Consagración y servicio
Este libro pretende ayudar a los hermanos para que encuentren su espacio para servir al Señor en la iglesia, y, desde la iglesia, a una humanidad doliente, que necesita y clama por ser aliviada de sus llagas.
1ª Edición. Temuco (Chile), Enero de 1999. ISBN: 956-288-139-3.
Las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera, 1960.
PRESENTACIÓN
El presente libro tiene como propósito atender una necesidad de la obra de Dios entre las iglesias que están por la restauración del modelo de Dios. Esta necesidad puntual se refiere al espacio que ha de tener cada hermano y hermana para servir al Señor Jesucristo, el cual es la Cabeza “del cuerpo que es la iglesia”.
El modelo del cristianismo, tradicionalmente, ha sido tener un “ministro” al frente que lo haga todo. Sabemos cuán nefasto ha sido en el transcurso de los siglos de la historia de la iglesia el que sólo una casta sacerdotal pretenda servir a Dios. “Las obras de los nicolaítas” en Efeso se transformaron en “la doctrina de los nicolaítas” en Pérgamo. Estos fueron los comienzos de un servicio anormal. El uso del vocablo laicos viene, precisamente, de una parte de esta palabra (“nico-laos”), que significa “pueblo”. Este término ha sido usado por las corrientes del cristianismo en forma despectiva, para referirse a aquellos cristianos que no tienen un servicio visible y que, por lo tanto, no son parte de la cúpula ministerial. Es más, hay quienes, en su doctrina, expresan que los laicos no son parte de la iglesia. ¡Qué horror! ¡Cuántos miembros del cuerpo de Cristo han sido atrofiados porque se les negó un espacio o porque no se les consideró!
Las Sagradas Escrituras son muy claras en incluir a todos los creyentes como sacerdotes, santos, ministros, diáconos, reyes, mayordomos, siervos. A todos se nos designa como “participantes del llamamiento celestial” (Heb. 3:1). En todos estos términos están incluidos todos los creyentes. Por lo tanto, todo hijo de Dios debe servir a su Señor y Dios de acuerdo a lo que Él dice que somos. Es más, se le pedirá cuenta de los dones y/o talentos con que fue capacitado para servir, siendo amonestados con ayes los que descuidan su labor. El día del Tribunal de Cristo habrá mucho lloro y crujir de dientes cuando el Señor Jesucristo como Juez pida cuentas a los mayordomos (Mat. 25:14-30). Y esto será así, porque muchos habrán pensado que era muy poco lo que tenían para servir. ¡Dios levante a los de espíritu apocado y vean que Dios nos ha considerado a todos!
Creemos que esta Palabra impresa, la cual ha sido predicada entre nosotros oralmente por el autor, ha de ayudar en gran parte a los hermanos para que encuentren su espacio para servir a su Señor en la iglesia y desde la iglesia, a una humanidad doliente, que necesita y clama por ser aliviada de sus llagas. Usted y todos tenemos la oportunidad de ser útiles (“Onésimos”): no le permita al enemigo subestimaciones. Crea lo que Dios dice acerca de Ud. Se sorprenderá de lo bien que trata Dios a los suyos, porque los ve en Cristo y en Él los ve perfectos.
El cristianismo ha caído históricamente, ya en la pasividad, ya en el activismo. Ambas cosas son anormalidades que han tenido muchos representantes y que han causado enorme daño en el pueblo de Dios. Las enseñanzas que hay en estas páginas pueden ayudar a no caer en ninguna de las dos, sino a entrar y continuar en la senda correcta, como son las obras de fe y los trabajos de amor. Quienes hacen este tipo de obras son creyentes que han aprendido a servir al Señor en el Espíritu y se caracterizan por no tener confianza en sí mismos.
Tal vez el problema de muchos creyentes que no se atreven a servir es que temen hacerlo en la carne, o por temor a tomar una iniciativa individualista; si bien es cierto que ambos temores son atendibles, el creyente ha de preguntarle al Señor “¿Qué quieres que haga?”. Sin duda que la respuesta no se tardará, y los consejos de este libro –esperamos en oración– sirvan para despejar estos temores.
Hno. Roberto Sáez F.
Santiago de Chile, diciembre de 1998.
Uno
LOS PEQUEÑOS
Galilea de los gentiles
En los tiempos del Señor Jesús había dos grandes provincias judías, en las cuales él desarrolló su ministerio: Judea y Galilea.
Judea, ubicada al sur de Palestina, era la más importante, porque allí estaba Jerusalén y en Jerusalén estaba el templo. Toda la actividad política y religiosa de los judíos se centraba en Jerusalén. En cuanto al territorio, correspondía a la herencia de las tribus de Judá y Benjamín. Nosotros sabemos que éstas eran tribus principales entre los judíos, especialmente Judá, de la que era David, y de la cual vino el Señor en cuanto a la carne.
Galilea, en cambio, ubicada al norte, estaba asentada en el extremo de Palestina, en los territorios de dos tribus menores de Israel: Zabulón y Neftalí. De estas tribus no se dice mucho en las Escrituras. Desde tiempo antiguo, Galilea no tuvo muy buena reputación. Isaías dice de ella: “Galilea de los gentiles”, palabras que Mateo cita en 4:15. Los fariseos, hablando con Nicodemo, le decían que de Galilea nunca se había levantado profeta. Galilea era considerada tierra de tinieblas y de sombra de muerte; sin embargo, Dios visitó esa provincia apartada enviando a su propio Hijo.
Aquí tenemos, pues, dos provincias: Judea, con toda la gloria de ser la cabeza de la nación; y Galilea, en los confines del territorio, donde Israel ya se mezclaba con los gentiles. En Judea estaba la gloria; en Galilea estaban las sombras de la muerte.
Lo más notable de esto es, sin embargo, que el Señor Jesús, siendo de la tribu de Judá, y teniendo, por tanto, todos los derechos de asociarse con la provincia de Judea, se asocia con Galilea, la despreciada. Por eso es llamado Jesús nazareno, es decir, de Nazaret, ciudad galilea. (Hch. 2:22). La opinión que de ella tenían los judíos no era mejor que la que tenían de Galilea en general. “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” – solían decir (Jn. 1:46).
Así pues, el Señor Jesús era galileo, y por esta causa fue muy despreciado en Jerusalén. Pero no sólo el Señor era galileo: también lo eran sus discípulos (Hch. 1:11).
Ahora bien, nosotros podemos dividir el evangelio de Mateo en dos grandes partes, si tomamos como criterio el lugar en donde el Señor desarrolló su ministerio: los primeros 18 capítulos contienen su ministerio en Galilea, y la mayor parte de los restantes, su ministerio en Judea. En Galilea enseñó, resucitó muertos, consoló a los pobres, sanó a los quebrantados de corazón, dio vista a los ciegos. Este fue un ministerio de enseñanza, de sanidad, de buenas nuevas. Allí predicó algunos de sus principales sermones: el sermón del Monte (caps. 5 al 7), el discurso a los doce (cap. 10), el de las parábolas (cap. 13). Allí se regocija el Señor en el Espíritu y dice: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” (11:25). Allí el Señor reveló sus misterios a los niños y los usó para predicar el evangelio del reino con poder. En Judea, en cambio, su ministerio estuvo relacionado con la cruz. Aquí se presenta la mayor oposición. Están los fariseos que buscan la ocasión para destruirle. Está el Getsemaní y el Gólgota. Vemos, pues, que hay una diferencia importante entre estas dos provincias en cuanto al ministerio del Señor.
En el capítulo 19 encontramos al Señor saliendo de Galilea con destino a Judea. Luego de su penoso viaje hacia Jerusalén, de su muerte allí y de su resurrección, vuelve a Galilea, donde se manifiesta a sus discípulos (Mt. 28: 10).
Pero el último discurso del Señor a sus discípulos en Galilea, antes de trasladarse a Judea, lo tenemos en el capítulo 18 de Mateo. En este capítulo, unos de los más hermosos de la Biblia, vamos a centrar ahora nuestra atención.
Los pequeños
El capítulo 18 de Mateo tiene un solo y gran tema: los pequeños. Los pequeños son los mismos “niños” a los cuales Dios les revela a su Hijo, y que motivan el regocijo del Señor en Lucas 10:21: “En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó.”
Vemos aquí, en esta versión Reina-Valera, 1960, varias secciones, encabezadas por subtítulos. Estos subtítulos nos van a ayudar. Si miramos con atención, veremos que todas estas secciones están relacionadas con los pequeños. En la primera: “¿Quién es el mayor?” se habla de los niños; en la segunda: “Ocasiones de caer”, se habla de los tropiezos hechos a los pequeños; en la tercera: “Parábola de la oveja perdida”, de los pequeños que se pierden; en la cuarta: “Cómo se debe perdonar al hermano”, de cómo y cuánto se debe perdonar, fundamentalmente, al hermano pequeño; y en la quinta: “Los dos deudores” se habla acerca de cómo deben ser perdonadas las deudas que los hermanos más pequeños tienen con nosotros.
Así pues, podemos ver que todo este capítulo está enteramente referido a los pequeños.
Reiteramos que este es el último sermón del Señor en Galilea, la despreciada, antes de ir a Judea. El Señor pone aquí, en Galilea, todo el acento en los pequeños, para que nosotros atendamos a lo que Él nos quiere decir.
Revisemos las cinco secciones una a una.
“¿Quién es el mayor?” (versículos 1-5). Aquí se dice que el volverse como un niño es una condición para el reino (3); que el humillarse como un niño es condición para la grandeza en el reino (4); y que el recibir a los niños es recibir al Señor del reino.
De modo que si no nos volvemos como niños, si no nos humillamos como niños y si no recibimos a los niños, no tenemos parte en el reino, ni menos podremos alcanzar en el reino alguna honra, porque estaremos rechazando al Señor del reino. Es una buena lección que nosotros debemos recordar siempre. No importa el grado de conocimiento, ni las verdades espirituales que sepamos; no importa cuántos demonios hayamos echado fuera ni cuánto hayamos predicado. El imperativo es volvernos como niños, humillarnos como niños y recibir a los niños. Y aquí recibir a un niño es recibir a un pequeño en la fe, a uno que es débil.
“Ocasiones de caer” (versículos 6-10). Pocas veces el Señor es tan severo como en este pasaje. Los “¡ay!” que vemos aquí aparecen pocas veces en el Nuevo Testamento. Los encontramos referidos a las ciudades impenitentes (Corazín, Betsaida, Capernaum), a los fariseos, a Judas, a los ricos, a Babilonia, y aquí, a aquellos que hacen tropezar a los pequeños. El Señor le imprime tanta fuerza a esta enseñanza, que llega a decir que es preferible cortarse la mano, o el pie, o sacarse un ojo, y entrar con esa mutilación al reino, antes que ser echado fuera por un tropiezo provocado a los pequeños. ¡Cuidado, pues, con menospreciarlos!
“Parábola de la oveja perdida” (versículos 11-14). La parábola de la oveja perdida está referida a los pequeños. La oveja que se va por los montes dejando el rebaño, representa a los pequeños (vers.14). Hay noventa y nueve que están firmes y seguras, son estables, oyen la voz del pastor y se sujetan a él; pero una, tal vez la más débil, o la más obstinada y rebelde, en su pequeñez espiritual, se descarría. Entonces el pastor va tras ella y la trae, y se regocija más por ella que por las noventa y nueve que no se descarriaron. ¿Cuántos hermanos pequeños hay que, por diversas razones, se han apartado? Cualesquiera de esas razones es una demostración de su pequeñez. No obstante, el pastor va tras ella, la trae y se regocija por ella.
“Cómo se debe perdonar al hermano” (versículos 15-22). La expresión “por tanto”, con que comienza esta sección, sirve para conectarla con la sección anterior. En el versículo 14 se terminó hablando de los pequeños, así que aquí están ellos implícitos en el comienzo. ¿Quiénes suelen pecar muchas veces? Los pequeños. Sin embargo, aunque ellos pueden pecar setenta veces siete, aún así deben ser perdonados. Y esta cantidad no es, en realidad, cuatrocientas noventa veces, sino “siempre”. Setenta veces siete es igual a siempre. Los pequeños tienen que ser perdonados siempre, pero también tienen que ser reprendidos. ¿Cómo? Dice: “… estando tú y él solos”. Esto es así para que no sea avergonzado ante los demás. Después, si él no hace caso, hay que dar otros pasos, pero primero es “solos”. Los que más suelen incurrir en tal cantidad de faltas son los pequeños.
“Los dos deudores” (versículos 23-35). Esta sección comienza con el conectivo “Por lo cual”, que, al igual que el “por tanto” del versículo 15, asocia la sección con la anterior.
Aquí aparecen un rey, un siervo y un consiervo. El siervo está endeudado con el rey, y el consiervo con el siervo. El rey es el Señor y los siervos somos nosotros. El siervo tiene una deuda tan grande, que es literalmente impagable. Y como no puede pagarla, es perdonado; y como es perdonado de una deuda tan grande, tiene que estar dispuesto a perdonar siempre al hermano endeudado con él.
El siervo debe diez mil talentos. Una cantidad considerable. Si traducimos esa cantidad de dinero a nuestra moneda actual, podremos ver más claramente la magnitud de su deuda. Un talento equivale a seis mil dracmas. Una dracma es aproximadamente lo que ganaba en los tiempos del Señor un obrero al día. En Chile, un obrero gana aproximadamente unos $2.500 al día. Si multiplicamos esta cantidad por seis mil, tenemos quince millones de pesos. Ese es el equivalente a un talento. Si multiplicamos quince millones por diez mil, tenemos la no despreciable suma de quince mil millones de pesos. Esa es la equivalencia en pesos chilenos de hoy de los diez mil talentos. Quince mil millones de pesos* .
Para comprender mejor el monto de esta cantidad grafiquemos un poco. Con quince mil millones de pesos podríamos comprar mil quinientas casas de diez millones cada una, o tres mil vehículos de cinco millones. Ahora bien, si tuviésemos que pagar esa deuda a plazos, con cuotas de doscientos mil pesos mensuales, tardaríamos setenta y cinco mil meses en pagar, es decir, seis mil doscientos cincuenta años. Si pudiéramos pagar un poco más, unos quinientos mil pesos mensuales, deberíamos pagar dos mil quinientos años. Si pudiéramos pagar aún un poco más, un millón de pesos al mes, deberíamos estar pagando mil doscientos cincuenta años, es decir, unas diecisiete vidas. Y si alguien dijera: “Yo tengo mucho dinero, yo quiero pagar esa deuda mensualmente de por vida”, (supongamos, setenta años), debería pagar la suma de diecisiete millones ochocientos cincuenta y siete mil ciento cuarenta y dos pesos al mes.
Así, pues, de verdad el siervo no tenía con qué pagar. Por eso, el Señor ordena venderle a él y a sus hijos y todo lo que tenía para que se le pagase la deuda. Es decir, las vidas de toda su familia y sus bienes. Y por eso, como era del todo imposible, cuando el siervo se humilló, el Señor le perdonó la deuda.
Y eso es lo que el Señor nos ha perdonado a nosotros. Así tan grande era la deuda que nosotros teníamos con Él. Nuestros pecados eran tantos y tan horrendos, y nuestra separación con Dios era tan abismante, que sólo la sangre del Señor Jesús pudo tender el puente que nos llevó desde nuestra caída hasta la reconciliación con Dios. ¡Bendito es el Señor Jesucristo! ¡Preciosísima es su sangre! Porque si a cada uno el Señor le perdonó diez mil talentos, al sumar por cada uno de nosotros esa cantidad, tenemos una cantidad que no podemos concebir. No hay en todo el universo dinero ni riquezas suficientes para pagar el precio de nuestra salvación.
Pero, ¿cuánto debía el consiervo? Cien denarios. Un denario es aproximadamente lo mismo que una dracma, o sea, unos doscientos cincuenta mil pesos chilenos de hoy, apenas una vigésima parte de un vehículo de cinco millones (¿una rueda tal vez?). Y es por esa cantidad insignificante que el siervo estrangulaba a su consiervo, y aún más, lo echó en la cárcel hasta que le pagase la deuda.
Parece claro que hay una gran diferencia entre ambos casos. Así que podemos concluir que siempre la deuda que un hermano tiene con nosotros es infinitamente menor que la que nosotros teníamos con el Señor. No importa el tamaño del pecado, no importa la ofensa que nuestro hermano nos haya infligido: todo lo que podamos imaginar, por grave que sea, es menor que lo que el Señor nos perdonó, y de lo cual nos limpió con su preciosa sangre. Por tanto, si fuimos misericordiosamente perdonados, también debemos misericordiosamente perdonar.
De este precioso capítulo también podemos inferir que normalmente son los hermanos más pequeños los que se endeudan con los hermanos más grandes; así como normalmente son los hermanos más grandes los que hacen tropezar a los más pequeños. Que el Señor nos libre a unos y a otros para no obstruir su obra entre los hijos de Dios.
Pensamos que este capítulo 18 de Mateo difícilmente pudo haber sido predicado en Judea. Es un capítulo que tenía que ser predicado en Galilea. Constituye una defensa del Señor a los débiles, a los pequeños, a los menospreciados. Una defensa de los que – en palabras de Pablo – son “menos dignos” y “menos decorosos” en el cuerpo (1ª Cor. 12:23).
“Mis hermanos más pequeños”
En el capítulo 25 de Mateo, versículos 31 al 46 encontramos el pasaje referido al juicio de las naciones, en el cual aparece el Señor en el día del juicio, apartando las ovejas de los cabritos. A las ovejas dirá en aquel día: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. ¿Cuál es la razón de tal bienaventuranza? Es porque cuando ellos hicieron misericordia a “mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” — dice el Señor. Luego, en los versículos siguientes, dice a los cabritos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. ¿Cuál es la razón de tan terrible juicio? Es porque al no haber hecho misericordia “a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis”.
Aquí, cuando el Señor habla de sus hermanos más pequeños no se refiere a los que son del mundo, sino a los hijos de Dios, a los renacidos, a los que tienen su mismo Espíritu, de los cuales El es el primogénito. El Señor puede ser considerado amigo de los pecadores (Mt. 11:19), pero no es hermano de ellos.
¿Vemos aquí el valor que tienen para el Señor los pequeños? Aquí se habla, no de los que tienen un lugar destacado en la iglesia, sino de los que no se notan en ella.
Los pequeños en el cuerpo
En 1ª Corintios 12 dice que en el cuerpo que es la iglesia, nadie debe menospreciar a otro y decirle: “Yo no te necesito”. El ojo no puede decirle eso a la mano, como tampoco la cabeza a los pies. “Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente; y los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (22-25). Aquí están los débiles, los menos dignos, los menos decorosos. A estos podemos asociar con los pequeños de Mateo 18 y de Mateo 25. Aquí en Corintios hay miembros que parecen más débiles, pero son los más necesarios. Están los que parecen menos dignos, pero que, no obstante, se visten más dignamente.
Alguien podría pensar, tal vez, que sería muy hermoso tener sólo hermanos crecidos, maduros y estables en la iglesia. Sin embargo, en los tiempos de Pablo también había hermanos débiles, y había algunos que no eran tan decorosos, ni tan nobles, ni tan crecidos. De la misma manera ocurre hoy, y así será siempre en la iglesia. ¿Por qué están esos hermanos entre nosotros? Sería motivo de mucha gloria si fuésemos todos muy maduros. Tendríamos motivos para enorgullecernos ante todos quienes nos rodean. Pero la existencia de un solo hermano débil en la iglesia es motivo suficiente para que todos seamos humildes delante del Señor.
El Señor permite que esté mi hermano con todas sus debilidades y flaquezas, para que yo tenga la suficiente humildad y paciencia, como para estar con él, para asistirlo, para apoyarlo, para reír con su risa y llorar con su llanto. Para que no nos envanezcamos. ¡Ay si perdemos la ternura hacia el pequeño! ¡Ay si nos volvemos orgullosos, soberbios, altivos! Existe, pues, una poderosa razón por la que están los hermanos más pequeños entre nosotros. Hay una lección que ellos nos tienen que enseñar. ¡Qué cosa más noble es que el hermano más crecido en la iglesia pueda bajar hasta la estatura del más pequeño y sentarse a su mesa, abrazarlo, llorar juntos, lavarle los pies y aun ser lavado por él! ¡Qué espectáculo maravilloso delante del Señor y delante de sus ángeles! Esto no puede ser hecho sino por el Espíritu Santo cuando caminamos en amor. Por eso el andar en amor es el complemento perfecto del andar en la justicia.
Aquí en este pasaje de Corintios hay lo que podríamos denominar un principio de equidad, que consiste en darle más honra al que tiene menos, para que no haya desavenencia en el cuerpo. Para que ninguno se gloríe y menosprecie a su hermano más pequeño.
Andar conforme al amor
Veamos Romanos capítulo 14. Tomaremos algunos versículos de este hermoso capítulo:
“Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones. Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres. El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido … Pero tú, por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo … De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano … Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió… No destruyas la obra de Dios por causa de la comida. Todas las cosas a la verdad son limpias; pero es malo que el hombre haga tropezar a otros con lo que come. Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda o se debilite …”.
Este capítulo sigue la misma línea de Mateo 18. En Mateo 18 nosotros vemos que el mayor pone tropiezo al menor. Aquí el mayor menosprecia al menor. En Mateo 18 el menor está endeudado con el hermano mayor, acá el menor juzga al mayor. Pero, tanto el mayor como el menor comparecerán ante el tribunal de Cristo.
Hay algunos profesores que, al momento de evaluar a sus alumnos, los sientan en dos filas: a los que tienen más dificultades les hacen una prueba más fácil, y a los más avanzados, una más difícil. ¡Ay de los que están en la segunda fila! La prueba para ellos es terrible. Algo así es lo que va a pasar cuando comparezcamos ante el Señor. No todos vamos a ser medidos con la misma vara. A cada uno, de acuerdo a lo que se le haya dado. Al mayor, con una vara más alta; al menor, con una más baja. Por tanto, el mayor no menosprecie al menor, antes bien diga: “Señor, ten misericordia de mí, porque habiendo recibido de Ti tanta luz, soy, en mi actuar, tan similar a mi hermano que tiene menos.” La “prueba” que se le va a aplicar en aquel día, y para la cual tiene que prepararse, será mucho más difícil.
En Romanos 14 se habla principalmente de la comida como ocasión de tropiezo, aunque también se mencionan otras cosas, como el guardar los días. La comida es algo que puede causar tristeza, si es que el hermano es contristado por la comida que tú comes, y puede ser, además, motivo de tropiezo, de ofensa o de debilitamiento en la fe. Se habla también de la pérdida de uno por quien Cristo murió, y aun de la destrucción de la obra de Dios por causa de la comida. Esto significa que, aunque hay cosas que pueden ser legítimas para nosotros, ellas pueden también causar daño a los hermanos más pequeños.
El versículo 15 dice: “Si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor.” Si sólo le causamos tristeza, ya no andamos conforme al amor. Este es un asunto delicado. En esto hemos de ser muy cuidadosos. Si por nuestro actuar un hermano cayera en pecado, sería sin duda terrible. Si se apartara del Señor, sería también terrible. Pero acá se trata solamente de la tristeza – algo aparentemente menor – pero aun así es terrible, porque es señal de que no andamos conforme al amor.
Hay aquí también una gradación que va de menor a mayor: se habla de contristar, de sufrir una pérdida, y de destruir la obra de Dios por causa de la comida. Primero la tristeza, luego la pérdida y finalmente la destrucción de la obra de Dios por una cosa pequeña. Esto es tremendo y muy solemne. Y puede no sólo ser provocado por la comida, sino también por muchas otras cosas.
El problema de la conciencia
La conciencia del hermano mayor es más firme; en cambio, la del menor es más débil. La tendencia del menor es juzgar al mayor por lo que come, o hace. ¿Sobre qué base el menor juzga al mayor? Sobre la base de su propia conciencia, no de la del otro. De manera que el mayor es juzgado por la conciencia del menor. Ese es el parámetro. A nosotros nos gustaría ser siempre juzgados de acuerdo a nuestra propia conciencia, pues, si tenemos una conciencia firme, sabemos que todo nos es lícito, y que si lo hacemos con fe y no dudamos, no somos condenados porque lo hacemos como para el Señor. El problema está con los hermanos que tienen un crecimiento menor, cuando somos juzgados por la conciencia de ellos.
En 1ª Corintios 10:29 dice: “La conciencia, digo, no la tuya, sino la del otro.” La conciencia mía me puede aprobar, pero, ¿qué de la conciencia del otro? Un hermano legítimamente puede decir: “¿Por qué se ha de juzgar mi libertad por la conciencia de otro? Y si yo con agradecimiento participo, ¿por qué he de ser censurado por aquello de que doy gracias?” (10:29b-30). En otras palabras, él puede decir: “Yo actúo de acuerdo a mi conciencia. Tienen que respetar mi derecho de hacerlo”. Sin embargo, la demanda para el hermano mayor es que no use de ese derecho, por causa de la conciencia de los pequeños. “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica” – dice Pablo (10:23), y continúa más adelante: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios. No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios; como también yo en todas las cosas agrado a todos, no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos.” (10:31-33). Aquí está el principio: “No procurando mi propio beneficio. No agradándome a mí mismo”. En 1ª Corintios 9, Pablo habla acerca de los varios derechos que como apóstol tiene, pero de los cuales no ha hecho uso. Un hermano crecido como él tiene muchos derechos, pero no hace uso de ellos, sino que se allana a todos para ganar a todos. Pese a la libertad que tiene, él no usa de su derecho para actuar de acuerdo a su conciencia, sino que siempre considera a los demás: “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro”.
Hermanos, no seamos tropiezo ni a judíos ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios. Es decir, ni fuera de la iglesia ni dentro de ella.
En el capítulo 15 de Romanos leemos: “Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación”. Primero aparece en negativo (para nosotros): “No agradarnos a nosotros mismos”, y luego en positivo (para los demás): “Cada uno agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación”. Y añade: “Porque ni aún Cristo se agradó a sí mismo”.
Vemos aquí cómo opera este principio, desde el mismo Señor hacia abajo. Cristo no se agradó a sí mismo. Pablo tampoco se agradó a sí mismo. ¿Qué diremos nosotros? ¿Diremos: “¡Señor, yo no quiero agradarme a mí mismo!?” Esto está bien, pero es sólo el primer paso. Debemos poder llegar a decir: “Yo tampoco me agrado a mí mismo”.
“Andad en amor”
Este es el camino del amor. Esta es la conducta que se espera de un hermano maduro. Pablo exhorta a los efesios, diciendo: “Esto os digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles … vosotros no habéis aprendido así a Cristo (4:17,20) … andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros…” (5:2). Tenemos que dejar el menosprecio a los hermanos y volver a considerarnos unos a otros. Volver a estimar cada uno a los demás como superiores a nosotros mismos. Tiremos nuestra presunción, nuestra liviandad, para que no caigan mañana sobre nosotros los ayes que vendrán sobre los que ponen tropiezos. Volvámonos a la ternura de Cristo. La ternura de la cual Pablo nos habla en 1ª Tesalonicenses 2, donde dice que, cual nodriza, cuidó a los hermanos en su pequeñez, deseando entregarles aún su propia vida. Alentémonos unos a otros a servir a los más pequeños en amor, y también a ellos para que adquieran su propio desarrollo, de acuerdo a su capacidad.
Cuando seamos más misericordiosos, cuando consideremos a los más débiles, a los menos honrosos, a los menos dignos, a los de un solo talento, entonces ganaremos mucho como iglesia. Me temo que aún hay corazones heridos, porque alguna vez no fuimos lo suficientemente tiernos con ellos. No fuimos delicados. Muchas ovejas se apartaron y nunca las fuimos a buscar. A otros, tal vez, los hicimos tropezar con algún gesto, con alguna conducta nuestra, con alguna promesa no cumplida. Hay, en ocasiones, detalles tan pequeños que pueden afectar tanto.
Es tiempo de que volvamos a valorar lo que tenemos en la casa de Dios. Es día de que valoremos a todos los miembros del cuerpo. Que el Señor nos llene de su amor, de su ternura. Que nos dé la capacidad para tocar los corazones heridos y sanarlos. Que nos dé la capacidad para considerarnos unos a otros con verdadero y profundo amor. Porque el amor cubrirá multitud de pecados y sanará todos los corazones que están heridos. Que el Señor nos socorra. Amén.
Dos
TRES PRINCIPIOS PARA EL SERVICIO
Primero:
ABUNDANCIA EN LA ESCASEZ
(Mt. 14:13-21; 15:32-38; 16:5-12; Lc. 12:1)
Al leer estos pasajes, tenemos un panorama más o menos completo del significado que tuvo la multiplicación de los panes y los peces. Nos damos cuenta de que en dos ocasiones el Señor hizo este milagro, y luego extrajo una enseñanza que se resume en el capítulo 16 de Mateo.
El propósito del Señor no era solamente alimentar a la multitud que en ese momento tenía hambre, sino que, además, quería dejarnos una enseñanza muy importante, la cual se asocia con la levadura de los fariseos. La enseñanza aquí tiene que ver con nuestra consagración y con nuestro servicio al Señor.
Lo primero que salta a la vista al confrontar estos pasajes es que cuando había menos panes y peces, el Señor sació a una multitud más grande, y hubo más cestas con pedazos. Esto es algo importante de destacar. Y cuando –por el contrario– había más panes y peces, el Señor pudo multiplicar menos, ya que sólo fueron alimentados cuatro mil y sobraron siete cestas. ¿Qué significa esto?
Esto significa que cuando hay poco, cuando nosotros tenemos poco, entonces se da al Señor la oportunidad para que él haga un milagro mayor. Esto se puede decir también de la siguiente manera: “El poder de Dios se perfecciona en la debilidad” (2ª Cor. 12:9).
El ejemplo del Señor
Si miramos al Señor en los días de su carne, lo vemos rodeado de debilidad. El Señor no aprendió letras, para que nadie pudiera decir que la sabiduría que Él tenía la había aprendido de algún sabio. No fue instruido – como Pablo – a los pies de un Gamaliel, o por alguno de los doctores de la ley, para que así pudiera resaltar en Él la sabiduría de Dios. El Señor se asoció con Nazaret de Galilea, una ciudad despreciada, para que la gloria del Señor no procediera de la alcurnia de una ciudad prestigiosa, y para que nadie pudiera decir: “Este profeta viene de Jerusalén: tenemos que oírlo”. Su apariencia era sin atractivo como para atraer a las multitudes (Is. 53:2), tuvo hambre y sed, lloró, y seguramente también padeció frío en las heladas noches a la intemperie; “fue menospreciado, y no lo estimamos” (Is. 53:3).
Por tanto, vemos que en la debilidad del hombre Jesús de Nazaret, el hijo de María, se encarnó el mismo Hijo de Dios, quien creó todas las cosas con la palabra de su poder. ¡Qué abundancia hubo en la escasez, en la limitación y debilidad del hombre Jesús! Y su gloria se manifestó en toda la limitación de un cuerpo semejante al nuestro.
El ejemplo de Pablo
El Señor le dijo a Pablo: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Pablo confirmaba eso mismo diciendo: “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.” Y añadía: “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2ª Cor. 12:10).
Nuestra escasez y debilidad no son un obstáculo para el Señor, sino más bien son la ocasión que Él busca para mostrar su poder y su gloria. He aquí la oportunidad para los que somos débiles y limitados. Dios nos busca para poder expresar a través de nosotros su abundante e inefable gloria. Por tanto, ninguno de nosotros, por muy débil o pequeño que sea, está excluido de un servicio, si es que nos ponemos en las manos del Señor.
Al ver a un siervo que da mucho fruto quizá tú pienses que su fructificación se debe a que tiene muchos panes que ofrecer al Señor. Pero no es así. Si te acercas a él y le preguntas, seguramente te dirá: “Hermano, soy el más débil y el más inútil de los hombres”. Como Pablo, que decía que era menos que el más pequeño de todos los santos. ¿Es verdad eso referido a Pablo, el apóstol por excelencia, el que recibió la revelación más grande, aquél ante quien Dios descubrió el velo que ocultaba el misterio de Cristo y la iglesia? Sí, tiene que haberlo sido. Dios conocía la debilidad y pequeñez de Pablo. A nosotros nos parece que es un grande, pero Dios le conocía de verdad.
De modo que no importa si tienes poco, lo que importa es si lo poco que tú le ofreces al Señor es tu todo. Si tu todo es poco, el Señor recibirá mayor gloria cuando haya multiplicación.
La necesidad de ser partido
No obstante, sea que tengas cinco panes o tengas siete, hay una condición básica para la fructificación. Y esa condición es que seas partido. Nuestro ser interior debe ser quebrantado. Debe haber una separación del alma y el espíritu. Nuestros afectos más íntimos deben ser puestos delante del Señor y ser negados para que haya una verdadera multiplicación.
Los doscientos denarios que los discípulos suponían que se gastarían en alimentar a la multitud, no eran suficientes. El dinero no puede saciar ninguna necesidad verdadera, y nunca será suficiente. Por eso el Señor no multiplicó denarios, sino panes. La mayor necesidad en el pueblo de Dios hoy no es de dinero para saciar las necesidades de la gente, sino de hombres y mujeres que estén dispuestos a ser partidos para que otros coman.
En Juan 6 aparece un relato de este mismo hecho, en que se mencionan dos elementos nuevos: primero, que los panes son de cebada y no de trigo; y segundo, que los panes los trajo un niño. ¿Qué nos dice esto? La cebada vale la mitad que el trigo (2 R. 7:16), y a veces sólo un tercio (Ap. 6:6); y un niño es muy poca cosa cuando hay muchos hombres reunidos. Entre cinco mil hombres, un niño no es nada.
Así, pues, en la pequeñez y en la humildad de lo que se le ofrece, el Señor encuentra la ocasión para mostrar su gloria.
En ambos pasajes se dice, además, que el Señor tuvo compasión de la gente. Las necesidades de ellos tocaban su corazón. El Señor hoy día sigue teniendo compasión de la gente, y nos quiere usar a nosotros para darles de comer. El Señor dio los panes a los discípulos y éstos a la multitud. La gente recibió el alimento de manos de los discípulos. También Él quiere hacer así hoy. Él quiere que pase a través de nosotros la bendición para los muchos que tienen necesidad.
La levadura de los fariseos
Luego dice que el Señor les dijo estas cosas a sus discípulos para que se guardasen de la levadura de los fariseos y los saduceos. En Lucas 12:1 se señala que esta levadura es la hipocresía.
¿Por qué de este pasaje el Señor extrae una enseñanza relativa a la hipocresía?
La hipocresía consiste en hacerse ver, en aparentar externamente algo que no es real en lo interior. Es una fachada. El hipócrita no tiene intimidad con el Señor. No soporta que lo alumbre la luz de Dios en lo íntimo. Él quiere mostrar un brillo que no procede del quebrantamiento. El ama la gloria de una resurrección que no ha pasado por el Getsemaní, y que no conoce la cruz. La hipocresía hace imposible la multiplicación, porque ésta requiere que el pan sea partido. La multiplicación no procede de una justicia exterior, de una apariencia; la hipocresía, por el contrario, es un asunto que se ventila hacia afuera, es la justicia que se hace delante de los hombres. La hipocresía es estéril, no es del Espíritu; en cambio, la multiplicación es un asunto que se decide en el interior del hombre, es un grano de trigo que cae en la tierra y muere, olvidado por los hombres, pero que luego da mucho fruto.
Quien quiera prestar un servicio delante de los hombres, tiene que primero ministrar delante del Señor. Nadie puede comenzar realizando cosas externas, primero debe haber una entrega del corazón, una aceptación de la cruz. Luego el Señor podrá usar a esa persona para un ministerio público, para servir a los hermanos o a los que están afuera. Siendo la multiplicación un asunto que se manifiesta en lo exterior; sin embargo, su suerte se decide en lo interior. La multiplicación que habrá mañana se decide hoy. El servicio que tú prestarás mañana, se está decidiendo ahora. De la misma manera que el servicio que tú estás prestando hoy se decidió ayer, cuando determinaste el grado de tu entrega y de tu consagración.
La multiplicación se decide cuando uno se propone en lo secreto de su corazón ponerse en las manos de Dios para ser partido.
La máxima recompensa de un hipócrita es la alabanza de los hombres. Eso es todo lo que busca y en eso se complace. En cambio, la máxima recompensa de uno que se ha ofrecido delante del Señor es que Él pueda utilizarle para suplir las necesidades de otros.
El Señor espera que nosotros hoy tomemos una decisión más radical que la que tomamos ayer, habiendo ya caminado un tramo, habiendo sido instruidos, habiendo sido socorridos por el Señor de tantas maneras. Hoy día se requiere de nosotros una consagración un poco mayor.
“¿Cómo aún no entendéis?”
En este pasaje de Mateo 16 vemos que los discípulos se olvidaron de traer pan; entonces el Señor les advirtió acerca de la levadura de los fariseos. ¿Por qué el Señor les dijo eso? Sin duda que había un problema con los discípulos. Si vamos al evangelio de Marcos (8:17-21), leemos que el Señor les dijo: “¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aun tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿Y no recordáis?”. Luego de recordarles la cantidad de gente que había sido alimentada y la cantidad de cestas que habían recogido con pedazos, el Señor concluye diciendo: “¿Cómo aún no entendéis?”
Los discípulos estaban incapacitados todavía para poder entender los principios que se derivan de estos milagros. Para el Señor era evidente que las cantidades de los panes y peces, de la gente alimentada y de las cestas con pedazos sobrantes, hablaban por sí solas. La lección de estos pasajes se obtiene relacionando ambos milagros, y obteniendo conclusiones a partir de las cantidades. Nuestro Dios es Dios que provee abundantemente en medio de la escasez, y más abundancia otorga cuando hay más escasez. Ellos, sin embargo, aún tenían sus ojos velados.
Los discípulos tenían que ver, además, que ellos no podían presumir del milagro que el Señor había obrado recién. No podían conservar como trofeo los panes que el Señor había multiplicado. No podían exhibir un hecho que no procedía de un quebrantamiento presente. Cada vez que se espera suplir la necesidad del pueblo de Dios, tenemos que ser partidos de nuevo. Cada vez que se bendice a una persona, es porque hubo una renuncia, una pérdida del yo, es porque la cruz tuvo efecto en el corazón de quien fue usado por el Señor. Ellos lamentaban no haber conservado algunos panes de los que el Señor había multiplicado, pero Él les dice: “¿Por qué pensáis dentro de vosotros, hombres de poca fe, que no tenéis pan?”. Ellos tenían que ver que, al producirse la necesidad, ellos tendrían que ser partidos de nuevo, y entonces habría pan.
Cuando el Señor multiplicó para los cinco mil no guardó para los cuatro mil. Cada vez tuvo que obrarse un nuevo milagro. Cada vez tuvo que producirse un nuevo partimiento y siempre va a ser así. Por eso nuestra consagración, si bien se decide en un momento crucial, se debe ir renovando día a día.
Lo verdaderamente peligroso para los siervos de Dios es la hipocresía. Los que desean servir a Dios no deben temer por la escasez de sus recursos, sino por la semilla de la hipocresía que pueda albergarse en su corazón. Por eso el Señor dijo: “Guardaos de la levadura de los fariseos”, es decir, la doctrina de ellos, que se resume en aquella lacónica expresión: “Ellos dicen, y no hacen.” (Mt. 23:3b). Esto sí atenta contra el servicio de un hijo de Dios, e impide la multiplicación.
Renovando nuestra consagración
En la Escritura se habla de que hay una puerta estrecha y un camino angosto. La puerta estrecha es ese acto de consagración único y definitivo, cuando tú pones la oreja junto al poste para que sea horadada, y así vienes a ser siervo para siempre (Ex. 21:5-6). El camino angosto es una sucesión ininterrumpida de actos de consagración y de renunciamiento, cada día.
De manera que no podemos vivir de experiencias pasadas. Si bien ellas marcan hitos en nuestra historia de fe, y nos enseñan y nos alientan, se requiere un nuevo acto de consagración hoy, si es que queremos que las necesidades de otros sean hoy suplidas a través de nosotros.
¿Podemos decir que nuestra consagración hoy es más completa que ayer? Si la respuesta es positiva, preguntémonos ahora: ¿Hemos mirado hacia adelante para ver cuánto el Señor espera que le consagremos a él? ¿Cuánta renuncia de nosotros mismos y de lo que poseemos espera el Señor hoy?
Puede haber abundancia en la escasez. No pensemos que es muy poco lo que tenemos; más bien asegurémonos de que lo poco que tenemos lo hemos puesto todo delante del Señor. En nuestra debilidad, en nuestra pequeñez, el Señor tiene la ocasión para mostrar lo poderoso que es, de modo que después puedan decir algo así como lo que dijeron de El: “¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?” (Mr. 6:3). Entonces podrán decir de ti: “¿Quién es este hombre? ¿De dónde aprendió estas cosas? ¿No es éste el que yo vi en otro tiempo lleno de problemas, esclavizado de tantas cosas, frustrado, amargado, y cómo es que ahora está dando este fruto?
Tienen que notarse en nosotros las huellas de la gracia de Dios y de su mano poderosa. Pablo dice que somos grato olor de Cristo en los que se salvan. Ese grato olor es la huella que deja el Espíritu Santo en un hombre cuando se ha consagrado enteramente al Señor.
Así que, la multiplicación mayor se produjo cuando hubo menos panes. Más gente fue saciada con los menos panes y más cestas con pedazos sobraron entonces. Esto no significa, sin embargo, que tenemos que ofrecerle poco al Señor para que en eso poco exprese su gloria. Más bien quiere decir que aunque nosotros tengamos poco, aunque nuestro todo sea poco, eso es suficiente para el Señor.
Segundo:
DEJAR PARA RECIBIR
“Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mateo 19:29.)
Para una mejor comprensión de lo que compartiremos a continuación, vamos a resaltar algunas palabras de este versículo: “Y cualquiera que haya dejado … recibirá.” Esto tiene que ver, pues, con el dejar y con el recibir.
Muchas veces nos parece que no podemos servir al Señor, porque no tenemos qué poner delante de los demás: nos vemos vacíos. Nuestro corazón y nuestras manos están vacíos ¿Qué compartiremos con otros? ¿Qué les diremos? Nos parece que ni siquiera hemos recibido un talento con el cual poder servir al Señor.
Pero acá vemos un principio: “Quien haya dejado, recibirá”. Esto parece ser una relación proporcional. Tanto dejas, tanto recibes. Ahora bien, apliquemos este recibir no como buscando algo para nosotros. No vamos a dejar cosas para recibir nosotros, ni vamos a negociar con el Señor para ganar nosotros. Tomémoslo en este otro sentido. Pensemos en que necesitamos recibir primero para tener qué poner delante de otros cuando haya necesidad. Queremos tener el corazón lleno, las manos llenas y la boca llena de bendición, para entregar cuando haya necesidad. Es en este sentido que necesitamos recibir.
Mira por un momento tu corazón. ¿Qué afectos hay en él? ¿Qué preocupaciones? ¿Qué planes tiene para el futuro inmediato? ¿Qué ambiciones secretas? Mira tu corazón. Ve si estás dispuesto a dejar hoy algo de eso que llena tu corazón para que el Señor pueda poner en su lugar algo que puedas ofrecer a los demás, algo con que saciar la necesidad de los demás. Si lo haces, habrá entonces alguna gracia, alguna virtud, alguna vislumbre de la gloria del Señor, algún destello de su amor que El te dará para bendición de otros.
Ahora, mira tus manos. Por un momento mira tus manos. ¿Qué cosas están aferrando tus manos? El Señor no puede poner nada en ellas, porque están ocupadas. Si sueltas lo que tienes, Él podrá llenarlas de bendición. Y podremos cantar con verdad esa antigua canción: “Tengo mis manos llenas de bendiciones, y estas son para ti”. Necesitamos tener las manos llenas de bendiciones para que, al tocar al hermano, él sea bendecido.
Tal vez hay alguna cosa que el Señor te ha demandado desde hace mucho tiempo, y tú, una y otra vez has argumentado con Él. A veces te parece que has logrado convencerlo. Pero de pronto te das cuenta de que no lo has convencido. El Señor, tierna y firmemente, te hace ver que la demanda está en pie y que esa cosa –cualquiera sea– tiene que ser dejada o quitada de en medio, porque te está trayendo peso y aflicción, y el Señor quiere verte libre. Así que tus muchos argumentos y tu esmerada persuasión no le han convencido.
¿Qué tienes hoy respecto de aquello? Tal vez este sea el día de dejarlo para que puedas recibir la abundancia del Señor. Si el Señor sigue insistiendo todavía, entonces tienes que dejarlo. Cuando hay este tipo de controversias con el Señor, no sirve de mucho aumentar la oración, ni la lectura de la Biblia, ni el ayuno. El Señor bien podría decirte: “¿Por qué redoblas la oración y el ayuno, cuando tú sabes que no es eso lo que te estoy pidiendo? No veré el ayuno, ni oiré tu oración.” Si ese punto no es solucionado, no va a quedar nunca claro en tu corazón que verdaderamente Él es el Señor y que tú eres su siervo. Mientras ese punto no se solucione, habrá siempre un forcejeo. Tú podrás decirle: “Tú eres el Señor, y yo quiero hacer tu voluntad”, pero eso te va a sonar hueco y no te va a dejar tranquilo. Así tú no puedes servir. Lo único que vale en una situación como esa es ceder a lo que el Señor te está demandando.
De los varios años que algunos de nosotros hemos caminado, hemos aprendido que la capacidad de servicio que podemos tener en un momento dado, nos viene cuando estamos dispuestos a dejar algo de lo nuestro para recibir del Señor. Luego que hemos entendido una demanda podemos evadirla por mucho tiempo, pero llega a sernos tan aguda que por fin tenemos que decir: “Señor, quiero hablarte acerca de este asunto. Hoy quiero renunciar a esto de una vez y para siempre. Nunca más lo mencionaré. Está absolutamente muerto y enterrado para mí.”
Desde ese día algo cambiará en tu relación y en tu servicio al Señor. Tal vez orarás lo mismo, leerás lo mismo la Biblia: nada externo aparentemente habrá cambiado. Pero el aprovechamiento será distinto. El Señor sabe que algo cambió. Y el Señor, que ve en lo secreto, te recompensará en público por aquello que fuiste capaz de dejar por amor a Él. Entonces habrá multiplicación y habrá provisión suficiente para tener siempre algo qué poner delante de los hermanos en caso de necesidad.
Tercero:
SIRVIENDO SEGÚN LA UBICACIÓN Y LOS TALENTOS
Aceptando los talentos
(Mateo 25: 14-30)
De acuerdo a la parábola de los talentos, vemos que el Señor ha repartido sus recursos espirituales de manera desigual (a unos cinco, a otros dos y a otros uno), pero no arbitrariamente. No es porque Él haya querido darle a unos más y a otros menos. Él lo hizo sobre la base de la capacidad de cada uno (versículo 15).
Cuando vemos de qué manera uno reacciona o ha reaccionado frente al Señor por los talentos que recibió, nos damos cuenta de que no todos hemos quedado conformes. Ha habido quejas. Unos creen haber recibido poco, y otros creen haber recibido demasiado. Los que creen haber recibido poco se sienten menoscabados. Los otros, que creen haber recibido demasiado, (y quieren evadir la responsabilidad que eso implica), se sienten abrumados.
Es bueno y necesario que veamos que el Señor nos ha dado a cada uno la cantidad apropiada.
El me ha dado a mí lo que yo puedo administrar bien, según mi capacidad. Ni demasiado para que no me sienta abrumado, ni tan poco para que no me sienta menoscabado. Si yo fuera lo suficientemente sabio, y si hubiese estado en mi mano decidir cuántos talentos yo debía recibir, seguramente me habría otorgado la misma cantidad que tengo. No más. Porque cuando hay más recursos de los que se puede buenamente administrar, suele haber gran pérdida. Se pierde el siervo, se pierden los talentos y más encima se provoca un escándalo. Esto se produce cuando se tiene más de lo que buenamente puede uno administrar.
Reconociendo la ubicación
“Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso.” (1ª Cor. 12:18.)
Además de los recursos espirituales que hemos recibido, hemos sido ubicados en el cuerpo en un determinado lugar y para desempeñar una determinada función.
Dios colocó los miembros en el cuerpo como Él quiso. Es un asunto de sabiduría divina, no de decisión humana. Esto viene de arriba, no es de la tierra. Y es señal de madurez el aceptar tanto el lugar que nos corresponde en el cuerpo, como la cantidad de recursos que el Señor nos ha dado.
Nuestro lugar en el cuerpo tiene que ver con la función que desempeñamos, en tanto que los talentos tiene que ver con la administración que nosotros hagamos de esos recursos. ¿Qué podemos decir hoy de estas cosas? Que estamos en el lugar adecuado y que tenemos la cantidad necesaria de talentos para servir bien. El Señor no se ha equivocado.
Mira a los hermanos que están junto a ti. El Señor los escogió a ellos para que sirvieran contigo, y a ti te escogió para que sirvieras con ellos. Hay una complementación de los unos con los otros. Tú te ves, a veces, muy pobre y necesitado, pero tu hermano tiene una riqueza que tú no tienes y que suple tu necesidad. Tu hermano también piensa a veces que él es muy pobre y necesitado. Y resulta que el Señor te ha dado a ti la riqueza que él necesita. Así que, aunque todos se vean faltos y débiles, lo poco que uno tiene suple perfectamente la necesidad del otro, y el Señor es glorificado. Así, pues, tú estás en el lugar adecuado, y posees también la cantidad de recursos espirituales adecuada.
“Bien, buen siervo y fiel”
Tú no tienes nada menos que lo que el Señor te ha dado. Y no tienes nada más que lo que buenamente tú puedes administrar. No hay lugar para quejas. Todo está bien. Dios es sabio. Ahora tienes que servir lo más fructíferamente posible, según tu ubicación y tus recursos. Tenemos lo suficiente como para dar frutos suficientes, de modo que se nos pueda decir en aquel día: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel; sobre mucho te pondré, entra en el gozo de tu Señor.” (Mt. 25:21).
Es de notar que tanto al de cinco talentos, como al de dos, el Señor le dijo: “Sobre poco has sido fiel.” ¿Qué nos sugiere esto? Nos sugiere que el hoy siempre es poco comparado con el reino. Nuestra real capacidad no es puesta en ejercicio hoy, sino mañana en el reino. De manera que si tú piensas que has recibido poco, no estás tan equivocado. En realidad, todos hemos recibido proporcionalmente poco, comparado con lo mucho que recibiremos en el reino – si somos fieles ahora. En esto poco tenemos que ser fieles hoy para que se nos ponga mañana sobre lo mucho que el Señor quiere confiarnos. Porque, si crees tener capacidad para más talentos, pero ni aún trabajas los pocos que crees tener, ¿cómo podrás tener mañana los muchos que crees merecer? Tenemos que ser hoy fieles en lo poco. Este es el día de las pequeñeces, aunque no es poca la gloria que tenemos entre manos. Porque tener uno es bastante, tener dos es harto y tener cinco es mucho. Pese a que es mucha la gloria que tenemos entre manos, es poca comparada con la que administraremos en aquel día, si somos fieles hoy. Aquí somos probados en lo poco. El Señor pone a prueba hoy nuestra consagración, nuestro servicio. Esto tienen que saberlo todos, desde los más nuevos. Desde el primer día ellos deben saber que siempre el Señor los estará probando. Antes de promovernos, el Señor nos probará.
El camino de la fe es como la enseñanza personalizada. Si apruebas una lección, pasas a la siguiente. En este aspecto, no importa el avance del compañero. Tú aprendes y progresas según tu propio ritmo de aprendizaje. En este aspecto, cuando hablamos de los talentos, esto es así. El Señor dio a cada uno una porción particular de su gracia y de acuerdo a eso se le pedirá cuenta. No sobre lo que se le haya dado a otro. Entonces, los que tienen dos, ¡cuidado!, se les va a pedir cuenta sobre esos dos y no sobre el un talento que tiene el compañero. Él tiene demandas menores, pero a ti se te va a pedir más.
En la iglesia siempre habrá oportunidad para que todos sirvan. Siempre habrá lugar y oportunidad para que sirva el que es fiel, sobre todo el que es fiel. Sólo una anormalidad muy grande en la iglesia podría impedir que los hermanos sirvan. Cuando hay anormalidad, entonces sólo unos pocos sirven. Estos son considerados “ungidos”, como si los demás no lo fueran. Unos pocos talentosos lo hacen todo, en desmedro de los que no lo son tanto. Eso es una anormalidad. Nadie puede cerrarle el paso a otro para que no sirva, porque el Señor gobierna sobre su casa.
El hecho de que haya algunos que se destacan hoy por sobre otros hermanos de su misma capacidad, es señal de que han sido más fieles. Encontramos en la parábola que el que tenía cinco, rindió otros cinco, y el que tenía dos rindió otros dos, pero también puede ocurrir que un hermano de dos rinda tres y otro de dos rinda uno. Nada asegura que ambos rindan dos. De modo que hermanos con la misma capacidad pueden rendir diferente. Eso depende de la fidelidad y la consagración, de cuánto aman al Señor, de cuánto están dispuestos a dejar para que él ponga sus riquezas en sus manos.
Si algunos destacan sobre nosotros – hermanos de la misma capacidad – no nos sintamos envidiosos, sino más bien llenémonos de un santo temor. El que va adelante, siga; que así nos da un ejemplo para imitar. Él nos va abriendo una huella por la que nosotros podremos caminar.
Así que, los que van más adelante ¡avancen!, que nosotros queremos seguirles. Temamos, porque cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta a Dios de sí, según la función y los recursos que nos asignó. Si hoy somos siervos buenos y fieles, entraremos mañana en el gozo de nuestro Señor. Que así sea.
Tres
SUMINISTRANDO VIDA
“De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular.” (1ª Cor. 12:26-27).
“… sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.” (Ef. 4:14-16).
El símil del cuerpo
Para describir lo que es la iglesia y para enseñarnos acerca de ella, el Espíritu Santo utiliza en la Escritura diversas figuras y tipos, así por ejemplo, utiliza personajes, especialmente mujeres del Antiguo Testamento, como Eva, Asenat, y Rut, entre otras. Sin embargo, la figura más acertada para expresar lo que es la iglesia funcionando aquí abajo en este tiempo, es el cuerpo humano.
Aquí en el capítulo 12 de 1ª Corintios se habla acerca de cómo el cuerpo tiene muchos miembros, de que cada miembro tiene una función determinada, y de que todos los miembros se ayudan mutuamente. Ninguno está de más, todos tienen que cumplir su rol, dejando que los demás también cumplan el suyo. Todos los miembros funcionan en forma coordinada, siguiendo los dictados de la cab