sigue adelante sabiendo que alguno de esos días el pez picará. No somos llamados a tomar por asalto las puertas de la incredulidad, sino a avanzar humilde, sensible y vigilantemente tras el Espíritu Santo, y a estar listos para dar una palabra en sazón cuando él abra el camino. La oportunidad de hacer girar una conversación puede muy bien presentarse después de un programa de televisión o una película, o tal vez durante una discusión sobre algún tema moral como el aborto o los beneficios de las grandes empresas. El llevar una insignia discreta o dejar por la habitación alguna revista cristiana puede dar lugar a una buena charla. El testimonio sencillo de la realidad de Jesucristo en su propia experiencia tiene mucho poder. Un «yo he comprobado…» no es algo que pueda rebatirse; después de todo lo que usted aporta a la conversación es su propia experiencia. El otro deberá hacer con ella lo que mejor le parezca.
En ocasiones la persona con quien estamos hablando se quedará callada y no querrá seguir la conversación. Vale la pena dejar ahí el asunto, pero simplemente déle algo sobre lo cual reflexionar: «Muy bien, dejemos esta cuestión… Pero creo que eres un poco miope.» Sobre todo sea natural. Haga lo que le parezca oportuno.
Algunas veces descubrirá que su amigo tiene muchas ganas de abrirse y de discutir las cosas. Tal vez durante algún tiempo haya estado deseando en secreto hablar de la fe cristiana sin encontrar una oportunidad hasta el momento. En tal caso déle libertad, sea un buen oyente y comience desde ahí. Otras veces verá que, como respuesta a su iniciativa, se saca a colación uno de los tantos temas trillados. Es muy posible que eso sea una táctica para mantenerlo a distancia. Entonces, cierto toque de humilde buen humor y una breve pero inteligente respuesta dejará abierto el camino para otra ocasión. Otras veces aún, es necesario traspasar la cortina de humo y revelar la pobreza de la excusa que se da, pero sería prudente no hacer esto en público. A la gente nunca se la ayuda a progresar humillándola. Naturalmente, puede que la persona esté lista para una charla seria en ese mismo momento; de ser así deje cualquier otra prioridad y siga la corriente. Trátela como trataría a un amigo.
Y en cuanto a los amigos, a menudo hay que recorrer un buen trecho para llevarlos a los pies de Cristo. Necesitamos ganarnos el derecho a hablar por medio de la solicitud, los intereses compartidos, la oración y el testimonio silencioso de nuestra vida. A medida que vaya pasando el tiempo descubriremos cómo funciona y dónde vive espiritual e intelec-tualmente nuestro amigo. Vale la pena intentar descubrir la necesidad que siente una persona en su vida, y relacionar con ella a Jesucristo. Alguna gente sostendrá que no siente necesidad alguna; en tal caso no es prudente intentar fabricarla. Entonces acometa el tema de la verdad: ¿Vino o no vino Jesucristo de Dios? ¿Resucitó o no resucitó de los muertos? Si estas cosas son ciertas, entonces no se trata simplemente de sentir necesidad. En caso de que Jesucristo sea Dios y haya venido a este mundo por causa de gente como nosotros, es que estábamos necesitados, profun-damente necesitados, nos demos o no cuenta de ello.
Después de descubrir dónde se encuentra nuestro amigo, tenemos que tratar de estimular su deseo. Jesús no es nunca aburrido, ni nuestra conversación acerca de él debería serlo tampoco. Fascine a su amigo manifestándole lo que él no se espera: que Jesús está vivo y es enormemente pertinente para su vida diaria. Cuéntele algo relacionado con la diferencia que Cristo ha supuesto para usted y para otras amistades que ambos comparten. Procure pensar en algún pasaje bíblico en el cual Jesús se haya acercado y cautivara a una persona de su estilo. Observe la flexibilidad del propio enfoque de Cristo con distinta clase de gente. Con Nicodemo, un teólogo insulso que se lo sabía todo, habló del revolucionario concepto de un nuevo nacimiento (Jn 3). A la mujer samaritana, desencantada de los hombres y de la condición de parias en la que se consideraban los naturales de Samaria, Jesús le ofreció una aceptación generosa: bebió del mismo recipiente que ella, demostrando así su falta de prejuicios, y le habló de la cristalina agua interior de vida que podía transformar su penosa caminata diaria hasta el pozo (Jn 4). Al ladrón que moría a su lado en terrible agonía, con la fe en que iba a recibir un reino después de la muerte, Jesús le ofreció el alivio y el gozo de estar con él en el paraíso, el huerto de Dios, ese mismo día (Lc 23). Esto fue algo tanto más grato puesto que las víctimas crucificadas a menudo pasaban días enteros agonizando. O piense en Zaqueo, tan consciente de la hostilidad y la marginación que sufría, y tratando de restaurar su soledad mediante ganancias deshonestas. Jesús se ofrece para ir a comer con él (Lc 19). ¡Me pregunto cuánto tiempo haría que no le habían propuesto tal cosa! O en el hombre paralítico necesitado de sanidad, pero más aun de perdón, lo cual Cristo sabía y al cual tocó en esa área cruda e insospechada de su vida produciéndose luego la sanidad (Mc 2). O recuerde a la mujer sorprendida en el acto de adulterio, la cual no necesitaba que se le mencionase su culpa (Jn 8): lo que la dejó boquiabierta fue la generosa palabra de perdón que le dio Jesús.
Como puede usted ver, un enfoque totalmente distinto en cada ocasión, pero apropiado para el individuo del que se trataba. Nosotros no acer-taremos todas las veces lejos de ello, pero vale la pena ponerse ese objetivo. Jesús es el único camino a Dios, y no obstante hay muchas sendas que llevan a Cristo. El temor, la esperanza, la confianza y el amor son cuatro de las principales fuerzas motiva-doras de la humanidad, y pueden muy bien proporcionar una forma de llegar al corazón. Algunas personas son muy miedosas, y a veces quizás estaría bien trasladar su temor a un plano diferente. Existe tal cosa como el debido temor de Dios (Lc 13.1-5). Pero si vamos a seguir esa línea de conducta habremos de ser sumamente sensibles y recordar que el amor echa fuera el temor (1 Jn. 4.18). Mucha gente es optimista por naturaleza, pero tiene poca base para su optimismo. En Cristo, quien ha entrado en el cielo por nosotros, hay una esperanza que constituye el ancla firme del alma, y no debemos tener ningún reparo en afirmarlo (Heb 6.19). A las personas confiadas, que tan a menudo son víctimas del engaño a causa de su carácter bonachón, señáleles a Aquel que es absolutamente digno de confianza y que jamás les fallará (Ro 5.1; Jn. 6.37). Y los individuos afectuosos y amantes con quienes nos encontramos, se sentirían sumamente ayudados y cortejados por el amor de Jesús que los busca a pesar de lo poco que le han respondido hasta ese momento (Jn 3.16; Gl 2.20). Averigüe la forma apropiada de llegar al corazón de cada persona.
Es de la mayor importancia que uno se cerciore de que está logrando comunicarse. A menudo los cristianos creen que están haciéndolo, cuando no es así, de modo que la gente escucha pero no entiende. Hemos de traducir tanto nuestro lenguaje como nuestra manera de pensar a aquello que tiene sentido para nuestro amigo; utilizar abundantes ejemplos del ámbito de su experiencia; tener un pie en el N. T. y otro en el mundo dramático, musical, intelectual y social de la persona. Si tenemos el interés suficiente nos aseguraremos de ser comprendidos; más aun, de no dar lugar a ser malinterpretados.
Y luego deberemos relacionar a Jesucristo con la persona a la que hemos estado «investigando».
Cómo lo hicieron
Es útil ver cómo el mismo Jesús abordaba esta delicada tarea de atraer a la fe a un individuo. Tal vez el ejemplo más célebre de los Evangelios sea el de Juan 4; donde Cristo mantiene un diálogo con una mujer de Samaria. Se trata de un pasaje muy conocido y sobre el que se predica con frecuencia, pero que ciertamente tiene algunas lecciones importantes que enseñarnos.
Primeramente, es claro que en el interior de Jesús había un fuego ardiente, un deseo apasionado de compartir las buenas nuevas del Reino, así como el presentimiento de que sería con alguien de Samaria. «Le era necesario pasar por Samaria» (v. 4). Pero realmente no tenía por qué hacerlo. Si bien es cierto que la ruta directa atravesaba esa región, las relaciones entre judíos y samaritanos eran tan malas que los hebreos ortodoxos se tomaban la molestia de dar un gran rodeo para evitar la contaminación que supondría el entrar en dicha zona de raza y religión mezcladas. Sin embargo no sucedía lo mismo con Jesús, quien sentía pasión por alcanzar a los necesitados.
En segundo lugar, puedo ver que Cristo se molestó por un solo individuo (v. 7), saltó las convenciones hablando con una mujer a solas, desafió al agotamiento (v. 6), y aceptó aquella oportunidad cuando seguramente menos ganas tenía.
En tercer lugar, por muy curioso que sin duda le habrá parecido a la mujer, Jesús le pidió a esta que le hiciese un favor (v. 7). Esa es muchas veces la forma de ganarse la confianza de alguien y, a su debido tiempo, su corazón.
En cuarto lugar, Jesús comenzó por aquello en lo que ella estaba interesada: el agua. Esa mujer no buscaba ninguna conversión espiri-tual: había ido en busca de agua. Y con sumo tacto y sagacidad Jesús la hizo avanzar desde allí. Hay que aprovechar las vías naturales que se nos presentan.
En quinto lugar, despertó la curiosidad de la mujer e hizo que esta sintiera sed espiritual: «Si conocieras dijo Jesús … quién es el que te dice: Dame de beber…» (v. 10). Debemos buscar maneras de conseguir esa curiosidad inicial que hará que la persona avance en la dirección debida. La adoración es una de esas maneras, y el testimonio otra; y si hay una sanidad o una lengua con interpretación, o una declaración profética y en nuestros días estas cosas se dan en muchos círculos cristianos, a menudo eso también producirá la curiosidad inicial en individuos que aparentemente no tienen ningún interés.
En sexto lugar, lo siguiente que resulta obvio en este pasaje es la forma en que Jesús comienza a entusiasmar a la mujer con las posibilidades de una verdadera vida espiritual. La «fuente» de agua viva en su propio corazón reseco debió ser una imagen poco menos que irresistible para ella, tan cansada de la penosa caminata hasta el pozo. Y ese entusiasmo hizo posible que la mujer se conformase con una respuesta muy breve a la pregunta que había planteado en cuanto al lugar apropiado para adorar, algo un poco ajeno al tema del que estaban hablando.
En séptimo lugar, observo que Jesús no sintió vergüenza de señalarle su pecado. Lo hizo con mucha cortesía y sin profundizar (v. 16), pero también con firmeza. Para que la gente se dé vuelta y encuentre a Cristo, tiene que haber un acto de arrepentimiento. Por así decirlo, no podemos comer a su mesa sin lavarnos las manos.
En octavo lugar, la mujer tenía una dificultad que planteó entonces (v. 19). No hay duda de que se trataba de un verdadero problema para ella, pero el exponerlo en ese momento sugiere que quizá haya sido también una especie de cortina de humo. Yo creo que podemos suponer que la mujer no quería que Jesús continuara indagando en sus asuntos matrimoniales. El Señor contestó a su pregunta se tratase o no de una evasiva con gran concisión, y trajo de nuevo a la mujer al tema que él mismo había planteado: el agua de vida y lo que ella pensaba hacer al respecto.
En noveno lugar vemos a Jesús guiando a la fe a aquella mujer con gran sencillez y mano segura. La fe en cuestión no estaba muy bien formulada, ni era muy extensa. Tenía un contenido indudablemente deficiente, pero bastó para que ella y el Salvador iniciaran el contacto. La mujer albergaba alguna idea de quién era Jesús (v. 26), y tenía cierto vislumbre de la transformación que él podía efectuar por medio de aquella «agua viva» (v. 14). Eso era más bien todo: no mucho, pero suficiente.
Y en décimo lugar, este instructivo relato concluye con dos hechos encantadores. Primeramente vemos que la mujer, entusiasmada de veras con Jesús, da testimonio a otros de lo que había empezado a descubrir (v. 29). Ese es con mucha frecuencia el resultado de que alguien encuentre a Cristo: no puede guardar silencio al respecto sino que desea comunicarlo a los demás. Y luego descubrimos a los hombres de Samaria que responden a su vez a Jesús (vv. 39-42), en parte como consecuencia de lo que la mujer les había dicho y en parte por haberle conocido ellos mismos.
El relato entero es un modelo maravilloso de evangelización personal, una lección del propio Maestro.
Pero si nos parece que no podemos siquiera pensar en igualar las habilidades de Jesús, echemos un vistazo a Felipe tal como se nos presenta en Hechos 8. Evidentemente, Lucas quiere que lo consideremos como un modelo de esa campaña de evangelización personal de los primeros cristianos que tanto influyó en la propagación de la iglesia.
Ante todo Felipe era un hombre que tenía contacto con Dios (vv. 26, 29, 39), y el Señor podía guiarlo porque él permanecía en Cristo y era sensible a su voz.
En segundo lugar, esa sensibilidad lo llevaba a obedecer (vv. 26- 27). Felipe fue adonde se le ordenó, y respondió al suave impulso del Espíritu Santo para abandonar Samaria y desplazarse lejos hacia el sur, aunque le hubiera resultado muy fácil aducir buenas razones para no hacer aquello que Dios le estaba diciendo que hiciese.
En tercer lugar, se trataba obvia-mente de un hombre humilde. Aunque era uno de los siete «diáconos» de Hechos 6, Felipe había descubierto claramente que sus dones más importantes no estaban en la administración sino en la predicación, y la primera parte del capítulo 8 del libro de los Hechos abunda en las proezas que realizó en Samaria, donde parece haber habido algo semejante a un avivamiento. Tal vez estuviera recogiendo lo que Jesús había sembrado allí. De cualquier modo, Felipe estuvo dispuesto a dejar atrás todo eso, abandonar el centro de la escena y viajar más de cien kilómetros, internándose en el desierto, sin perspectivas de encontrar un auditorio, sólo porque una persona en aquel lugar lo necesitaba (algo que él ni siquiera sabía). No le importó ser el siervo de un eunuco etíope por amor de Cristo. Ciertamente Felipe no tenía nada de remilgado, ni de difícil.
En cuarto lugar, Felipe era un entusiasta (v. 30): uno tiene que serlo para correr a aquel desierto donde la temperatura puede alcanzar los sesenta grados a la sombra. Su celo debió brotar, en el fondo, de comprender la necesidad de aquel hombre sin Cristo y sin esperanza mientras avanzaba en su carro leyendo en alta voz. Algo de la propia compasión de Jesús se apoderó de Felipe y lo incitó a la acción.
En quinto lugar, se trataba de alguien con tacto: una virtud que no siempre acompaña al entusiasmo. Así que no actuó precipitadamente, sino que escuchó, hizo muchas preguntas y ofreció sus servicios (vv. 30-35). Luego comenzó precisamente desde donde se encontraba aquel hombre. Un tacto como ese brota del amor, de un interés real por la gente.
En sexto lugar, Felipe estaba bien informado. Conocía lo suficiente su Biblia como para reconocer el pasaje que se leía en voz alta de un modo tan sorprendente al aire del desierto. Pertenecía a Isaías 53, y él pudo utilizarlo muy bien como trampolín para predicar a Jesús. No hay atajos que eviten el aprender de memoria al menos unos pocos pasajes de la Escritura con el objeto de poder utilizarlos para ayudar a otros. Naturalmente, ¡no todo contacto ocasional estará leyendo Isaías 53! Pero de cualquier forma la idea es válida: debemos estar preparados para el enfoque que nos sugiera la situación en la cual se encuentran aquellos a quienes tratamos de servir.
Por último Felipe era muy directo (v. 35), y le transmitió a aquel hombre necesitado, pero buscador, no ideas o doctrinas religiosas, sino a Cristo: la persona viva y amante de Jesús. La franqueza parece haber sido un rasgo característico de Felipe (vv. 5, 12), y todavía resulta eficaz si la utilizamos con amor. Ciertamente Jesús mismo debe constituir la esencia de lo que tenemos que comunicar a la gente. Él, y sólo él, puede transformar la vida de las personas.
Tomado y adaptado de La iglesia local, agente de evangelización, Michael Green, Nueva Creación, 1996. Usado con permiso.
Michael Green fue pastor de la Iglesia St. Aldate de Oxford por muchos años. Posteriormente fue profesor en Regent College, Vancouver, Canadá. Actualmente dirige un programa relacionado con «década de la evangelización» de la Iglesia Anglicana en las Islas Británicas. Es conocido como conferencista en todo el mundo y ha escrito numerosos libros.