Cuando un pastor tiene que irse

por No Aplica

El testimonio de un pastor que debió marcharse de su iglesia de una manera forzada. A la historia, ocurrida en una iglesia Latinoamericana, se le han cambiado algunas detalles claves a fin de evitar el reconocimiento y las consiguientes susceptibilidades, con el objeto de proteger a sus directos protagonistas.


No podía creer lo que veía. Durante mis largos años de pastorado jamás había vivido nada semejante. La reunión se había salido tanto de sus carriles que me parecía estar en medio de un comité político o en una reunión del más mundano club de barriadas. Hubo quien intentó trompearme, otros gritaban, mientras que otro paleaba las bancas y las paredes de la capilla. La gran mayoría permanecía tan quieta como yo; en esa quietud que nos sobreviene cuando lo que sucede a nuestro alrededor es demasiado musitado como para reaccionar rápidamente.

Mientras permanecía en una azorada contemplación de lo que ocurría, en mi corazón oraba a Dios y le rogaba por sabiduría. Ya no sabía qué comportamiento resultaría apropiado. El descontrol era enorme, y lo lógico era que yo, como pastor, tomase las riendas de la situación y pusiese orden. Pero, en medio de esa histeria, ¿cómo hacerlo?



UNA BUENA RELACIÓN

Nuestro pastorado en Parque Alto acababa de cumplir sus cuatro años (no son pocos los que afirman que entre los tres y los cinco años sucede el tiempo más crítico para el «matrimonio» de un pastor con su congregación). Si bien habíamos enfrentado problemas diversos, con mi esposa Adela estábamos contentos sirviendo a Dios en este lugar. Uno de los objetivos más postergados que tenia era el de preparar más líderes ayudantes. Cuando comenzamos nuestro ministerio allí contábamos con varios líderes, pero por diferentes razones –mayormente debido a mudanzas- nos –quedamos con solamente uno.

Con Sebastián -el único ayudante que permanecía- habíamos comenzado una linda relación. Charlas personales, tiempos de camaradería entre los dos matrimonios, caminatas semanales, visitación pastoral que compartíamos y demás actividades habían ido alimentando una -así pensaba- saludable relación de amistad y servicio. Era el primer nombre de la congregación que asomaba en mi cabeza para compartir cualquier proyecto o idea nueva que se me ocurría para nuestro ministerio en la iglesia. Si debía ausentarme, era generalmente a él a quien acudía para que me reemplazase en la predicación. Estaba contento de poder tener un compañero en la tarea. A veces orábamos juntos y nos encontrábamos codo a codo en el ministerio de la iglesia.



LA FUERTE SEDUCCIÓN DE LA NOTORIEDAD

Unos meses antes de esa tremenda reunión había recibido un par de llamados de alerta en el interior de mi corazón, pero en aquel entonces pensé que se trataba de cosas lógicas de las relaciones interpersonales y la novedad de ciertos temas. Sebastián había comprendido bastante el significado de la lucha espiritual y del ministerio de liberación. Con el tiempo llegué a la conclusión de que el Señor estaba usándolo positivamente en desatar obras satánicas y liberar a personas que se hallaban en opresión o posesión demoníaca.

Era innegable que Dios bendecía a través suyo, al punto que, como reconocía que no era precisamente mi don, me coloqué a su lado y lo secundé en cuanto pude. Reconocí públicamente que en ese ministerio, si bien yo seguía siendo el pastor, el era el ministro de liberación>. De él aprendí mucho en eso.

Con el paso del tiempo noté que Sebastián comenzaba a «tocar la trompeta» con su ministerio; estaba publicitando su rol en la iglesia más allá de lo saludable. En el interior de mi corazón comencé a tener temor por el énfasis público que insistía en imprimir a su rol de <liberador>. Fue allí que comencé a presentir que el mismo enemigo, a quien le estábamos arrebatando criaturas en el nombre de Jesús, comenzaba a gestar su contraofensiva hacia nosotros.

Algunas madres de la congregación nos comentaron que sus hijitos se asustaban cuando se reprendía en público buscando manifestaciones espectaculares. Observé, entonces, las caritas de tos niños y comprobé su temor por algo que bien podría ser practicado en forma reservada. Los creyentes nuevos y las visitas también padecían del mismo temor a esas manifestaciones, por lo que me dispuse a hablar con Sebastián sobre el tema.

Me acerqué a él con bastante temor, ya que no quería que confundiera mi inquietud de ordenar las cosas y velar pastoralmente con un intento de menoscabar su ministerio, o más aun a su persona. Traté de hablarle sobre la naturaleza del culto cristiano, enfocado más a la exaltación del Señor Jesucristo y la predicación de su Palabra y en no dar mucha importancia al diablo. Pero, lamentablemente, sucedió lo que deseaba evitar; reaccionó diciéndome que quería opacarlo y dejarlo de lado.

Luego de hablarte sobre las muchas otras formas en que podemos servir al Señor combatiendo el trabajo del enemigo y, aun con ministerio de liberación, prometió pasar tiempo en oración y reflexionar sobre lo que habíamos hablado, reconociendo que debía poner más cuidado.



LA ETAPA SIGUIENTE: UN GRUPO DE SUSTENTACIÓN

Las semanas se fueron sucediendo, pero no podía ver un cambio en las actitudes de este hermano. Un mes más tarde volví a hablar con él, ya que parecía arreciar con su necesidad de ostentación pública. Si tos hermanos por quienes oraba no se caían de bruces al suelo como <prueba de ministración> espiritual, pues entonces no había habido bendición. Si los supuestos liberados -libéremelos – no se revolcaban por el piso y «otras señales», no estaba «terminado el trabajo». Más allá de eso, toda persona que nos participaba su problema estaba «endemoniada», para él. A varias personas les dijo que debían desprenderse de ciertas alhajas y objetos personales. El cuidaba de esas cosas, pero luego se perdían y la gente andaba reclamando esos objetos a mi esposa y a mí. El colmo llegó cuando presionó a un matrimonio de ancianos a que tiraran al río su radio, su televisor y un mueble para guardar la vajilla, ya que -según él- estaban poseídos. Luego pidió que junto con él dieran testimonio público en la congregación.

Nuevamente me acerqué a él y salimos a caminar. Esta vez, como respuesta, me dijo que había <un grupo de creyentes con diversas inquietudes> y que él me las quería hacer conocer. Lo invité a que organizara una reunión con esas personas y yo, a fin de escuchados, porto que a los pocos días nos encontramos en la iglesia para charlar. Coincidentemente, esas personas eran las mismas que asistían al grupo de estudio y oración hogareño que él dirigía.

Las mencionadas «inquietudes» rondaban alrededor del ministerio de Sebastián. Las mismas cosas que él me había manifestado -que quería marginarlo, que le quitaba libertad, que estaba celoso de él, etc.- fueron lo que este grupo me dijo aquella noche.

-¿Hay alguna otra cosa, aparte de la relación con el hermano?-, pregunté.

Nada, no había ninguna otra cosa. Entonces les expliqué cómo era mi visión de la situación, haciendo referencia a mi respeto inicial por el ministerio del hermano. También hice referencia a algo muy obvio para ellos, como lo era el hecho de que yo, personalmente, no era del todo bien mirado por otros pastores de nuestra denominación, precisamente por el hecho de no cercenar totalmente este upo de cosas. Esta libertad había traído su costo en mi relación con los colegas- y lo traería con creces después-. De este costo, todos los presentes eran bien conscientes.

Ellos reconocieron la necesidad de honrar al Señor en una forma más lejos de la que me cuidadosa. Terminamos ese tiempo con una oración grupal, todos de rodillas, y hasta con algunos pidiendo perdón, con lágrimas. Parecía, al fin, que comenzábamos a transitar nuevamente el mismo camino del ministerio. Sin embargo, el enemigo no cedería tan fácilmente su terreno.



PREPARANDO MI SALIDA

La reacción de Sebastián a mis llamados de atención iría más lejos de lo que me hubiera imaginado aquella noche, cuando hablamos y oramos con aquel grupo de personas. Nunca me ha gustado el fomentar la investigación secreta en los corrillos de la iglesia, pero siempre había hermanos fieles que vendrán anticipando, con sus comentarios, la inminente realidad en ciernes. Un sábado, recibo una llamada telefónica:

-Don Roberto, Sebastián me invitó a una reunión en su casa para esta tarde, y me dijo que usted no debía enterarse-.

-Tal vez será que está preparando una sorpresa y no quiere que me entere antes. Será por mi cumpleaños-, conté tratando de minimizar lo que en mi interior presentía.

-No. Don Roberto; no es no es por su cumpleaños. Quiere hacer una asamblea mañana por la mañana, porque quiere sacarlo del pastorado-, sentenció, mientras añadía –Ya tiene un grupo que lo acompaña-.



HEBREOS 11

Esa mañana siguiente, al levantarme, fui directo a mi Biblia y leí el capítulo once de Hebreos. La verdad es que hubiese preferido visitar algunos amigos que compartieran con Adela y conmigo este momento, pero debía vivir y ministrar esa mañana, como pastor que era de esa congregación. Ese capítulo de la Biblia me dio fuerzas, en el modelo de otros, para enfrentar la adversidad, sabiendo que el Señor está detrás de todo, y que «todo ayuda para bien», a aquellos a quienes Dios ama.

El llamado de ese hermano el día anterior me había prevenido de lo que pasaría ese domingo, aunque no en toda su intensidad. Había tenido la impulsiva idea de llegarme hasta la casa de Sebastián y hablarle frente a frente, para hacerlo reflexionar, pero luego pensé que agravaría las cosas y las precipitaría. Preferí aguardar con paciencia el momento de la reunión dominical.



LA AMARGURA DE LA CARNALIDAD

Pasó la reunión de ese amargo domingo -ni recuerdo sobre qué prediqué-. Al finalizar el culto, se levantó un hermano y pidió una asamblea general para ese mismo momento. Le expliqué que una asamblea debía ser anunciada como proveen los estatutos y que, según era de mi conocimiento, por lo menos un 30% de la membresía no había sido debidamente avisada.

Ante la insistencia de un grupo, expliqué que ya estaba al comente de la situación y de que sabía que se planeaba mi despido. También dije que pensaba que eso era una improvisación, reñida con la forma en que todos habíamos acordado para tratar nuestros asuntos comunes -los estatutos- y que no podía abandonar la congregación en una situación semejante. También agregué que, como era notorio el deseo de algunos, celebraríamos una asamblea administrativa dentro de unos días, una vez que todos fueran debidamente avisados.

Unas diez personas -que me parecieron como doscientas- se abalanzaron contra mí, pero se detuvieron a escasos centímetros de mi nariz. Hasta vi pasar algunos puñetazos, pero ninguno alcanzó a rozarme siquiera.

En ese momento se desató lo que contaba al principio del relato. Gente gritando, otros daban puntapiés a las puertas, paredes y al pulpito. Sebastián caminaba por el pasillo central, tratando de guardar una actitud más pasiva, pero yo veía cómo, astutamente, hablaba en voz baja con unos, luego con otros, manejando al grupo que había preparado.

Traté de quedar impasible en mi lugar. Cerré los ojos y comencé a orar en silencio.

-Señor, ¿qué debo hacer? ¿Cómo detener este desorden? ¿Cómo poner orden en esta, tu casa? ¿Debo gritar más fuerte que ellos para que se callen? ¿En qué se transformará esto si tanto ellos como yo gritamos? Ten misericordia de nosotros y socórrenos, Señor-.

Y mientras oraba y continuaba clamando al Señor por ayuda y orden, la gente comenzó a irse y nadie quedó en el salón. Algunos se fueron frustrados, otros con una rara mezcla de asombro y escándalo por la escena que nunca hubieran sonado ver en la iglesia donde habían recibido su salvación.

Soto Adela permanecía sentada, con su rostro entre sus manos, orando.

¿Qué había pasado? ¿A dónde habíamos llegado, con todo esto?



LA OTRA SOLEDAD

Por supuesto, como era de esperar, la tensión de esa tarde y de los días siguientes fue abrumante en nuestro hogar.

Después de dos duras e interminables semanas, nos dispusimos a celebrar la solicitada asamblea, en un día sábado. Dada la gravedad de la situación, habíamos acordado invitar a los pastores de la zona, de la misma denominación, para que nos ayudaran con su madurez y adorno en esta difícil circunstancia. Ellos, sin duda -pensé- tendrán una concepción pastoral del problema. Después me enteraría -varias semanas más tarde de mi salida- que habían sido convencidos engañosamente de que yo cobraba por cada ceremonia de casamiento y nacimiento en que solicitaban mis servicios pastorales. Esto, sumado al concepto de que yo era-según decían «tolerante a las expresiones carismáticas de algunos de nuestros miembros», los cautivó para venir y participar. Sebastián y los suyos, al convocarlos -y como era de esperar- no habían hablado nada de sus propias ideas y comportamientos. Había que sacar al pastor por cobrar comisiones especiales y otros deslices, no por otra cosa.

Allí comencé a experimentar «la otra soledad», el vacío de los colegas. Ellos comportándose según una acusación falsa, y yo, que desconocía esa acusación, no entendía por qué. Esa reunión fue dirigida por estos pastores, reduciéndose a escuchar algunas acusaciones. Al terminar esta parte, los colegas se retiraron a hablar en privado, y al tiempo me llamaron. Allí, quien presidía, me dijo:

Roberto, te tienes que ir. Presenta la renuncia y no te hagas problemas-.

-¿Por qué piensas que debo renunciar, José?-, le pregunté.

-Creemos que va a ser lo mejor. Nosotros vamos a decir a Sebastián y los suyos que deben retirarse de esta iglesia, pero creemos que tú tienes que renunciar-

Yo no podía creer lo que escuchaba, Por supuesto que había considerado varias veces esa posibilidad en todo este proceso, pero ni por mi percepción personal de sentido común ni por creerlo voluntad de Dios pensaba que ese era el momento indicado. Entonces dije:

-Hermanos, me he sometido a ustedes en esta reunión para no agrandar la discordia, aunque ustedes saben que están dirigiendo una asamblea en forma contraria a nuestros principios. Ahora bien, si ustedes afirman que el Señor les ha mostrado fehacientemente que es voluntad divina el pedirme la renuncia, lo consideraré seriamente como tal. Si no es así, no veo en base a qué hacerlo. Como me lo temía, ninguno pudo ponerlo en esos términos.

Volvimos al salón donde estaba el resto de la congregación y, como también me lo temía, la reacción a la propuesta del grupo de pastores ocasionó un nuevo descontrol, como hada dos semanas atrás.

Entonces los pastores me volvieron a llevar aparte, y fue allí cuando el que presidía me dijo:

-No te hagas problema, Roberto. Renuncia ahora que te pondremos de nuevo como pastor la semana que viene-. Mi sorpresa daba saltos agigantados.

-¿Cómo puedes pensar en cosa semejante, José? ¿Te parece que es la forma en que el Señor nos ha enseñado a conducirnos? ¿Cómo voy a participar del engaño que significa renunciar, sabiendo que –en caso de que fuera verdad lo que dices- a la semana estaré de nuevo? Lo máximo que puedo hacer es poner esa renuncia a congregación, de los hermanos de la congregación, para que ellos decidan-.

Cuando llegamos al salón nuevamente y vi esas caras cansadas, de miradas incomprensibles, me sentí apenado por todos esos hermanos que, en el fondo de su corazón, no sabían en verdad qué era lo que en lo que estaba sucediendo.

-Hermanos-, dijo el presidente dirigiéndose al público,- esta junta pastoral ha determinado que Sebastián debe retirarse de la congregación. Además, el pastor Roberto ha renunciado, y esta junta de pastores de la zona quedará a cargo de esta congregación-. Allí ya no experimente el vacío de los colegas, sino su traición.

Mientras el que presidía decía su conclusión vi a los otros ministros medio desorientados, prefirieron apoyar con su silencio a quienes presidía y no a la verdad que ellos mismos debían buscar y sostener. El compromiso de colegas pudo más que el compromiso con la verdad.

La gente no podía creer lo que sucedía. Más de la mitad no estaba de acuerdo con mi retiro, pero otros ya comenzaban a festejarlo. El desorden se hizo de nuevo presente esa tarde. Otra vez la carne de fiesta. Al ver el punto en que habían llegado las cosas, me puse de pie y presenté mi renuncia.

Cuando al anochecer de ese sábado llegamos a casa, me derrumbé sobre un sillón y esperé que el torbellino de ideas encontradas que contenía en mi cabeza se fueran decantado, a fin de ordenar mi mente. Adela fue a la cocina a preparar un té, y luego se sentó mi lado.

Luego de unos minutos, nos arrodillamos y nos presentamos juntos ante Dios y oramos por nosotros, nuestros hijos y nuestro futuro. Oramos también por los miembros futuro de la iglesia, por los muchos que ahora estarían desorientados en su vida espiritual y eclesiástica. También oramos por Sebastián y sus seguidores, y por sobre todo rogamos por los pastores que de ahora en más dirigirían la iglesia.

Sin cenar nos fuimos a dormir, … y descansamos.



EL DIA DESPUES

Al día siguiente, domingo, nos levantamos un poco más tarde de lo acostumbrado. No habíamos puesto el reloj despertador, por lo que dormimos hasta que el cuerpo estuviera satisfecho.

Desayunamos frugalmente y, luego de mi tiempo devocional, me disponía a salir a comprar el periódico cuando suena el timbre de la puerta.

-Pastor, recibamos para orar con usted-. Dos familias que no podían consentir lo que había sucedido, venían a buscar a su pastor y orar a Dios.

-Miren, hermanos, pasen y siéntense. No sé qué decirles ni qué actitud tomar, pero si quieren orar a Dios, hagámoslo-.

En mi interior comencé a vislumbrar la posibilidad de que ocurriera lo que siempre había rechazado en otros colegas que se iban de sus iglesias: comenzar reuniones con un pequeño grupo que le fuera leal.

Luego de un sentido pero triste tiempo de oración, les sugerí el que volvieran a la iglesia. No querían por nada del mundo. Intenté mostrarles alguna otra opción en otras iglesias, a la vez que decía que no podía anticiparles qué sucedería con nuestras vidas, ya que debíamos esperar en el Señor. Tai vez hubiera cosas insospechadas que nuestro buen Señor tendría reservadas para nosotros, pero debíamos conducirnos en el temor de Dios y esperar en El.

-Si no se hallan a gusto en nuestra iglesia ahora -no podía dejar de llamarla «nuestra»-, al menos vayan a otra iglesia por unos días, mientras esperan en el Señor-, les dije. -No dejen de adorar al Señor con tos cristianos-, terminé.

-Dios nos ha mostrado que debemos apartarnos de quienes desconocen al Señor y se apartan-, me dijeron. -Usted es nuestro pastor y a usted venimos. Por favor, no rechace nuestro pedido».

No quería adelantarme a los planes del Señor tomando decisiones emocionales, pero comprendimos con Adela que la actitud dé estos hermanos era el comienzo de la restauración de Dios a nuestras almas. Y le dimos gracias.



Apuntes Pastorales, Volumen VIII Número 4