Cómo ir más allá de la impotencia ante el sufrimiento
Por: Carlos Padilla Esteban
Hoy en el Evangelio Jesús muestra su compasión por aquellos que tienen hambre. No sé si el desconcierto es más de la gente que come o de los apóstoles a los que pidió que buscasen algo de comer.
Jesús siempre rompe esquemas. A Jesús le da igual el orden de prioridades. ¿Qué vería Él al levantar la mirada? La mirada lo cambia todo. Cuando levanto la mirada soy capaz de conmoverme por lo que le sucede delante de mí.
Pero, ¡cuántas veces no la levanto! Sigo de largo. Me miro a mí mismo. Miro mi móvil. Mis preocupaciones, mis temas. Jesús miró a los hombres y se conmovió. Vio el hambre y la sed, la soledad y el miedo. Es compasivo. Se acerca. Él necesita que yo también sea compasivo.
Jesús busca que sus discípulos den de comer a tantos. Quiere que ellos desarrollen esa mirada de misericordia. Quiere que sean compasivos. Pero ellos no tienen nada, sólo unos panes y unos peces.
Muchas veces he pensado en esta escena. Jesús buscando a los discípulos para que den de comer a tantos hombres. Son demasiados. Es demasiado poco el pan. Ellos son pobres. No tienen tanto. Me conmueve.
Pienso en todos ellos intentando pensar una solución. ¿Por qué no los despedía para que fueran tranquilamente a sus casas y pasaran la noche? Parece exagerado intentar dar de comer a tantos hombres. ¿Con qué fin?
Alguno pensaría que el corazón del hombre no es agradecido. Al día siguiente se habrían olvidado. Era innecesario. ¿Para qué tanto esfuerzo?
De repente aparece un niño con unos panes y unos peces, y los ofrece. Como si con eso estuviera resuelto el problema. Me gusta la ingenuidad del niño que trae su tesoro pensando que con eso será suficiente. Él no lo sabe en el fondo, pero sí basta. Los discípulos lo verían absurdo.
Este Evangelio siempre me conmueve: “Felipe le contestó: – Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco. Entonces intervino otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, diciendo: – Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente?”. Jn 6, 5-11.
El niño ve más que los discípulos. Jesús ve más que ellos. En la vida me pasa a veces. No veo más allá de mi problema, de mi miedo, del hambre y la sed. No creo.
Tal vez a mí, como a los discípulos, me falta esa mirada pura e ingenua de los niños. Me quedo tantas veces en lo práctico. Me desborda la dimensión del problema, el número de personas aquella tarde.
Veo el hambre y la sed del mundo y me encuentro desbordado. Me conmueve tanto dolor, tanta hambre. No puedo calmar la sed ni el hambre, sólo tengo unos panes y unos peces. Mi poco tiempo, mi vida breve. ¿Qué puedo hacer yo?
Pienso que, tal vez, no hago lo suficiente. Pero luego llego a concluir que nunca será suficiente. Ni con todo el pan del mundo, ni con todo el tiempo del mundo. No bastaría. En ocasiones eso me quita la paz.
Me conmovía este año una mujer que lloraba en confesión al ver tanto dolor en el mundo. Sufría, se sentía impotente. Me conmovió su alma grande y sensible. Porque cuando el alma es grande es capaz de sufrir con el que sufre y compadecerse con el que lo pasa mal.
Tal vez yo no lloro. Pero me conmueve mi impotencia. Pienso en ese niño que no tenía tampoco suficiente. Pero dio lo que tenía. Pienso en los apóstoles con sus manos vacías desbordados al ver tanta gente. Ni Andrés, ni Felipe, sabían qué hacer. Pedro callaba. Ninguno podía responder a Jesús.
Él miraba enternecido a sus hijos. Seguro que en su corazón se conmovía ante la ingenuidad de los apóstoles, ante su inocencia, ante su torpeza. Él era Dios y sí podía multiplicar esos panes y esos peces.