Biblia

Correr para ganar

Correr para ganar

por Christopher Shaw

Disciplina. No es una palabra que solemos asociar con la vida espiritual. Es un término pasado de moda, con olor a imposiciones, restricciones y negaciones que, según los iluminados de esta época, ya no son apropiados para el desarrollo de una identidad sana. No obstante…

Disciplina. No es una palabra que solemos asociar con la vida espiritual. Es un término pasado de moda, con olor a imposiciones, restricciones y negaciones que, según los iluminados de esta época, ya no son apropiados para el desarrollo de una identidad sana. No obstante, una correcta comprensión del concepto representa nuestra mejor esperanza de alcanzar el nivel de excelencia en la vida que Cristo demanda de nosotros.


La palabra disciplina no se refiere a otra cosa más que a un conjunto de prácticas que permitirán alcanzar el máximo potencial en una determinada esfera de la vida. Un futbolista profesional, por ejemplo, pasará largas horas cada día en rutinas y ejercicios que facilitarán su juego a la hora de entrar a la cancha. Un buen maestro dedicará buena parte de su tiempo a analizar, estudiar y practicar las diferentes metodologías de comunicación de manera que el proceso de aprendizaje en sus clases será más agradable y eficaz. Un militar invertirá gran parte de su vida practicando maniobras y estrategias que le permitirán llegar al día de la batalla con ventajas sobre sus adversarios. Este principio se aplica a cualquier actividad que podamos emprender. Simplemente no es posible alcanzar algún grado de perfección si uno no está dispuesto a sujetarse a una rutina de ejercitación diaria.


Cuando nos insertamos en el ámbito de la Iglesia, sin embargo, resulta asombroso que la mayoría de nosotros esperamos alcanzar la madurez sin aportar nada al proceso de crecimiento. De alguna manera creemos que esto ocurrirá pura y exclusivamente por el accionar soberano del Señor en nosotros. La mediocridad que vemos en la vida de un enorme segmento del pueblo de Dios, sin embargo, constituye una irrefutable evidencia de que este definitivamente no es el camino hacia una mayor consagración y santidad.  Es hora de que reconozcamos que también en la vida espiritual es necesaria la acción disciplinada. De hecho, el apóstol Pablo exhorta al joven Timoteo: «disciplínate a ti mismo para la piedad» (1Ti 4.7).


El término que escoge para esta frase es el mismo del cual deriva nuestra palabra gimnasia. Es decir, Pablo lo estaba exhortando a que no dejara de hacer la gimnasia necesaria para mantener vigorosa y ágil su vida espiritual. Esta misma práctica había servido de fundamento para los extraordinarios niveles de excelencia que él mismo había logrado en su propia vida. La describe en su carta a la iglesia de Corinto: «¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, pero sólo uno obtiene el premio? Corred de tal modo que ganéis. Y todo el que compite en los juegos se abstiene de todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Por tanto, yo de esta manera corro, no como sin tener meta; de esta manera peleo, no como dando golpes al aire, sino que golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado» (1Co 9.24–27).


Pablo claramente consideraba que su cuerpo solamente podría soportar las exigencias de un intenso ministerio si lo sujetaba a una rigurosa disciplina que le permitiera contar con la totalidad de sus recursos a la hora de enfrentarse a una diversidad de desafíos.


Los evangelios también revelan la existencia de una extraordinaria disciplina en la vida de Jesús. Lucas afirma que «con frecuencia él se retiraba a lugares solitarios y oraba» (5.15). En uno de los pasajes del tercer evangelio Marcos narra que el Señor se levantó muy de mañana, «cuando todavía estaba oscuro, salió, y se fue a un lugar solitario, y allí oraba» (Mr 1.35). Si usted alguna vez ha experimentado lo difícil que resulta ese primer esfuerzo por salir de la cama, mientras aún la noche no ha terminado, sabrá que tal acción no es posible sin una férrea disciplina. Este esfuerzo es necesario porque «el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil» (Mr 14.38).


¿Cuál es el valor de las disciplinas? En sí mismas, ellas no poseen el poder para producir transformación en la vida de nadie. Equivocarnos en este punto sería un error fatal, pues las disciplinas se convertirían en un fin, en lugar de ser un medio para un fin. El valor de las disciplinas está en que abren el camino para que el Señor pueda obrar profundamente en nuestras vidas. Correctamente entendidas nos convierten en colaboradores del Espíritu. Es por esto que el apóstol exhorta a Timoteo a que se «fortalezca en la gracia que existe en Cristo Jesús» (2Ti 2.1). Las disciplinas solamente producen fruto cuando se practican con la convicción de que Dios es el único que puede conceder el crecimiento que tanto anhelamos.


El incidente de los cuatro amigos y el paralítico nos ofrecen una excelente ilustración de lo que significa practicar las disciplinas. Los amigos sabían que debían encontrar la forma de introducir al discapacitado a la presencia del Señor. Una vez alcanzado este objetivo su labor finalizaba. De allí en adelante la vida del paralítico estaba en manos de Jesús. Para llegar al Mesías utilizaron el ingenio y la perseverancia, ingredientes indispensables de toda disciplina. Los ejercicios de la vida espiritual, tales como la sumisión, la lectura de la Palabra, el ayuno o la celebración no encierran otro objetivo más que colocarnos en el lugar donde el Señor pueda ministrarnos en nuestra necesidad. 


Entiendo que vivimos en un tiempo en el cual existe un gran vacío a la hora de buscar discípulos de excelencia en la Iglesia. Lo invito a que imponga a su vida algunas exigencias que nos permiten escapar de la mediocridad, «para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil 3.14).


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