Biblia

Cristo y el trono de la gracia

Cristo y el trono de la gracia

por H. C. Hewlett

Descubrir la enseñanza concerniente a nuestro Señor Jesús en Hebreos es de lo más estimulante. En el primer capítulo vemos la majestad esencial de su persona. Ya sea en la eternidad, la creación, en la redención y la exaltación. Esa visión nos lleva a postrarnos ante sus pies en adoración y nuestros corazones exclaman: «¡Cuan grande es El!», como ese himno ya folclórico entre nosotros. En el segundo capítulo se muestra su humillación para tomar nuestra carne y nuestra sangre. Nuestra mirada se eleva para contemplar al que ha sido coronado con gloria y honor y es, sin embargo, nuestro pariente cercano.

El tercer capítulo declara su fidelidad. En medio del desprecio y el rechazo fue fiel a la confianza que Dios depositó en El como su Apóstol. En el grandioso cielo, en su condición de Sumo Sacerdote, sigue siendo fiel a Dios y a su pueblo.

En el capítulo cuatro escuchamos de su compasión para con sus seguidores que padecen aflicción aquí en la Tierra; una empatía verdadera y experimental; El también fue probado. Tenemos la certeza de que cualquiera sea el lugar o la circunstancia en que andemos, sus propios santos pies ya anduvieron por allí.

«Acerquémonos, pues, (por todas estas cosas) confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.» (He. 4.16). Es la presencia de Cristo en el trono la que le da a éste el carácter distintivo de ser el lugar desde donde la gracia es ministrada. El está allí como el que obtuvo redención eterna para nosotros mediante su propio sacrificio por los pecados, hecho una vez para siempre. Esto no significa que el trono aparece por debajo del requerimiento de la justicia, sino que esa justicia ya fue satisfecha en la cruz. La gracia puede ser prodigada sobre los necesitados y quien se acerca con humildad en cuenta gracia para toda circunstancia.

Nos acercamos y nos encontramos con el rostro de uno que es Salvador. Está radiante con la majestad de la Deidad, y sin embargo, es el rostro de nuestro pariente cercano. Sobre ese rostro se dibuja una grande y santa tranquilidad que aquieta nuestro atribulado corazón y nos invita a confiar en su permanente fidelidad. Y todavía más, ese rostro suspira sobre nosotros con el ardor del pleno conocimiento y de la ilimitada compasión.

Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos» (He. 8.1). Su presencia echa afuera el temor y nos da la bienvenida. Aunque tienen sobre sus espaldas el cuidado de todo un universo, mantiene un interés sumo por cada detalle de nuestro camino, por mínimo que sea. El es el «autor y el consumador de la fe», el único del cual podemos recibir fortaleza para correr con paciencia la can-era que tenemos por delante.

¡Con qué profunda animación habrán recibido la Espítala a los Hebreos aquellos a quienes me escrita! Existía el peligro de que pudieran «cansarse y desmayar en sus mentes». En días anteriores habían debido soportar una gran lucha de aflicciones, y sobrellevado con gozo el despojo de sus bienes. Ahora estaban abatidos por la continua opresión y necesitaban recordar de aquellos que habían triunfado en la vida de fe. Por encima de todo, necesitaban el socorro de Aquel que, habiendo sufrido, habiendo sido probado, estaba capacitado para socorrerlos en su aflicción.

“Trono de gloria, excelso desde el principio, es el lugar de nuestro santuario» (Jr. 17.12). Así escribió el profeta en el día de extrema perplejidad, cuando la desolación del cercano cautiverio cubrió con tristeza los corazones de los piadosos. El trono de Dios fue entonces su recurso. Siempre ha sido así y así debe ser también con nosotros.

«Bajo la sombra de su Tronotus santos siempre han descansado,tu brazo eterno es poderoso,defensa cierta les ha dado». ,

Nuestro consuelo puede ser mayor aun, ya que sobre ese trono vemos a aquél en cuya persona, sendero, pasión y triunfo, se ha revelado enteramente el corazón de Dios. Por su gracia hemos llegado a conocerlo y a amarlo. Nadie es tan precioso para nosotros como nuestro Señor Jesús. El es quien empuña el cetro del omnipotente poder.

«Acerquémonos, pues, confiadamente». No, por supuesto, con descaro sino con plena confianza en su intercesión y en su grada. Es nuestro Sumo Sacerdote. Allí donde el Crucificado está sentado en su trono, exhibiendo en su cuerpo de gloria las marcas de su sufrimiento, no puede haber desengaño para aquellos que esperan en El. Los vasos de misericordia (Ro. 9.23) que formó el «Dios que es rico en misericordia» no deben estar vacíos cuando una provisión así ha sido dada para ellos. Las cosas presentes y las por venir nos arrojan con temor sobre nuestro Señor, pero su gracia está disponible para ayudarnos en tiempo de necesidad. Cualquier cosa que pudiera aparejamos el futuro, no podrá agotar sus recursos.

Alcemos nuestro corazón. El trono está ocupado por el Hijo de Dios quien nos ama y se dio a sí mismo por nosotros. Nadie puede apartamos del trono porque nadie puede apartamos de Jesús. Nuestra debilidad es su preocupación; nuestro socorro es su deleite. Con todo, no comprenderemos cuan incesante ha sido su ministerio en el cielo y cuan tierna su compasión, hasta que lo veamos cara a cara.

Apuntes PastoralesVolumen VI – Número 3