Biblia

Arrogancia peligrosa

Arrogancia peligrosa

por Enrique Zapata

El creyente y la iglesia siempre corren el gran peligro de suponer que su causa y sus acciones son santas y que están absolutamente identificadas con Cristo. En otras palabras, que su causa es únicamente la de Cristo y que el sufrimiento padecido es por maldad de otros.

Durante la Guerra Civil española, cierto arzobispo de la iglesia católica escribió lo siguiente:

Cristo predijo que sus seguidores sufrirían y serían reconocidos por la marca de la cruz. Dijo que serían bienaventurados cuando por su causa los vituperaren o persiguieran. El apóstol Pedro escribe: «Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese». La Iglesia de Dios no está ajena a la violencia y el odio de las «puertas del infierno», pero la paciencia de los cristianos bajo la persecución no justifica la indiferencia en cuanto al destino de nuestro país y de nuestra civilización cristiana. Hemos ordenado que diariamente y hasta nuevo aviso se haga la siguiente oración, tomada del Misal, en la diócesis: «Señor Todopoderoso y Sempiterno, en cuyas manos está todo el poder y el señorío de los reinos de la tierra; apiádate y ayuda a la cristiandad, y con el poder de tu brazo derecho, aplasta a los gentiles, quienes colocan su confianza en su ferocidad. En Cristo, nuestro Señor».


Además, concluye su mensaje reconociendo a los rebeldes (con los que la iglesia estaba identificada) como las «fuerzas de la ley y orden cristianos», mientras que califica a las tropas del gobierno como una «multitud turbulenta».


En esta ocasión, el arzobispo no estaba reconociendo la causa histórica de los problemas. La iglesia católica española había participado del feudalismo, que tanto sufrimiento había ocasionado a las masas, lo había sostenido e, incluso, se había beneficiado de él. Algunos sacerdotes y monjas se habían rebelado contra esta estructura; sin embargo, la institución en sí misma se había identificado con el sistema, que proveía grandes ventajas para el clero, pero tremendas injusticias para las masas.


Las fuerzas radicales y revolucionarias habían sido generosas con la iglesia en un principio, hasta que ésta se unió a los rebeldes e intentó destituir al gobierno democráticamente elegido. Sin duda, había elementos en el nuevo gobierno que eran peligrosos, pero para el pueblo significaban un adelanto. No obstante, ese intento final de regresar a la opresión del pasado despertó las pasiones de los defensores radicales del nuevo gobierno. La pasión rara vez produce discernimiento, equilibrio y justicia. En este caso, algunos sacerdotes y monjas inocentes sufrieron por el mal ajeno; no fueron vistos como individuos, sino como un símbolo de los pecados de la institutición.


Los valores sociales equivocados de la iglesia española —que aducía eran los de Cristo— indujeron al levantamiento del pueblo contra ella. Los dirigentes eclesiásticos estaban demasiado ciegos para comprender que, de ese modo, defendían la corrupción y una sociedad injusta. En consecuencia, el engaño del corazón humano resultaba en una autodecepción, la que consistía en identificar su causa con la de Cristo.


Lamentablemente, esta clase de decepción no es propiedad exclusiva de la iglesia católica o de personas del pasado, sino que es común entre personas religiosas del presente, tanto católicas como evangélicas. El pecado arrogante de identificar nuestras propias causas, valores y batallas con los de Cristo, sin discernimiento de la astucia del pecado en nuestras vidas, ha terminado causando dolor, divisiones y conflictos en nuestras congregaciones. ¡Cuántas veces han sido defendidos hombres y posturas que no lo merecían, porque se pensaba que ésa era la posición «espiritual»! A menudo, la inmadurez y los desbordes de los rebeldes provocan confusión en aquellos que deberían analizar la causa genuina de su protesta, los que, al rechazar esas acciones en su totalidad, no toman en cuenta la queja verdadera y justa.


La espiritualidad verdadera es la que resulta de la sujeción de los ideales y deseos humanos a la santidad de Dios. Muchas personas identifican falsamente sus deseos e ideales con los de Él. Este error es, tal vez, el más peligroso, pretensioso y destructivo que pueda ocurrir en la vida individual o institucional. Sin embargo, es uno de los más difíciles de identificar en nuestras propias vidas.


Si un hombre ha matado, adulterado o robado es fácil detectar su pecado, pero cuando unimos nuestros propios deseos e ideales a la religiosidad, aunque esto pueda ser evidente para otros, nos tornamos ciegos a nuestro propio peligro y autodecepción. Como resultado se obtiene, entonces, un gran perjuicio para la obra y el testimonio cristianos.


La historia está llena de casos en que la iglesia ha hecho esto en las áreas política y social, pero es en el interior de la misma donde ocurre con más frecuencia. Diariamente, en un sinfín de situaciones, hay personas controladas por sus deseos, ambiciones o dolores, que se «santifican» y autoengañan, atribuyéndose a sí mismos cualidades mesiánicas o de siervo sufriente. Es de suma importancia que aprendamos a reconocer este peligro en nuestras vidas y que oremos honestamente, como lo expresa el profeta Jeremías: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras… Sáname, oh Jehová, y seré sano; sálvame, y seré salvo, porque tú eres mi alabanza» (Jr. 17:9,10,14). ¡Amén!