Por: Carlos Padilla Esteban
La alegría es el signo de la Pascua. Los discípulos comparten la alegría de Jesús vivo: “En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: – Paz a vosotros”.
Jesús sale al encuentro de los discípulos que van camino de Emaús, huyendo, separándose de los amigos con los que han compartido su vida. Cuando pensaban que todo se había acabado, se disgregaron. Volvieron a lo de antes, a lo de siempre.
Jesús llega de nuevo a sus vidas y ellos no lo dudan, vuelven con los discípulos. Con los suyos. Se reúnen en Jerusalén. Vuelven al hogar donde están los que vivieron el mismo amor por Jesús. Donde estaría María. Vuelven a su madre, a sus hermanos.
Jesús está vivo y eso los une. Todos cuentan atropelladamente lo que han visto. Llegan y cuentan. Comparten lo que ha sucedido. Se quitarían la palabra los unos a los otros. Relatarían los hechos con pasión.
Vibrarían al recordar que Aquel que había muerto ahora estaba vivo. No darían crédito a lo ocurrido. Llorarían de alegría. Lo reconocieron al partir el pan. Ardió su corazón.
Jesús va juntando a sus ovejas. Ha salido a buscar a cada una a los caminos. Va reuniendo a los suyos. Entre la resurrección y la Ascensión Jesús va apareciéndose a cada uno. Estos días están llenos de encuentros, de esperas, de alegría, de sorpresa.
Llega a los que más ama. Siempre me conmueve esa presencia silenciosa del resucitado. No llega a las grandes multitudes para que crean, para que se den cuenta de que era verdad lo que decía. Llega a los suyos. Por amor. Por elección personal. Con ternura, con cuidado, diciéndoles que no teman, que es Él, que no se asusten, que se alegren.
Les da la paz que necesitan. Los consuela. ¡Cuánta alegría para Jesús! ¡Cuánta alegría para sus discípulos! Los que se aman vuelven a estar juntos. La muerte no los ha podido separar.
Mientras se cuentan hoy lo que ha ocurrido, Jesús vuelve a aparecerse en medio de ellos. Me conmueve este momento. Jesús les da su paz. Tal vez les faltaba paz todavía. La semana pasada se la da hasta tres veces. Hoy vuelve a darles la paz.
¿Por qué será que se nos escapa tan rápidamente la paz del corazón? Nos asusta el futuro. Nos llenamos de intranquilidad fácilmente. A veces un simple comentario nos quita la paz. O una persona que nos importuna. O un recuerdo que vuelve a hacerse presente.
¿Tengo paz en mi corazón? ¿De dónde procede la paz que tengo? Hoy todo el mundo desea tener paz. Muchos especialistas ofrecen cursos para tener paz. El orden de tu casa. La rutina en la alimentación. Los hábitos que tenemos. Todo se ve como un camino para vivir en paz. Vivir tranquilos sin que nos perturben. Sin que nos inquieten.
La vida de Jesús entre los hombres no fue pacífica. Me impresiona cómo iba Jesús de una aldea a otra sanando, predicando, perdonando pecados, echando demonios. No tenía momentos de paz y Él mismo se preocupaba porque sus discípulos no descansaban.
En una ocasión les obliga a meterse en la barca mientras Él despedía a la gente (Mc 6). Quiere que los suyos descansen. Como hoy al entrar en la sala donde están reunidos. Pero Jesús no tuvo una vida pacífica. Por lo menos esos años de vida pública que mejor conocemos.
Nosotros sí quisiéramos tener paz siempre. El otro día leía una descripción de la serenidad: “Pertenece a la serenidad la disponibilidad para el sufrimiento. Serenidad no significa que se tiene y se goza la propia paz. Se está dispuesto a dejarse conducir por Dios en la apretura.