Autobiografía de Madame Guyon (2ª Parte) (continuación)
El Padre La Combe era la prebenda del obispo y su confesor. Él le tenía mucha estima. Dios hizo uso de él para convertir algunos de los funcionarios y soldados, quienes, de ser hombres de vidas escandalosas, se volvieron modelos de piedad. En ese lugar todo estaba mezclado con cruces, pero se ganaron almas para Dios. Había algunos de sus frailes, que, después de su ejemplo, estaban avanzando hacia la perfección. Yo no entendía su idioma ni ellos el mío, el Señor nos hizo entendernos el uno al otro en aquello concerniente con Su servicio. El Rector de los Jesuitas tomó su tiempo, cuando el Padre La Combe se hubo marchado del pueblo, para probarme, como él dijo. Él había estudiado materias teológicas, que yo no entendía. Propuso varias preguntas. El Señor me inspiró contestarle de semejante manera, que se marchó sorprendido y satisfecho. Él no podía abstenerse de hablar de ello.
Los Barnabitas de París, o mejor dicho al Padre de la Mothe se le metió en la cabeza el intentar traer al Padre La Combe para que predicase en París. Él escribió al Padre-general sobre eso, porque ellos no tenían ninguno en París para apoyar su convento, que su iglesia estaba desierta; que era una pena el dejar a semejante hombre como el Padre La Combe en un lugar donde él sólo viciaba su idioma. Era necesario hacer que sus finos talentos aparecieran en París, donde él no podía llevar la carga de la casa, si no le dieran un
ayudante de tal calificación y experiencia. ¿Quién no habría pensado que todo esto era sincero? El Obispo de Verceil, que era muy amigo del Padre-general, teniendo aviso de eso, se opuso, y contestó que estaría haciéndole el mayor daño al quitarle un hombre que le era tan sumamente útil, y en un momento cuando tenía mucha necesidad de él.
El Padre-general de los Barnabitas no aceptaría la demanda del Padre de la Mothe, por miedo de ofender al Obispo de Verceil. Acerca de mí, mi indisposición aumentó. El aire, de allí que es muy malo, me causaba una tos incesante, con frecuentes apariciones de fiebre. Empeoré tanto que llegué a pensar que no podría superarlo. Se afligió el Obispo al verme así, pero, habiendo consultado a los médicos, le aseguraron que el aire del lugar era mortal para mí, después de lo cual me dijo, “prefiero más bien tenerla viva, aunque distante de mí, que verla morirse aquí.” Abandonó su plan de establecer su congregación, porque mi amiga no se establecería allí sin mí. La señora de Génova no podía dejar su propia ciudad fácilmente, donde era respetada. La Genovesa suplicó el instalar allí lo que el Obispo de Verceil había querido que ella preparara. Casi era una congregación como la de la Señora de Miramion. Cuando el Obispo propuso esto la primera vez, sin embargo, según parecía, tuve un presentimiento de que no tendría éxito, y que no era lo que nuestro Señor requería de mí, aunque yo me rendí sumisamente a tan buena propuesta, sólo fue por reconocer los muchos favores especiales de este prelado. Estaba segura que el Señor me haría conocer bien como prevenir lo que Él quisiera requerir ahora de mí. Como este prelado bueno vio que debía resignarse a dejarme ir, me dijo, “Usted está dispuesta para estar en la diócesis de Génova, y allí ellos la perseguirán y la rechazaran; yo, quién la tendría con mucho gusto, no puedo retenerla.” Le escribió al Padre La Mothe diciéndole que debía irme en primavera, en cuanto el tiempo lo permitiera. Él sentía verse obligado a dejarme ir. Todavía aun esperaba retener al Padre La Combe, que probablemente podría haber estado, de no recibir la noticia de la muerte del Padre-general dando esto otro giro.
Aquí fue cuando escribí sobre el Apocalipsis, y que allí se me dio una certeza mayor de todas las persecuciones de los sirvientes más fieles de Dios. Aquí también fui fuertemente movida para escribir a la Señora De Ch
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-. Lo hice con gran sencillez; y lo que escribí fue como los primeros cimientos de lo que el Señor requería de ella, habiéndose agradado de hacer uso de mí para ayudarla a conducirla en Sus caminos, siendo una persona a quien yo estoy muy unida, y por ella a otros.
El amigo del Obispo de Verceil, el Padre-general de los Barnabitas, partió de esta vida. Tan pronto hubo muerto, el Padre de La Mothe escribió al Vicario general que ahora ocupaba su puesto hasta que otro fuera elegido, renovando su demanda para tener al Padre La Combe como ayudante. El padre, oyendo que me obligaban a causa de mi indisposición a volver a Francia, le envió una orden al Padre La Combe para volver a París, y para acompañarme en mi viaje, así de este modo al hacerlo se le dispensaría en su convento en París, ya pobre, por los gastos de tan largo viaje. El Padre La Combe, quien no se tragó el veneno que había bajo esta justa opinión, consintió eso; sabiendo que era mi costumbre el tener algún eclesiástico conmigo cuando viajaba. El Padre La Combe se marchó doce días antes que yo, para llevar a cabo algunos negocios, y esperarme para pasar a través de las montañas, ya que en ese lugar era donde yo tenía la mayor necesidad de una escolta. Me puse en camino por Cuaresma, el tiempo entonces era bueno. Fue una separación triste para el Obispo. Me dio lastima de él; estaba muy afectado de perdernos a ambos, al Padre La Combe y a mí. Hizo que me acompañaran hasta Turín, costeándolo de su propio dinero, dándome un señor y uno de sus eclesiásticos para acompañarme.
En cuanto se tomó la resolución de que el Padre La Combe debía acompañarme, el Padre La Mothe informó por todas partes “que le habían obligado a hacerlo, para hacerle volver a Francia.” Él se extendió sobre el apego que yo tenía por el Padre La Combe, fingiendo tener lástima de mí. En esto todo el mundo dijo que debía de ponerme bajo la dirección del Padre de La Mothe. Mientras tanto él falsamente palió la malignidad de su corazón, escribiendo cartas llenas de estima al Padre La Combe, y algunas a mí llenas de ternura, “deseando traerse a su estimada hermana, y servirla en sus enfermedades, y en las penalidades de tan largo viaje; que él conmovido, se sentía obligado a ello por su cariño”; con muchas otras cosas de igual naturaleza.
No podía atreverme a partir sin ir a ver a mi buena amiga, la Marquesa de Prunai, a pesar de la dificultad de los caminos. Hice que me llevaran, siendo casi imposible ir por otro sitio a causa de las montañas. Estaba sumamente alegre al verme llegar. Nada podría ser más cordial que lo que pasó entre nosotras. Fue entonces que reconoció que todo lo que le dije había sucedido. Un eclesiástico bueno, que vive con ella, me dijo lo mismo. Nosotros hicimos ungüentos y escayolas juntos, y le di el secreto de mis remedios, yo la animé, y, por tanto, el Padre La Combe hizo, para establecer un hospital en ese lugar; qué se hizo mientras nosotros estábamos allí. Contribuí con mi óbolo a ello, qué ha sido siempre bendición a todos los hospitales, que se han establecido alguna vez confiando en la Providencia.
Creo que me he olvidado de decir, que el Señor había hecho uso de mí para establecer uno cerca de Grenoble, que subsiste sin ningún otro fondo que los proporcionados por la Providencia. Mis enemigos hicieron uso de eso después para calumniarme, diciendo que yo había gastado la riqueza de mis hijos estableciendo hospitales, aunque, lejos de gastar nada de su riqueza, yo les había dado incluso de la mía. Todos esos hospitales sólo se han establecido con los fondos de la Providencia divina que es inagotable. Pero de manera que ello ha sido ordenado para mi bien, que todo lo que nuestro Señor me ha hecho hacer para Su gloria se ha convertido algunas veces en cruces para mí.
Tan pronto como se determinó que debía irme a Francia, el Señor me hizo saber, que era para tener las mayores cruces que alguna vez tuve. El Padre La Combe tenía el mismo sentir. Me alentó a que me resignara a la voluntad divina, y para convertirme en una víctima ofrecida libremente para nuevos sacrificios. También me escribió, “¿Si no fuese una cosa muy gloriosa para Dios, si Él nos hiciera servir en esa gran ciudad, para espectáculo a los ángeles y a los hombres?” Me retiré con un espíritu de sacrificio, para ofrecerme a mi misma para los nuevos tipos de castigos, si agradaba a mi estimado Señor. A lo largo del camino algo dentro de mí repetía las mismas palabras de San. Pablo: “Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo.” (Hechos 20:22,23,24.) No podía abstenerme de testificarlo a mis amigos más íntimos, que intentaron con ahínco el persuadirme para detenerme, y que no siguiera. Estaban todos deseosos de contribuir con una porción de lo que tenían, para que me asentara allí, y evitar mi llegada a París. Pero hallé mi deber proseguir mi camino, y sacrificarme a mi misma por Él quién primero se sacrificó por mí.
En Chamberry vimos al Padre La Mothe, que iba a la elección de un Padre-general. Sin embargo, él afectó una apariencia de amistad, no era difícil descubrir que sus pensamientos eran diferentes de sus palabras, y que había concebido planes oscuros contra nosotros. Hablo no de sus intenciones, sino para obedecer la orden que se me ha dado de no omitir nada. Necesariamente me veré obligada a menudo a hablar de él. Desearía con todo mi corazón si estuviera en mi poder suprimir lo que tengo que decir de él. Si lo que ha hecho solo fuera respecto a mí, enterraría de buena gana todo; pero pienso que me debo a la verdad, y a la inocencia del Padre La Combe, tan cruelmente perseguido, y gravemente aplastado tanto tiempo, por horribles calumnias, por un encarcelamiento de varios años, que con toda probabilidad durará mientras viva. Sin embargo, el Padre La Mothe puede parecer acusado excesivamente en lo que digo de él, yo protesto solemnemente, y en la presencia de Dios que paso por alto, y en silencio por muchas de sus malas acciones.
CAPITULO 19
Apenas hube llegado a París, cuando prontamente descubrí los negros planes preparados contra el Padre La Combe y contra mí. El Padre La Mothe que dirigía toda la tragedia, disimulaba diestramente, según su costumbre; adulándome en mi cara, mientras que con entusiasmo procuraba dañarme a mis espaldas. Él y sus confederados querían, por su propio interés, persuadirme para ir a Montargis (mi lugar de nacimiento), esperando, por eso, conseguir la protección de mis hijos, y disponer de mi persona y efectos. Todas las persecuciones del Padre La Mothe, y mi familia han sido motivadas por su parte mirando a su interés; aquellos que han saltado de rabia y venganza contra el Padre La Combe, porque él, como mi director, no me obligó a hacer lo que querían; además de por celos. Puedo entrar en largos detalles sobre esto, suficientes para convencer a todo el mundo; pero los suprimo, para evitar alargarme. Sólo diré, que amenazaron con privarme de lo poco que había reservado para mí. A esto sólo contesté, que no recurriría a la ley, si ellos estuvieran resueltos a quitarme lo poco que me había quedado (poco de hecho en comparación con lo que había dado) renunciaría a ello completamente por ellos; siendo bastante libre y deseosa no sólo para ser pobre, sino para estar incluso en la más extrema necesidad, en imitación de nuestro Señor Jesucristo.
Llegué a París en la víspera de la Magdalena, en 1686, exactamente cinco años después de mi salida de esa ciudad. Después de que llegó el Padre La Combe, pronto fue seguido y muy aplaudido. Percibí algo de envidia por esto en el Padre La Mothe, pero no pensé que se llevarían estas cuestiones tan lejos como han sido llevadas. La mayor parte de los Barnabitas de París, y su vecindario, se unieron contra el Padre La Combe, inducidos por varias causas particularmente relacionadas con su orden. Pero todas sus calumnias y malas intenciones fueron derribadas por la sencilla piedad que manifestó, y la bondad de sus obras de las qué se beneficiaron multitudes.
Había depositado una pequeña suma de dinero en sus manos (con el consentimiento de su superior), entregada para el ingreso de una monja. Pensé para mi misma, que en conciencia estaba obligada a hacerlo. Ella se había ido de los Nuevos católicos, por medio de mí. Era esa joven a quien mencioné antes, quien el sacerdote de Gex quiso ganarse. Cuando es bonita, aunque muy prudente, siempre continuó allí a causa del temor, cuando tal se expone uno en el mundo. La Mothe quería tener ese dinero, y expresó a La Combe que, si él no me hiciera dárselo para una pared, que tenía que reconstruir en su convento, le haría padecer por esto. Pero este último, quién siempre es honrado, contestó que él no podía en conciencia aconsejarme que hiciera otra cosa, pero que yo ya me había resuelto, en favor de esa joven. De ahí que él y el provincial anhelaran ardientemente satisfacer sus deseos de venganza. Emplearon todos sus pensamientos en los medios para efectuarlos.
Un hombre muy malo que fue empleado para ese propósito, escribió libelos difamatorios, declarando que las proposiciones de Molinos, que había estado los dos últimos años en Francia, era el parecer del Padre La Combe. Se extendieron estos libelos por todas partes en la comunidad. El Padre La Mothe el provincial, actuando como personas muy afectadas a la iglesia, los llevaron al oficial, o juez de la corte eclesiástica, quien se incorporó al oscuro plan. Ellos se los mostraron al Arzobispo, diciendo, “que ello estaba fuera de su celo, y que estaban sumamente afligidos por que uno de su hermandad fuese un hereje, y como tal execrable.” También me condujeron a mí, pero más moderadamente, diciendo que el Padre La Combe casi siempre estaba en mi casa, lo que era falso. Apenas podría verlo en absoluto excepto en el confesionario, y entonces durante un tiempo muy corto. Diversas cosas igualmente falsas las esparcieron libremente involucrándonos a nosotros dos.
Ellos mismos acordaron llevar una cosa mas allá, probablemente para favorecer su conspiración. Supieron que había estado en Marsella, y pensando que tenían un buen fundamento para una nueva calumnia. Falsificaron una carta de una persona en Marsella (yo oí que era del Obispo) dirigida al Arzobispo de París, o a su oficial, en la que ellos escribieron el escándalo más abominable. El Padre La Mothe vino para intentar arrastrarme a su trampa, y hacerme decir, en la presencia de las personas que había traído, que yo había estado en Marsella con el Padre La Combe. “Hay,” dijo él, “informes escandalosos contra usted, enviados por el Obispo de Marsella. Usted ha caído allí en un gran escándalo con el Padre La Combe. Hay bastantes evidencias de ello.” Contesté con una sonrisa, “La calumnia se inventa bien; pero habría sido apropiado saber primero si el Padre La Combe había estado en Marsella, porque yo no creo que haya estado nunca en su vida. Mientras yo estaba allí, el Padre La Combe estaba trabajando en Verceil.” Estaba perplejo y se fue, diciendo, “está dando testimonio de su verdadero ser.” Fue inmediatamente a preguntarle al Padre La Combe si él no hubiera estado en Marsella. Aseguró que él nunca había estado allí. Ellos se toparon con la decepción. Entonces propagaron que no era Marsella sino Seisel. Ahora Seisel es un lugar en el que nunca he estado, y no hay ningún obispo allí.
Usaron todas las estratagemas imaginables para aterrarme con amenazas, falsificando cartas, y crónicas dirigidas contra mí, acusándome de enseñar doctrinas erróneas, y de vivir una vida mala, e instándome a que huyera del país para escapar a las consecuencias de las denuncias. Fracasando en todo esto, a la larga La Mothe se quitó la máscara, y me dijo en la iglesia, ante La Combe, “es ahora, mi hermana que usted debe pensar en huir, usted está acusada con crímenes de tintes profundos.” No me conmoví lo más mínimo, sino contesté con mi tranquilidad usual, “Si soy culpable de tales crímenes no pueden castigarme severamente; porque no huiré o saldré de esta manera. He hecho una profesión abierta a mi misma de consagración completa a Dios. Si he hecho cosas ofensivas a Él, quien yo desearía que ambos amaran, y causar que fuera amado por el mundo entero, incluso a costa de mi vida, si mi castigo fuera un ejemplo al mundo; pero si soy inocente, para mí huir, no es la manera para que mi inocencia sea creída.”
Se hicieron esfuerzos similares para derribar al Padre La Combe. Tergiversaron groseramente las palabras de él al rey, y procuraron una orden para su arresto y encarcelamiento en la Bastilla.
Aunque en su proceso apareció completamente inocente, y no podían encontrar nada después de lo cual justificar una condenación, todavía le hicieron creer al rey que era un hombre peligroso en temas de religión. Él estaba entonces encerrado en una segura fortaleza de la Bastilla de por vida; pero cuando sus enemigos oyeron que el capitán de esa fortaleza lo apreciaba, y lo trataba bondadosamente, ellos lo cambiaron a un lugar mucho peor. Dios que mira todo, premiará a cada hombre según sus obras. Yo sé por una comunicación interior que él está muy bien satisfecho, y totalmente resignado a Dios.
La Mothe ahora se esforzaba más que nunca para inducirme a huir, asegurándome que, si me fuera a Montargis, estaría fuera de todo problema; pero que si no lo hiciera, pagaría por ello. Él insistió en que lo tomara como mi director, lo que yo no podía aceptar. Me desacreditó dondequiera que fue, y escribió a sus hermanos para que hicieran lo mismo. Ellos me enviaron cartas muy injuriosas, asegurándome que, si no me pusiera bajo su dirección, sería deshecha. Todavía tengo las cartas conmigo. Un padre me deseó en este caso hacer de la necesidad virtud. No, algunos me aconsejaron que fingiera ponerme bajo su dirección, y engañarlo. Aborrecí la idea del engaño. Soporté todo con la más gran tranquilidad, sin tener ninguna preocupación por justificarme o defenderme, dejándoselo completamente a Dios, el ordenar como le agradase sobre mí. Aquí menciono que se agradó misericordiosamente aumentar la paz de mi alma, mientras todos parecían gritar contra mí, y mirándome como una criatura infame, excepto esos pocos que me conocían bien por una cercana unión de espíritu. En la iglesia yo oí a las personas detrás de mí exclamar contra mí, e incluso unos sacerdotes diciendo que era necesario expulsarme de la iglesia. Me abandoné a mi misma a Dios sin reservas, estando preparada del todo para soportar los sufrimientos más rigurosos y torturas, si tal era Su voluntad.
Nunca hice ninguna petición por el Padre La Combe o por mí, aunque cargada con eso entre otras cosas. Le deberé todo a Dios, no tengo dependencia de ninguna criatura. Yo no diría que nadie sino Dios había hecho a Abraham rico. Génesis 14:23. Perder todo por Él es mi mejor ganancia; y ganar todo sin Él sería mi peor pérdida. Aunque en este momento un grito general se levantó contra mí, Dios no dejó de hacer uso de mí para ganar muchas almas para Él. En lo más furioso de la persecución contra mí, más niños se me dieron, en quienes el Señor confirió grandes favores a través de Su sierva.
Uno no debe juzgar a los sirvientes de Dios por lo que dicen sus enemigos, ni por ser perseguido bajo las calumnias sin ningún recurso. Jesús Cristo expiró bajo dolores. Dios usa ello para guiar a Sus más queridos sirvientes, para hacerlos conforme a Su Hijo, en quien Él siempre se agrada. Pero pocos sitúan esa conformidad donde ha de ser. No está en dolores voluntarios o austeridades, sino en aquellos que se sufren en la vida en una sumisión conforme a la voluntad de Dios, en una renuncia completa de nuestros egos, al extremo que Dios pueda ser nuestro todo en todo, dirigiéndonos según Sus parecer, y no por el nuestro, qué generalmente está opuesto al Suyo. Toda perfección consiste en estar en completa conformidad con Jesús Cristo, no en las cosas brillantes que los hombres estiman. Sólo se verá en la eternidad quienes son los verdaderos amigos de Dios. Nada Le agrada sino Jesús Cristo, y aquellos quienes llevan Su marca o carácter.
Me presionaban continuamente para que huyera, aunque el Arzobispo había hablado conmigo, y me rogó que no dejara París. Pero ellos quisieron dar la apariencia de criminalidad a mí y al Padre La Combe por mi fuga. No sabían como hacerme caer en las manos del oficial. Si ellos me acusaran de crímenes, debe ser ante otros jueces. Cualquier otro juez habría visto mi inocencia; el que da falso testimonio habría corrido el riesgo de ser penado por ello. Continuamente difundían historias de crímenes horribles; pero el oficial me aseguró que no había oído mencionar ninguna. Él estaba asustado, que debería retirarme fuera de su jurisdicción. Entonces hicieron creer al rey “que era una hereje que mantenía una correspondencia literaria con Molinos (yo, que nunca supe que había un Molinos en el mundo, hasta que la Gaceta me habló de él) que yo había escrito un libro peligroso; y que con esos informes sería necesario emitir una orden para ponerme en un convento, para que puedan examinarme. Yo era una persona peligrosa, que sería apropiado encerrarme con llave, para no permitirme ningún trato con ninguno; ya que continuamente sostuve asambleas,” lo qué era completamente falso. Para apoyar esta calumnia mi letra fue falsificada, y se falsificó una carta como mía, significando, que tenía “grandes planes, pero temía que resultaran abortados, por el encarcelamiento del Padre La Combe, por que razón había dejado de mantener asambleas en mi casa, porque estaba siendo vigilada estrechamente; pero que las mantendría en las casas de otras personas.” Esta carta falsificada se la mostraron al rey, y sobre esto se dio una orden para mi encarcelamiento.
Esta orden se tendría que haber ejecutado dos meses antes, pero había caído muy enferma. Tenía dolores inconcebibles y fiebre. Algunos pensaron que tenía una inflamación en mi cabeza. El dolor que sufrí durante cinco semanas me hizo delirar. Tenía también un dolor en el pecho y una violenta tos. Dos veces recibí el santo sacramento, cuando se pensaban que yo estaba expirando. Una de mis amigas había informado al Padre La Mothe, (no conociendo que fue su mano, la que encarceló al Padre La Combe) que me había enviado un certificado de la inquisición en favor del Padre La Combe, habiendo oído que su poseedor lo había perdido. Esto contestó muy bien a propósito; porque habían hecho creer al rey que él había huido de la inquisición; pero esto le mostró lo contrario.
Entonces el Padre La Mothe vino a mí, cuando estaba con un dolor excesivo, simulando todo el afecto y ternura que pudo, y diciéndome “que el asunto del Padre La Combe estaba yendo muy bien, que estaba listo para salir de prisión con honor, que estaba muy alegre por ello. Si él tuviera sólo este certificado, sería liberado pronto. Démelo entonces,” dijo él, “y será soltado inmediatamente.” Al principio yo hice una objeción para hacerlo. “¡Cómo! dijo él, quiere usted ser la causa que arruine al pobre Padre La Combe, teniendo en su poder el salvarlo, y causándonos esta aflicción, por que desea usted tenerla en sus manos.” Cedí, pidiendo que fuera traído y se lo entregué. Pero él lo hizo desaparecer, y extendió que estaba perdido. Nunca conseguimos que lo devolviera. El Embajador de la Corte de Turín me envió un mensajero por este certificado, destinado para servir al Padre La Combe. Lo remití al Padre La Mothe. El mensajero fue a él y se lo pidió. Negó que yo se lo hubiera dado, diciendo, “Su cerebro se desordena lo qué le hace imaginarlo.” El hombre regresó a mí y me dijo su respuesta. Las personas en mi cámara fueron testigos de que se lo había dado. A pesar de todo no significó nada; no podía recuperarlo de sus manos; sino al contrario, me insultó, y también hizo que lo hicieran otros, aunque yo estaba tan débil que parecía estar a las mismas puertas de la muerte.
Me dijeron que sólo esperaban por mi recuperación para arrojarme en prisión. Él hizo creer a sus hermanos que yo había tratado de enfermar. Me escribieron, que era por mis crímenes que yo sufrí; y que debo ponerme bajo el mando del Padre La Mothe, por otra parte debo arrepentirme; que estaba loca y debía ser atada; y que era un monstruo de orgullo, puesto que yo no sufriría el ser dirigida por el Padre La Mothe. Cosas así eran mi fiesta diaria en mi dolor extremo; abandonada por mis amigos, y oprimida por mis enemigos; aquellos se avergonzaban de mí, por las calumnias que fraguaron y diligentemente propagaban; esto último les permitió perseguirme; bajo todo guardé silencio, abandonándome al Señor.
No había ningún género de infamia, error, hechicería, o sacrilegio de los que no me acusaran. En cuanto pudieron me llevaron a la iglesia en una silla, se me dijo que tenía la prebenda de hablar. (Era una trampa concertada entre el Padre La Mothe y el Canónigo del convento donde me hospedaba). Le hablé con mucha sencillez, y aprobó lo que dije. Todavía, dos días después de que propagaran que yo había proferido muchas cosas, y acusado a muchas personas; y por esto ellos procuraban el destierro de varias personas con quienes estaban disgustados, personas quienes yo nunca había visto, o de quienes nunca oí. Eran hombres de honor. Se desterró a uno de ellos, porque dijo que mi pequeño libro es bueno. Es notable que ellos no dicen nada a aquellos que prefijaron sus aprobaciones, y que, lejos de condenar el libro, se reimprimió desde que yo he estado en prisión, y los anuncios de él han sido hechos en el palacio del Arzobispo, y por París. Con respecto a otros, cuando ellos encuentran faltas en sus libros, condenan los libros y dejan a la persona en libertad; pero en cuanto a mí, mi libro es aceptado, vendido y difundido, mientras yo soy mantenida prisionera.
El mismo día que esos señores fueron desterrados, yo recibí una carta sellada, una orden lacrada para trasladarme al Convento de la Visitación de Santa María, en un suburbio de San, Antoine. Lo recibí con una tranquilidad que sorprendió al portador sumamente. No podía abstenerse de expresarlo, habiendo visto el dolor extremo de aquellos que sólo fueron desterrados. Él estaba tan emocionado con esto como para derramar lágrimas. Y aunque su orden era llevarme inmediatamente, no tuvo miedo de confiar en mí, sino que me dejó todo el día, solicitando el trasladarme a Santa, María por la tarde. En ese día muchos de mis amigos vinieron a verme, y me encontraron muy animada, lo que sorprendió a todos los que conocían mi caso. No podía estar de pie, estaba muy débil, teniendo fiebre todas las noches, y hacía solo una quincena desde que se pensaban que yo estaba expirando. Imaginé que ellos me dejarían a mi hija y a la criada para servirme.
CAPITULO 20
El 29 de enero de 1688, yo fui a Santa María. Allí me hicieron saber que no podía tener a mi hija ni una criada para servirme, sino que debía ser encerrada con llave sola en una cámara. De hecho conmovió mi corazón cuando me quitaron a mi hija. Ellos no le permitirían estar en esa casa, ni que alguien me trajera alguna noticia de ella. Me obligaron entonces a que sacrificara a mi hija, como si ella no fuera mía nunca más. Las personas de la casa estaban predispuestas con tan espantosos informes de mí, que me miraban con horror. Para mi carcelero ellos designaron especialmente a una monja que, ellos pensaron, me trataría con gran rigor, y no se equivocaron en eso.
Me preguntaron quién era ahora mi confesor. Yo lo nombré; pero le embargó tal miedo que lo negó; aunque yo podía presentar a muchas personas que me habían visto en su confesionario. Entonces dijeron que me habían cogido en una mentira; yo no era de fiar. Mis amistades dijeron entonces que ellas no me conocían, y otros estaban en libertad para inventar historias, y decir toda clase de mal sobre mí. La mujer, nombrada como mi guardián, fue ganada por mis enemigos, para atormentarme como un hereje, una fanática, una chiflada y una hipócrita. Solo Dios sabe lo que ella me hizo sufrir. Cuando ella buscó sorprenderme en mis palabras, los miré, para ser más exacto por ellos; pero me fue peor por esto. Hice empeorar más las cosas y les di más ventajas sobre mí, junto a los problemas de mi propia mente por esto. Me abandoné a mí misma a como estaba, y resolví que, aunque esta mujer me llevaría al patíbulo, por los informes falsos que estaba llevando continuamente a la priora, que yo me resignaría simplemente a mi porción; así que yo re-entré en mi condición anterior.
Monsieur Charon el Oficial, y un Doctor de la Sorbona, vinieron cuatro veces para examinarme. Nuestro Señor me hizo el favor que Él prometió a Sus apóstoles, para hacerme contestar mucho mejor que si yo hubiera estudiado. Lucas 21:14,15*. Me dijeron, si yo me hubiera explicado, como lo hice ahora, en el libro titulado, Método Corto y Fácil de Oración, yo no estaría ahora aquí. Mi último examen trataba sobre una carta falsa, que leyeron y me permitieron verla. Les dije que la letra no era en ninguna manera parecida a la mía.
Dijeron que era sólo una copia; que tenían el original en casa. Yo deseé verlo, pero no podía obtenerlo. Les dije que nunca lo escribí, ni conocía a la persona a quien estaba dirigida; pero apenas tomaron alguna reseña de lo que dije.
Después de que esta carta fue leída, el oficial se volvió a mí y dijo, “ve, señora, que después de semejante carta había suficiente base para encarcelarla.” “Sí, señor,” dije yo, “si la hubiera escrito.” Les mostré sus falsedades e inconsistencias, pero todo en vano. Pasaron dos meses, y tratada peor y peor, antes de que alguno de ellos viniera de nuevo a verme. Hasta entonces siempre tuve alguna esperanza de que, viendo mi inocencia, me harían justicia; pero ahora vi que no querían hallarme inocente, sino hacerme parecer culpable.
El oficial llegó solo la siguiente vez, y me dijo, “no debe hablar más de la carta falsa; que no era nada.” “¡Cómo nada!,” dije yo, “¡falsificar la escritura de una persona, y hacerle aparecer como un enemigo al Estado!” Él contestó, “Nosotros buscaremos al autor de ello.” “El autor,” dije yo, “no es otro que el Escribano Gautier.” Entonces demandó donde estaban los papeles qué yo escribí sobre las Escrituras. Yo le dije, “se los dejaré cuando estuviera fuera de prisión; mas no estaba dispuesta a decir con quien los había alojado.”
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* Proponed en vuestros corazones no pensar antes cómo habéis de responder en vuestra defensa; porque yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan.
(Lucas 21:14,15.)
Tres o cuatro días antes de Pascua ocurrió de nuevo, con el doctor, y se preparó un proceso verbal contra mí por rebelión, no dejándoles los papeles. Entonces pusieron en sus manos copias de mis escritos; porque yo no tenía los originales. No sé dónde los han puesto aquellos que los recibieron de mí; pero estoy firme en la fe que se guardaron todos, a pesar de la tormenta. La priora le preguntó al oficial cómo iba mi asunto. Él dijo, muy bien, y que yo sería puesta en libertad pronto; esto llegó a ser el decir general; pero yo tenía un presentimiento de lo contrario.
Tenía una satisfacción inexpresable y alegría sufriendo, y siendo un prisionero. El encierro de mi cuerpo me hizo disfrutar mejor la libertad de mi mente. El día de San José fue para mí un día memorable; por entonces mi estado tenía más del Cielo que de la tierra, más allá de lo que cualquier expresión pueda alcanzar. Esto fue seguido, cuando era, con una suspensión de cada favor que entonces disfrutada, una dispensación de nuevos sufrimientos. Me obligaron a que me sacrificara nuevamente, y beber las mismas heces del amargo trago.
Nunca tuve ningún resentimiento contra mis perseguidores, aunque conocía bien, su espíritu y sus acciones. Jesús Cristo y los santos vieron a sus perseguidores, y al mismo tiempo sabían que no podían tener poder excepto si no les fuera dado de lo alto. Juan 19:11*.
Amando los golpes que Dios da, uno no puede odiar la mano que Él utiliza para golpear.
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* Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene. (Juan 19:11.)
Unos días después, vino el oficial, para decirme que me daba la libertad de la clausura, eso es, salir y entrar del convento. Ahora estaban muy afanados en instar a mi hija para que consintiera a un matrimonio, que de haber tenido lugar, habría sido su ruina.
Al lograr lo aquí mencionado, la habían puesto en relación con el señor con quien ellos querían que se casara. Toda mi confianza estaba en Dios, que Él no les permitiría lograrlo, cuando aquel hombre no tenía ninguna tintura de Cristiandad, habiendo abandonado sus principios y moral.
Para inducirme a dejarles a mi hija me prometieron una inmediata puesta en libertad de la prisión y de todos los cargos bajo los que estaba acusada. Pero si me negara a ello, me amenazaron con encarcelarme de por vida y con muerte en el cadalso. A pesar de todas sus promesas e intimidaciones, me negué persistentemente.
Poco después, el oficial y el doctor vinieron a decirle a la priora que tenía que encerrarme con llave. Ella les manifestó que la cámara en la que yo estaba, era pequeña, teniendo una apertura a la luz y al aire, sólo a un lado a través del cual el sol brillaba a lo largo de todo el día, y siendo el mes de julio, pronto causará mi muerte. Ellos no hicieron ningún caso. Ella preguntó por qué debía encerrarme con llave. Ellos dijeron que había cometido cosas horribles en su convento, incluso dentro del último mes, y había escandalizado a las monjas. Ella protestó en contra, y les aseguró que la comunidad entera había recibido gran edificación de mí, y no podía sino admirar mi paciencia y moderación. Pero todo era en vano. La pobre mujer no podía refrenar las lágrimas, ante una declaración tan lejos de la verdad.
Entonces enviaron por mí, y me dijo, que había hecho cosas viles en el último mes. ¿Pregunté qué cosas? No me las dirían. Dije entonces que sufriría tanto tiempo y tanto como quisiera Dios; que se empezó este asunto con falsificaciones en contra mía, y así continuaba. Que Dios era testigo de todo. El doctor me dijo, que tomar a Dios por testigo en semejante cosa era un crimen. No contesté, nada en el mundo podría impedirme recurrir a Dios. Estaba entonces encerrada más estrechamente que al principio, hasta que estuviera absolutamente a punto de morir, caí con una violenta fiebre, y casi me ahogué con el encierro del lugar, y no me permitieron ninguna asistencia.
En el tiempo de la ley antigua, había algunos de los mártires de Señor que sufrieron por afirmar y confiar en el verdadero Dios. En la iglesia primitiva de Cristo los mártires vertieron su sangre, por mantener la verdad de Jesús Cristo crucificado. Ahora hay mártires del Espíritu Santo, quienes sufren por su dependencia en Él, por mantener Su reino en las almas, y por ser víctimas de la voluntad Divina.
Es este Espíritu que será derramado sobre toda carne, como dice el profeta Joel. Los mártires de Jesús Cristo han sido mártires gloriosos, habiendo bebido Él la confusión de ese martirio; pero los mártires del Espíritu Santo son mártires de reproche e ignominia. El Diablo nunca más puede ejercer su poder contra su fe o creencia, pero ataca directamente el dominio del Espíritu Santo, oponiéndose a Su movimiento celestial en las almas, y descargando su odio en los cuerpos de aquellos cuyas mentes no puede herir. Oh, Santo Espíritu, un Espíritu de amor, permíteme estar siempre sometida a Tú voluntad, y, como una hoja se mueve antes del viento, así permíteme que sea movida por Tu Divino soplo. Como el viento impetuoso rompe todo lo que se le resiste, así rompe a todos los que se oponen a Tu imperio.
Aunque me han obligado a que describa el procedimiento de aquellos que me persiguen, no lo he hecho con resentimiento, ya que los amo en mi corazón, y he orado por ellos, dejando a Dios el cuidado de defenderme, y abandonándome a sus manos, sin hacer ningún movimiento de mi misma para ello. He aprehendido y creído que Dios me haría escribir todo sinceramente, que Su nombre pueda glorificarse; que las cosas hechas en secreto contra Sus sirvientes un día serán publicadas desde los tejados; por más que ellos se esfuercen por ocultarlas de los ojos de los hombres, es más la voluntad de Dios a Su propio tiempo hará todo manifiesto.
El 22 de agosto de 1688, se pensó que yo estaba para salir de prisión, y todo parecía tender a ello. Pero el Señor me dio un sentido de que lejos de estar deseosos por liberarme, ellos estaban tendiendo solamente nuevas trampas para dañarme más eficazmente, y hacer al Padre La Mothe conocido por el rey, y estimado por él. En el día mencionado que era mi cumpleaños, tenía cuarenta años, me desperté bajo una impresión de Jesús Cristo en agonía, viendo el consejo de los judíos contra Él. Supe que nadie sino Dios podría sacarme de prisión, y estaba satisfecha porque Él lo haría un día por Su justa mano, aunque ignorante de la manera, y dejándoselo totalmente a Él.
En el orden de la Providencia Divina mi caso se puso ante la Señora de Maintenon, quien llegó a estar profundamente interesada en los relatos que le dieron de mis sufrimientos, y a la larga procuró mí liberación. Unos días después tuve mi primera entrevista con el Abad Fenelon.
Saliendo de Santa María me retiré en la comunidad de Mad. Miramion, donde guardé cama por una fiebre tres meses, y tenía una pústula en mi ojo. Todavía en este tiempo me acusaban de salir continuamente fuera, manteniendo asambleas sospechosas, junto con otras falsedades infundadas. En esta casa se casó mi hija con Mons. L. Nicolás Fouquet, Conde de Vaux. Me trasladé a la casa de mi hija, a causa de su gran juventud, viví con ella dos años y medio. Incluso allí mis enemigos siempre estaban fraguando una cosa tras otra contra mí. Entonces quise retirarme muy en secreto, al convento de los Benedictinos en Montargis, (mi lugar de nacimiento) pero fue descubierto, y ambos amigos y enemigos juntamente lo previnieron.
La familia en la que mi hija se casó eran unos de los numerosos amigos del Abad Fenelon, tuve la oportunidad de verlo a menudo en nuestra casa. Tuvimos algunas conversaciones sobre el tema de la vida espiritual, en las que hizo varias objeciones a mis experiencias. Le contesté con mi sencillez usual, cuando me encontré, que lo convencí. Como el asunto de Molinos en ese momento hizo un gran ruido, se recelaba de las cosas poco claras, y los términos usados por escritores místicos se refutaban. Pero le expuse todo tan claramente, y resolví plenamente todas sus objeciones, que nadie más entendió plenamente mis sentimientos que él; lo qué desde entonces ha sido el fundamento de la persecución que ha sufrido. Sus respuestas al Obispo de Meaux muestran esto evidentemente a todos los que las han leído.
Entonces tomé una pequeña casa privada, para seguir la disposición que tenía para la jubilación; donde a veces tenía el placer de ver a mi familia y a unos pocos amigos. Ciertas señoras jóvenes de San Cyr. Habían informado a Mad. Maintenon, que encontraron en mi conversación algo que las atrajo a Dios, ella me alentó a que continuara instruyéndolas. Por el gran cambio en algunas de ellas con quienes antes no estaba muy contenta, ella halló que no tenía ninguna razón para arrepentirse de esto. Ella me trató entonces con mucho respeto; y durante tres años después, mientras esto duró, recibí de ella toda señal de estima y confianza. Pero esa misma cosa después me trajo la más severa persecución. La entrada libre que tenía en la casa, y la confianza que algunas señoras jóvenes de la Corte, distinguidas por su rango y piedad, depositaban en mí, les inquietó a las personas que me habían perseguido. Los directores se ofendieron por ello, y con el pretexto de los problemas que tuve unos años antes, comprometieron al Obispo de Chartres, Superior de San Cyr, para presentar a Mad. Maintenon que, por mi conducta particular, perturbé el orden de la casa; así que se unieron las mujeres jóvenes a mí, y a lo que les dije, que ya no escuchaban a sus superiores. Así que no fui nunca más a San Cyr. Contesté a las damas jóvenes que me escribieron, sólo por cartas no cerradas para que pasaran a través de las manos de Mad. Maintenon.
Poco después caí enferma. Los médicos, después de intentar en vano el método usual de cura, pidieron que me arreglara con las aguas de Borbónico. Mi sirviente había sido inducido para darme algún veneno. Después de tomarlo, sufrí tan intensos dolores que, sin pronto socorro, debería haber muerto en unas horas. El hombre huyó inmediatamente, y nunca lo he visto desde entonces. Cuando estaba tomando Borbónico, las aguas que vomité quemaban como el alcohol de vino. No tenía ninguna idea de estar siendo envenenada, hasta los médicos del Borbónico me aseguraron esto. Las aguas tenían sino un efecto pequeño. Lo padecí durante siete años.
Dios me guardó en tal disposición de sacrificio, que estaba completamente resignada para sufrir todo, y recibir de Su mano todo lo que pudiera acontecerme, ya que para mí presentar alguna clase de vindicación por mí misma, sería como golpear al aire. Cuando el Señor consiente en hacer que cualquiera sufra, Él incluso permite que las personas más virtuosas sean fácilmente cegadas para con ellos; y confesaría que la persecución de los malos es más que pequeña, cuando la comparamos con la de los sirvientes de la iglesia, engañados y animados con un celo que piensan derecho. Estos eran ahora muchos, por los artificios de que hicieron uso, que aprovecharon grandemente respecto a mí. Fui representada a ellos en una luz odiosa, como una criatura extraña. Desde entonces, por eso, debo, O mi Señor, estar en conformidad a Ti, para agradarte; pongo más valor en mi humillación, y sobre verme condenada de todos, que si me viera en la cúspide del honor en el mundo. ¡Qué a menudo he dicho, incluso en el amargor de mi corazón, que debo tener más miedo de un reproche de mi conciencia, que del grito y condenación de todos los hombres!
CAPITULO 21
En este tiempo conocí por primera vez al Obispo de Meaux. Fui presentada por un amigo íntimo, el Duque de Chevreuse. Le di la historia anterior de mi vida, y confesó, que había encontrado en esta tal unción que raramente encontraba en otros libros, y que se había pasado tres días leyéndolo, con una impresión de la presencia de Dios en su mente todo ese tiempo.
Le propuse al obispo que examinara todos mis escritos, lo que le llevó cuatro o cinco meses, y entonces aumentaron sus objeciones; a las que di respuesta. De su desconocimiento con los caminos interiores, no podía aclararle todas las dificultades que halló en ellos.
Él confesó que investigando en las historias eclesiásticas de edades pasadas, podemos ver que Dios a veces ha hecho uso de hombres comunes, y de mujeres para instruir, y edificar moralmente, para ayudar a las almas en su progreso a la perfección.
Pienso que una de las razones de Dios para actuar así, es que la gloria no se le puede atribuir a nadie, sino a Él solo. Para este propósito, Él ha escogido las cosas débiles de este mundo, para confundir a los que son poderosos. 1Cor. 1:27*.
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* “Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte.”
(1ª Corintios 1:27.)
Celoso de las atribuciones que los hombres pagan a otros hombres, que solamente son debidas a Él, Él ha hecho una paradoja de tales personas, que Él solo pueda tener la gloria de Sus propias obras. Oro a Dios, con todo mi corazón, para que me aplaste del todo pronto, con la destrucción más terrible, que sufrir el tomar el menor honor para mí, de algo que Él se agradó hacer por mí para el bien de otros. Yo soy sólo una pobre nada. Dios es todopoderoso. Él se deleita en obrar, y ejercer Su poder por la mera nada.
La primera vez que escribí una historia sobre mí misma, fue muy corta. En ella había particularizado mis faltas y pecados, y dije poco de los favores de Dios. Me pidieron que la quemara, para escribir otra, y en esta no omitir nada y de este modo remarcar lo que me había sucedido. Lo hice. Es un crimen el publicar secretos del Rey; pero es una cosa buena declarar los favores del Señor nuestro Dios, y magnificar Sus misericordias.
Como el grito contra mí se hizo más violento, y la Señora Maintenon fue movida para declarar contra mí, yo le envié recado a través del Duque de Beauvilliers, rogándole la cita con las personas apropiadas para examinar mi vida y doctrinas, ofreciendo retirarme en cualquier prisión hasta que fuera completamente exculpada. Se rechazó mi propuesta. En el entretanto, uno de mis amigos más íntimos y partidarios, Mons. Fouquet, fue llamado por la muerte. Yo sentí su pérdida muy profundamente, pero me regocijé en su felicidad. Él era un verdadero sirviente de Dios.
Decidí retirarme fuera de manera que no ofendiera a nadie, les escribí a algunos de mis amigos, y los di un último adiós; no sabiendo si saldría airosa de la indisposición que entonces tenía, que había sido una fiebre constante durante los últimos cuarenta días, o me recuperaría de esta.
Referente a la Condesa de G. y la Duquesa de M., escribí, “Cuando estas damas y otras estaban en las vanidades del mundo, cuando se iban de juerga, y algunas de ellas estaban en el camino de arruinar a sus familias por el juego, y la profusión de gastos en vestidos, nadie se levantó para decir algo contra esto; ellos lo sufrieron calladamente. Pero cuando han roto y se han apartado de todo esto, entonces ellos claman contra mí, como si yo las hubiera estropeado. Si las hubiera llevado de la piedad al lujo, no harían tal grito. La Duquesa de M. entregándose a Dios, consideró el obligarse ella misma a dejar la corte, que era para ella como una peligrosa piedra, para dedicar su tiempo a la educación de sus niños y al cuidado de su familia que, hasta entonces, había abandonado. Suplico a ustedes, por tanto, que recojan todos los informes que puedan contra mí; si soy hallada culpable de las cosas que ellos me acusan, he de ser castigada más que cualquier otro, desde que Dios me ha llevado a conocerlo y amarlo, y estoy bien segura que no hay ninguna comunión entre Cristo y Belial.”
Les envié mis dos pequeños libros impresos, con mis comentarios sobre las Santas Escrituras. También, por encargo suyo, escribí una obra para facilitar su examen, y ahorrarles tanto tiempo y esfuerzo como pude, que fue el recopilar un gran número de pasajes de escritores aceptados, que mostraron la conformidad de mis escritos con aquellos usados por los escritores santos. Hice que fueran transcritos a mano, cuando lo hube escrito para enviárselos a los tres comisionados. También, como se presentó la ocasión, aclaré los lugares dudosos y oscuros. Lo había escrito en un tiempo cuando los asuntos de Molinos no habían estallado, usé poca precaución expresando mis pensamientos, no imaginando que alguna vez se tomarían en un sentido malo. Este trabajo fue titulado, ‘LAS JUSTIFICACIONES’. Lo redacte en cincuenta días, y pareció muy suficiente para aclarar la materia. Pero el Obispo de Meaux nunca toleró que fuera leído.
¿Después de todo los exámenes, y no encontrando nada contra mí, quién no habría pensado que me dejarían descansar en paz? Por otra parte, mi inocencia aparecía completamente, lo que más hicieron, quiénes habían emprendido el convertirme en criminal, fue poner todos los resortes en movimiento para conseguirlo. Ofrecí al Obispo de Meaux ir a pasar algún tiempo en cualquier comunidad dentro de su diócesis, donde podría enterarse mejor conmigo. Me propuso la de Santa María de Meaux, que acepté; pero entrando en la profundidad del invierno estuve a punto de perecer en la nieve, el coche entró en la nieve, deteniéndose cuatro horas, casi enterrándose en ella, en una profunda hondonada. Abrí la puerta con ayuda de una sirvienta. Nos sentamos en la nieve, resignada a la misericordia de Dios, esperando nada más que la muerte. Nunca tuve más tranquilidad de mente, aunque helada y empapada por la nieve, que se derretía sobre nosotros. Ocasiones como estas muestran si nos resignamos completamente a Dios o no. Esta pobre muchacha y yo estábamos con nuestras mentes en calma, en un estado de completa resignación, aunque seguras de morir si pasábamos la noche allí, y no viendo ninguna probabilidad de que alguien viniera a socorrernos. Al fondo surgieron unos carromatos, que con dificultad nos arrastraron a través de la nieve.
El obispo, cuando oyó hablar de esto, se asombró, y no tuvo poca complacencia de pensar que había arriesgado así mi vida para obedecerlo puntualmente. Todavía después lo denunció como artificio e hipocresía.
Hubo tiempos de hecho cuando encontré mi naturaleza sobrecargada; pero el amor de Dios y Su gracia dio dulzura a la peor de mis amarguras. Su mano invisible me apoyó; sino me habría hundido bajo tantas pruebas. A veces me dije, “todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí.” (Salmo 42:7). “Entesó su arco, y me puso como blanco para la saeta. Hizo entrar en mis entrañas las saetas de su aljaba.” (Lam. 3:12,13). Me pareció como si todo el mundo pensara que estaba en el derecho de tratarme mal, y haciéndolo prestar servicio a Dios. Entonces comprendí que era la misma manera en la que Jesús Cristo sufrió. Él fue contado con los inicuos, (Marcos 15:28.) Él fue condenado por el pontífice soberano, sacerdotes principales, doctores de la ley, y jueces delegados por los romanos, quienes se valoraron ellos mismos para hacer justicia. ¡Felices los que sufriendo por la voluntad de Dios bajo todas las circunstancias que guste, tienen una relación cercana a los sufrimientos de Jesús Cristo!
Seis semanas después de mi llegada a Meaux, estaba con una fiebre incesante, no habiéndome recuperado de mi indisposición, cuando fui aguardada por el obispo, quien me forzaba a firmar, que yo no creía la Palabra encarnado, (o Cristo manifestado en carne). Le contesté, que “por la gracia de Dios, sé sufrir, incluso la muerte, pero no cómo para firmar tal falsedad.” Algunas de las monjas que oyeron por casualidad esta conversación, y percibiendo los sentimientos del obispo, se unieron con la Priora, dando testimonio, no sólo de mi buena conducta, sino de su creencia en la solidez de mi fe.
El obispo algunos días después, me trajo una confesión de fe, y una demanda para someter mis libros a la iglesia, que yo podía firmar, prometiendo darme un certificado que había preparado. En mi sumisa entrega lo firmé, él, a pesar de su promesa, se negó a darme el certificado. Algún tiempo después, él se esforzaba para hacerme firmar su carta pastoral, y reconocer que yo había caído en los errores, que puso allí acusándome, y hizo muchas demandas de mí de naturaleza absurda e irrazonable, amenazándome con esas persecuciones que después soporté, en caso de incumplimiento. Sin embargo, continué resuelta negándome a poner mi nombre a falsedades. A la larga, después de que había permanecido aproximadamente seis meses en Meaux, él me dio el certificado. Resultando que Mad. Maintenon desaprobó el certificado que él había concedido, entonces quiso darme otro en lugar de este. Mi negativa para entregar el primer certificado lo enfureció, y cuando entendí que ellos pensaban continuar la situación con suma violencia, “pensé que aunque me resignara a cualquier cosa podrían atacar, por lo que debía tomar medidas prudentes para evitar la amenazante tormenta.” Se me ofrecieron muchos lugares de refugio; pero no era libre en mi mente el aceptarlo de cualquiera, ni para avergonzar a nadie, ni involucrar en problemas a mis amigos y a mi familia, a quienes podrían atribuir mi huida. Tomé la resolución de continuar en París, de vivir allí en algún lugar privado con mis sirvientas que eran leales y convencidas, y esconderme de la vista del mundo. Continué así durante cinco o seis meses. Pasaba el día solo leyendo, orando a Dios, y trabajando. Pero el 27 de diciembre de 1695, fui arrestada, aunque sumamente indispuesta en ese momento, y conducida a Vincennes. Estuve tres días bajo la custodia de Mons. des Grez, que me había arrestado; porque el rey no consentiría que fuera puesta en prisión; diciendo varias veces sobre esto, que un convento era suficiente. Lo engañaron aun con calumnias más fuertes. Me pintaron ante sus ojos, con colores tan negros, que le hicieron vacilar en su bondad y equidad. Entonces consintió en que fuera llevada a Vincennes.
No hablaré de esa persecución tan larga que ha hecho tanto ruido, por una serie de diez años, los encarcelamientos, en toda clase de prisiones, y de un destierro casi tan largo, que todavía no acabó, a través de cruces, calumnias, y todas las clases de sufrimientos imaginables. Hay hechos demasiado odiosos por parte de diversas personas, que la caridad me induce cubrir.
He soportado mucho tiempo el penoso languidecer en prisión, y enfermedades opresivas y dolorosas sin alivio. Yo también he estado interiormente bajo grandes desolaciones por varios meses, en tal grado que solo podía decir estas palabras, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?” Todas las criaturas parecían estar contra mí. Entonces me puse a mi misma en el lado de Dios, contra mí misma.
Quizás algunos se sorprenderán a mi rechazo a dar los detalles de las más grandes y más fuertes cruces de mi vida, después de que he relatado aquéllas que eran menores. Pensé apropiado decir algo de las cruces de mi juventud, mostrar la crucifixión que Dios mantuvo sobre mí. Pensé que estaba obligada a relatarles ciertos hechos, para manifestar su falsedad, y la conducta de aquellos por quienes ocurrieron, y los autores de esas persecuciones de las que yo he sido sólo el objeto accidental, cuando sólo fui perseguida para involucrar a personas de gran mérito; quienes, estando fuera de su alcance, ellos, por consiguiente, no podían atacarlos personalmente, sino confundiendo sus asuntos con los míos. Pienso que le debía esto a la religión, a la piedad, a mis amigos, a mi familia, y a mí misma.
Mientras estaba prisionera en Vincennes, y Monsieur De La Reine me examinó, yo pasé mi tiempo en gran paz, contenta de pasar el resto de mi vida allí, si tal era la voluntad de Dios. Yo canté canciones de alegría que la sirvienta que me atendía aprendió de memoria, tan rápido como yo las hice. ¡Nosotras cantamos juntas el te alabo, O mi Dios! Las piedras de mi prisión parecían a mis ojos semejantes a rubíes; las estimaba más que toda la brillantez ostentosa de un mundo vano. Mi corazón estaba lleno de esa alegría que Usted otorga a aquellos que Te aman, en medio de sus más grandes cruces.
¡Cuándo las cosa llegaron a situaciones limite, estando entonces en la Bastilla, dije, “O, mi Dios, si Te agradó exhibirme para servir de un nuevo espectáculo a los hombres y a los ángeles, Tú santa voluntad se hará!”
DICIEMBRE, 1709.
Aquí dejó su narrativa, aunque vivió una vida jubilada sobre siete años después de esta fecha. Lo que ella ha escrito sólo lo hizo en obediencia a las órdenes de su director. Murió el 9 de junio de 1717, en Blois, en su septuagésimo año.