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¿Así dice el Señor?

¿Así dice el Señor?

por Pedro Lapadjian

En la generación de Jeremías, la decadencia espiritual del pueblo era la más clara evidencia de lo errado del mensaje que le anunciaban los profetas. Este artículo es una mirada a la predicación en la carne y a la que se hace en el Espíritu. Se basa en reflexiones sobre el capítulo 30 del libro de Jeremías.


Una tendencia preocupante


Hace un tiempo participé en un congreso para líderes y pastores. En una de las plenarias, el orador principal —cuyo nombre es conocido por muchos cristianos— dijo: «Algunos teólogos han afirmado que Dios habló en el pasado, pero ya no lo hace hoy. Sin embargo yo creo que él sigue hablando. ¿Quiénes creen esto?». Todos los que estábamos presentes levantamos nuestras manos para mostrar nuestro acuerdo con su afirmación. En seguida agregó: «Dejemos la Biblia bajo el asiento, porque cuando venía en el avión, Dios me dio una palabra para ustedes». Para mi sorpresa las Escrituras ni siquiera fueron citadas. Lo que más preocupación me produjo, sin embargo, es que su exposición sufrió frecuentes interrupciones por los aplausos de aprobación que le ofrecía la mayoría de los presentes.

Estamos viviendo en un tiempo donde existe una notable ausencia de discernimiento con respecto al mensaje que se proclama al pueblo de Dios. El profeta Jeremías en su momento, señaló de que es posible hacer proclamaciones en el poder de la carne en lugar del poder del Espíritu. La diferencia está claramente presentada en el capítulo 23 de su libro y quisiera invitarlo a que me acompañe a reflexionar sobre este texto.



La escuela profética


La lectura del pasaje revela claramente la consternación y perplejidad del profeta ante el inexorable avance de superficialidad y mundanalidad en el pueblo. Esa decadencia espiritual constituía la más clara evidencia de lo errado del mensaje que le anunciaban sus profetas. Un profeta era el portavoz de la voluntad divina y, aunque había muchos varones en Israel, sólo a él se le asignaba la condición de «varón de Dios». Su misión era sagrada y su autoridad radicaba en el hecho de que no pronunciaba sabias reflexiones humanas, sino que declaraba enfáticamente la frase: «Así dice el Señor».

Aunque la figura del profeta en el Antiguo Testamento no es exactamente igual a la del predicador de nuestros días, podemos encontrar algunos paralelos que arrojan luz sobre la tarea de quienes hemos sido llamados por Dios para comunicar Su mensaje. La preocupación de Jeremías se debía a la existencia de dos escuelas proféticas, las cuales tenían diferentes fuentes de autoridad. Aunque por las apariencias eran iguales, sus contenidos eran antagónicos. Pregunta, con indignación: «¿Qué tiene que ver la paja con el trigo?» (v. 28). La respuesta la inferimos del contexto: «¡Nada tienen que ver!»

El trigo es un grano muy resistente a condiciones climáticas adversas y de él se obtiene la harina con la que se elabora el pan, alimento básico para el ser humano. Cuando se extrae el grano, el resto de la planta es paja, un tallo seco y sin vida que se usa, entre otras cosas, como combustible. Hoy hay multitudes que tienen hambre espiritual, porque se les alimenta con la paja y no con el grano y por eso, vivimos tiempos como los que describe Amós: «Vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová. E irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová.» (Am 8.11–12)

Para ayudar a saciar a esas multitudes con el «Pan de Vida» (Jn 6.35), consideremos las diferencias que existen entre la proclamación en el poder de la carne y la proclamación en el poder del Espíritu.



La proclamación en el poder de la carne


Podemos mencionar al menos tres características de la proclamación en el poder de la carne:



1. Surge del sentimentalismo


En el versículo 16 se afirma que «hablan visión de su propio corazón», es decir, aquella parte del ser humano que la Biblia define como «engañoso más que todas las cosas y perverso» (Jeremías 17.9) es la que provee materia prima a estos predicadores.

En la actualidad también se ha hecho común que las visiones e historias se hayan instalado en el lugar preponderante e insustituible de las Sagradas Escrituras. Y no solamente esto, sino que han pasado a ser parte del fundamento, el magisterio y la praxis de la iglesia. Por eso no deja de preocupar que cada vez sea mayor el número de personas víctimas de delirios místicos y que confunden la realidad con la fantasía. Aunque entristece, no debe sorprender. Ya en el primer siglo Pablo advertía que algunos «apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas». (2 Ti 4.4).

La iglesia no es ajena a las influencias del mundo. En estos tiempo está siendo permeada por el pensamiento del postmodernismo, el cual privilegia el sentimiento por encima de todas las cosas. En tiempos pasados, un célebre filósofo hizo famosa la frase «Pienso, luego existo». El actual desencanto con la racionalidad ha producido una reacción pendular que nos lleva a vivir con la premisa «siento, luego existo». Las experiencias suplantan la exégesis bíblica y las emociones a las convicciones. Nuestros cultos están sujetos al auge del sentimiento. Esta manipulación irreverente de las cosas sagradas, sin embargo, no quedará impune. En el versículo 31 Dios declara: «Yo estoy contra los profetas que endulzan sus lenguas y dicen: Él ha dicho».



2. Produce sincretismo


En el versículo 30 el Señor declara, por medio del profeta, que «Hurtan mis palabras cada uno de su más cercano». Ese sincretismo surge del intento de conciliar la verdad bíblicamente revelada con otras formas de pensamiento o doctrina. Cuando las Sagradas Escrituras están ausentes, o se descuida o enfatiza demasiado alguna de sus enseñanzas, se acondiciona el terreno para que germine la desviación y la herejía.

Los falsos profetas poseían la habilidad de fingir ser verdaderos y mediante la proclamación de medias verdades —que al final son mentiras enteras— lograban adhesión popular. Hoy proliferan movimientos, considerados como cristianos evangélicos, los cuales son el reflejo de una espiritualidad sin arraigo bíblico.

Este estado de anarquía doctrinal nos enfrenta además a un nuevo glosario que imperiosamente necesita ser redefinido. Aunque todos usamos el mismo vocabulario, es evidente que le hemos asignado diferentes interpretaciones. Esto sucede con palabras como: «evangelización», «unción», «prosperidad», «avivamiento», «restauración», «apóstol» e «iglesia». Esos términos son más que sonidos y letras combinadas: son conceptos que se instalan para formar o deformar la vida de las personas. Es más, tanta importancia tienen los contenidos, que adquieren proyecciones eternas.


A un pastor y evangelista de la iglesia primitiva se le exhortaba: «Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren.» (1 Ti 4.16). Muchas veces, queriendo facilitar la unidad del Cuerpo de Cristo, hemos observado pasivamente estos excesos mas nuestro silencio se ha hecho cómplice con el avance del error.

El pueblo de Dios, en la época de Esdras, experimentó tiempos de reforma espiritual que resultaron en la eliminación del sincretismo. Según la Biblia «el sacerdote Esdras trajo la ley delante de la congregación… y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura». (Neh 8.2 y 8)



3. Levanta personalismos


En el versículo 21 de nuestro texto Dios dice: «No envié yo a aquellos profetas, pero ellos corrían, yo no les hablé, mas ellos profetizaban».

Siempre han existido las personas ávidas de protagonismo, con autoridad fingida y autoasumida. Tienen cargo, pero no ministerio; elocuencia, pero no un don espiritual; reconocimiento humano, pero no aprobación divina. Es fácil detectarlos: son narcisistas, alimentados de sueños de grandeza, sin sujeción y causantes de divisiones en la Iglesia. Igualmente, aducen que son los «ungidos» de Dios y quienes cuestionan sus enseñanzas, son tratados con dureza. Además, tienden a usar el púlpito con la misma demagogia que los políticos, manipulando a la gente menos instruida y, con base en una oratoria atractiva, prometen lo imposible. Estas personas tienen tan alto concepto de sí mismos que se consideran libres del escrutinio divino, sin recordar que: «todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (He 4.13).

En el versículo 14 se describe la deplorable conducta de estos personajes en la época de Jeremías. Nótese cómo «…cometían adulterios y andaban en mentiras, y fortalecían las manos de los malos».



La proclamación en el poder del Espíritu


Si seguimos con la lectura del pasaje encontraremos señalado, en el versículo 22, lo que los falsos profetas no fueron capaces de hacer. De este reclamo del Señor podemos inferir tres características de la predicación en el poder del Espíritu:



1. Surge de la comunión con Dios


El versículo 22 señala la relación que el Señor deseaba de sus profetas: «Si ellos hubieran estado en mi secreto». Siempre corremos el riesgo de descansar en las habilidades, el conocimiento o la experiencia adquirida. No obstante, debemos notar que Dios no nos invita a emprender estudios teológicos ni a adquirir mayor experiencia, sino a cultivar una vida de intimidad con él. Todos aquellos que tenemos responsabilidad en la proclamación de la Palabra necesitamos acercarnos a la Biblia con un deseo mayor que el de elaborar sermones. Debemos estar dispuestos a que nos hable, exhorte, corrija y anime primeramente a nosotros. Para la correcta comunicación de la palabra de Dios al pueblo, es imprescindible pasar tiempo con el Dios de la Palabra. El resultado de permanecer constantes en la oración no será tanto descubrir el mensaje para predicar sino que este nos encuentre a nosotros. Cuando llegue el momento de su respectiva proclamación, será evidente que hemos estado en íntima comunión con Dios.

Es importante destacar que esa relación personal con el Señor no es para unos pocos iluminados. Es para todos aquellos que desean profundizar su entendimiento de la revelación de Dios, y que esta es la única manera de poner por obra su Palabra. No olvidemos que «las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley» (Dt 29.29). Cuando existe en nosotros una verdadera convicción de que «toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Ti 3.16), no podemos dejar de imitar el ejemplo de los hermanos de Berea, quienes «recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras» (Hch 17.11). Aquel profeta que hace de la ley de Jehová su «delicia», para meditar en ella «de día y de noche», ¡verdaderamente es bienaventurado! (Sal 1.2).



2. Es fiel al mensaje bíblico


Además del reclamo recién mencionado, el Señor señala dos realidades adicionales que no se dieron porque los profetas estuvieron ausentes de él. Del primero dice: «habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo» (v.22). Recuerdo un himno que aprendí en mi niñez, el cual realza el valor de las Escrituras. Sus palabras iniciales eran: «Santa Biblia, para mí eres un tesoro aquí». Tristemente, en algunos púlpitos de la iglesia hoy, sería más acertado decir: «Santa Biblia, para mí eres una reliquia aquí».

El profeta no se refiere a un mandato para asistir a un seminario, aprender los idiomas originales o estudiar homilética. Si bien Dios no rechaza la excelencia académica, en realidad pide a sus predicadores lo siguiente: «Tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina» (Tit 2.1).

Con esto entendemos que un alimento sano y balanceado traerá un efecto saludable sobre quienes lo reciben. Esa dieta debe incluir lo que Pablo llama «todo el consejo de Dios» (Hch 20.27). En ella deben aparecer mensajes evangelísticos, doctrinales, éticos, de aliento, consagración y consuelo para el crecimiento y madurez espiritual. Por ejemplo, Pablo exhorta al joven predicador Timoteo: «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad». (2 Ti 2.15)

La Reforma protestante proclamaba, entre sus postulados básicos, «la sola Escritura», como una afirmación de que la Biblia es la Palabra de Dios y única regla de fe y práctica. Por tanto, la verdadera autoridad de un ministro no está en su patrimonio cultural ni en su imaginación exaltada. Más bien radica en ser «retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda enseñar con sana enseñanza» (Tito 1.9).



3. Produce vidas transformadas


Como resultado de esta falta de intimidad con Dios, la segunda realidad que no se dio fue que «habrían hecho volver de su mal camino a mi pueblo y de la maldad de sus obras» (v. 22). El mensaje de los profetas tenía repercusiones éticas y morales y se daba con el propósito de producir cambios genuinos en la vida del pueblo de Dios. Cuando la verdad llega a una persona se genera una genuina conversión, la cual se expresa mediante una renuncia al pecado y una vida acorde con los valores del Reino de Dios. El apóstol Pablo declara que: «si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas». (2 Co 5.17).

Para ilustrar el poder de la Palabra de Dios cuando es proclamada con fidelidad, Jeremías utiliza, en el versículo 29, dos figuras: el martillo y el fuego. Cuando el corazón está endurecido o cauterizado por el pecado, la Palabra del Señor actúa como un martillo, para romperlo y formar uno sensible a sus cosas. Dice Dios: «Daré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón» (Jer 31.33). Sin embargo, a veces, quien predica permite en su vida la libre existencia del mismo pecado que ha denunciado con tanta energía. Entonces, para no incurrir en esta tragedia, tenemos que permitir que el martillo de la palabra comience por nosotros. La Palabra claramente dice: «El que encubre sus pecados no prosperará, mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia.» (Pr 28.13)

El fuego tiene una función similar a la del martillo. Por un lado consume la escoria y produce vidas íntegras, porque él «es fuego consumidor» (Heb 12.29); pero además, es símbolo de la ardiente presencia del Espíritu Santo. Sé que muchos hombres y mujeres que han sido llamados por Dios hoy se encuentran apagados por el desgaste ministerial, abrumados por la rutina y sin el vigor de otras épocas. Jeremías tampoco se libró de esta experiencia. En medio de una profunda crisis expresó: «No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos» (Jer 20.9).

En esas circunstancias es menester hacer un alto en el camino para renovar fuerzas. Puede que sea necesario abrir nuestro corazón ante algún consiervo que pueda ayudarnos, o quizás necesitemos revisar los objetivos de nuestro ministerio; incluso es posible que necesitemos, al igual que Isaías, que nuestros labios vuelvan a ser tocados «con carbón encendido, tomado del altar» (Is. 6.6).



Conclusión


La sagrada tarea de proclamar la palabra divina es una que ningún siervo de Dios puede tomar livianamente. Continuamente debemos hacerle frente a la tentación de realizar este ministerio en el poder de la carne. El mensaje del profeta Jeremías, sin embargo, debe servir para advertirnos que el Señor no participa de proclamaciones de esta naturaleza, ni tampoco las prospera, aun cuando estén vestidas de una singular elocuencia y cuenten con la adhesión de multitudes. El ministerio profético que impacta es aquel que imparte al pueblo una visión de los profundos anhelos y deseos del corazón de Dios. Probablemente incomode a los oyentes, porque les llama a un cambio de vida el cual les permite alinearse con la Palabra eterna de Verdad.

Empero, solamente podremos realizar esta clase de ministerio si nosotros, primeramente, hemos percibido, en el secreto de nuestra intimidad con él, las verdaderas dimensiones del mensaje divino. Por tanto, la inversión más valiosa que puede hacer un predicador es procurar con pasión el rostro de Dios. Cuando lo haya hecho podrá, en el lugar donde Dios le haya puesto, ir a las plazas, los templos, los estadios, las casas o la televisión y abrir las Escrituras con toda autoridad, para declarar en el poder del Espíritu: ¡Así dice el Señor!


© Apuntes Pastorales, Volumen XXI – Número 1