por Harold Segura
En las epístolas pastorales, sin duda, podemos encontrar algunas pautas en cuanto a la formación cristiana y el desarrollo de creyentes fieles a su Señor y obedientes a la tarea del Reino. Estas son reflexiones a partir de las llamadas cartas pastorales sobre la práctica pastoral del Apóstol Pablo.
A Paul Antón, biblista del siglo XVIII d.C., se le atribuye haber sido el primero en denominar «cartas pastorales» a las tres epístolas escritas por Pablo a sus íntimos colaboradores, Tito y Timoteo. Esas cartas forman un grupo homogéneo de los escritos paulinos y, al igual que la de Filemón, tienen como destinatarios, no a las iglesias, sino a sus pastores. Su contenido abunda en recomendaciones acerca del ejercicio ministerial, pero agrega también orientaciones pastorales para el crecimiento cristiano y el fortalecimiento de la fe de los servidores de «la casa de Dios» (1 Ti 3.15)*.
Estas cartas pertenecen a los llamados escritos tardíos del apóstol Pablo, quizá entre los años 62 y 67, cerca de su muerte. La ubicación de las fechas, al igual que la identificación de su autor, han sido objeto de extensos y numerosos debates entre los especialistas del Nuevo Testamento. Al aceptar las fechas indicadas y la autoría de Pablo nos acogemos a la tradición de la iglesia antigua, aunque reconocemos las serias repercusiones de esta opción.
Los escritos están dirigidos a Timoteo y Tito. No obstante, se puede pensar que, aunque se mencionan los nombres específicos, las recomendaciones tienen en mente a un grupo más amplio de dirigentes de la iglesia. Los dos personajes eran conocidos cristianos del siglo primero, quienes mantuvieron una relación de amistad y fraternidad con el apóstol Pablo. Timoteo fue uno de sus colaboradores más íntimos y gozó de su plena confianza. Es mencionado en el libro de los Hechos en seis ocasiones (16.1; 17.14 y 15; 18.5; 19.2; 20.4) y dieciocho en las epístolas paulinas. Fue compañero inseparable del apóstol en sus viajes por Galacia, Troas y Filipos, entre otros lugares; incluso durante la prisión en Roma. Pablo le encargó el gobierno de la iglesia de Éfeso, ciudad donde se encontraba cuando recibió la primera carta (1 Ti 1.3). Las referencias dejan ver una relación cálida entre el maestro y el discípulo: en una ocasión lo llama «mi hijo amado y fiel hijo en el Señor» (1 Co. 4.17) y en otra «mi verdadero hijo en la fe» (1 Ti 1.2).
En cuanto a Tito, su nombre es mencionado en doce ocasiones en las epístolas paulinas (2 Co 2.13; 7.6, 13, 14; 8.6, 16, 23; 12.18; Gá 2 .1 y 3; 2 Ti 4.18; Ti 1.4). Estaba junto a Pablo en el concilio de Jerusalén (Gá 2.13). Era de origen gentil (Ga 2.3) y probablemente pertenecía a la comunidad de Antioquía. Pablo le confió delicados encargos ministeriales y, al final de la vida del apóstol, fue constituido pastor de Creta (Tit1.5) y colaborador en la misión hacia Dalmacia (2 Ti4.10), territorio de la antigua Yugoslavia.
En estas epístolas, sin duda, podemos encontrar algunas pautas en cuanto a la formación cristiana y el desarrollo de creyentes fieles a su Señor y obedientes a la tarea del Reino. Pablo, al fin y al cabo, procuraba que estos dos servidores de la iglesia se esforzaran por presentarse a Dios aprobados «…como obrero que no tiene de qué avergonzarse y que interpreta rectamente la palabra de verdad» (1 Ti 2.15).
El valor de un modelo
Una de las características de las cartas pastorales es su exigencia moral y espiritual para los dirigentes de las iglesias (pastores, obispos o diáconos), entre ellos Tito y Timoteo. Y a ese nivel de calidad moral no se podía aspirar afirmando solamente la ortodoxia doctrinal. Pablo apela, en esta ocasión, a su propio modelo de vida. Por eso, la primera lección de formación es él mismo como siervo que ha «peleado la buena batalla, ha acabado la carrera» y ha «guardado la fe» (2 Ti 4.7).
La formación por medio del ejemplo personal es un común denominador en casi todos los escritos paulinos. De hecho, en uno de ellos afirma: «Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced» (Fil 4.9). Todo aquello que el apóstol demandaba de sus discípulos cercanos ellos lo podían ver en la vida y en la práctica del apóstol: había experimentado una genuina transformación (conversión) personal (1 Ti1.1215), había sido valiente en los momentos de persecución y sufrimiento (1 Ti 4.10; 2 Ti 1.12) y había perseverado cuando los demás lo habían abandonado y traicionado (2 Ti 1.15; 4.1618). A partir de ese modelo de madurez cristiana es que exige a sus discípulos que sean irreprensibles moralmente, comprometidos en su ministerio y limpios de conciencia. Esto explica también que Pablo pida a Timoteo: «no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo, ni de mí, preso suyo…» (2 Ti 1.8).
Así, el ciclo formativo de Pablo es dinámico y tiene efecto multiplicador: primero, Pablo es un imitador de Jesús, luego Timoteo y Tito hacen lo mismo con la ayuda del modelo de Pablo y finalmente, se espera que las iglesias reproduzcan las conductas de Tito y Timoteo como modelos en el seguimiento de Jesús (2 Ti 2.7): «presentándote tú en todo como ejemplo…» (Tit 2.7)
Formación por medio de la acción
¿Cuál es el interés prioritario de estas cartas?: ¿el crecimiento personal de Timoteo y Tito o la consolidación de las iglesias a su cargo? Los dos propósitos se conjugan bien y se inciden mutuamente. Las iglesias se edificarán en la medida en que sus dirigentes sean creyentes maduros y estos a su vez, lograrán la madurez mientras sirvan en las iglesias y se involucren en la proclamación y defensa del evangelio.
La propuesta del apóstol es «formación en la acción». De allí que las disciplinas que se mencionan tengan que ver con el compromiso radical de seguir a Jesús en medio de las condiciones adversas del mundo (2 Ti 3.1), de la apostasía reinante (1 Ti 4.1), y de los falsos creyentes (2 Ti 4.14). Por otra parte, a la acción ministerial dentro de la iglesia, se suman las buenas obras para con los de afuera. La diaconía, expresada por medio de las buenas obras hacia los más necesitados es uno de los temas centrales en las tres epístolas. Pablo exhorta a ocuparse en las buenas obras para que la fe tenga fruto (Tit 3.14).
La formación cristiana, desde esta perspectiva de la acción consecuente, se diferencia de las falsas doctrinas (herejías), las cuales proliferaban por aquel entonces y que Pablo combate en sus cartas. Esas son fábulas que conducen al debate retórico, pero no contribuyen a la «edificación de Dios que es por fe» (1 Ti 1.4). La «fe no fingida» (1 Ti 1.5; 2 Ti 1.5) es aquella que logra traducir la piedad personal e íntima, en acciones concretas que expresan el amor de Dios al mundo necesitado.
La iglesia, espacio vital de crecimiento
El ambiente de estas epístolas es eclesial y comunitario. Tan eclesial que algunos biblistas opinan que no corresponde al contexto del primer siglo, sino de la primera mitad del siglo II d.C., cuando las comunidades habían desarrollado ciertos grados de institucionalización jerárquica. De allí, concluyen que son cartas escritas por el «movimiento sub-paulino», entre los años 100 y 135 d.C.
En especial, en 1 Timoteo, Pablo expresa cuatro preocupaciones: las doctrinas heréticas, la presencia de los ricos en la iglesia, la creciente participación de las mujeres en el ministerio local, y la opinión de la sociedad greco-romana para los cristianos (el «qué dirán»)[1]. Para cada una de estas preocupaciones ofrece alternativas que deben ser acogidas por el discípulo y aceptadas por la iglesia. Aunque en 2 a Timoteo y Tito los énfasis varían, se mantiene el interés por las iglesias y por su desarrollo institucional.
Pablo escribe desde la distancia; ni Tito ni Timoteo están cerca (2 Ti 4.9). Por lo tanto, la maestra inmediata es la iglesia. Ella es la tutora y en su seno crecen los discípulos. La «iglesia del Dios viviente», es «casa de Dios» y «columna y baluarte de la verdad» (1 Ti 3.15). La iglesia, aunque imperfecta, es el medio natural para que crezca la fe y se proyecte hacia el mundo entero. En ella, el amor es una exigencia que madura y las imperfecciones son un reto que afirman la confianza en la gracia del Señor.
Este crecimiento que ofrece la iglesia no se produce gracias a la entera santificación de sus miembros, pues Pablo reconoce con pesar que hay hipocresía, traición (2 Ti 4.14), apostasía y liviandad espiritual. Sin embargo, nada de eso lleva a desconocer el papel formativo que juega la comunidad para sus miembros. Esa iglesia, a pesar de sus inconsecuencias, sigue siendo, por el misterio de la gracia, «columna y fundamento de la verdad» (1 Ti 3.15).
Ante todo el carácter
¿Cuál es la meta de la formación cristiana?, ¿cuál es su evidencia más palpable? A decir verdad, la respuesta es diversa porque abarca tanto la solidez doctrinal (Tit 2.1; 1 Ti 1.4), como el desarrollo de la piedad personal (1 Ti 2.2, 19; 4.7; 6.6 y 11; 2 Ti 3.5), el compromiso ministerial de entrega a la iglesia -y por medio de ella a los necesitados de este mundo (1 Ti 5; 2 Ti 2; Tit 2)- y, de manera especial, el desarrollo de un carácter integral que refleje la gloria de Cristo. Ese carácter se evidencia por medio de la práctica de la justicia, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre (1 Ti 6.11), la paz, la amabilidad (2 Ti 2.2224), la sobriedad (2 Ti 4.5), la integridad, la seriedad y el uso de la palabra sana e irreprochable (Tit 2.8), entre otras.
La diferencia entre los falsos maestros, tanto los que engañaban con «fábulas y genealogías interminables» (1 Ti 1.4), como los que vendrán en los últimos tiempos (2 Ti 3), no es sólo su doctrina diferente, sino su carácter. Estos son contumaces, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes, ingratos, impíos, implacables, intemperantes, crueles y mucho más (2 Ti 3.19). La diferencia entonces se marca con una doctrina sana y un carácter íntegro, que les permita presentarse a Dios «aprobados, como obreros que no tienen de qué avergonzarse» (2 Ti 2.15).
Asunto de disciplina
«He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Ti 4.7), afirma Pablo al final de sus días. Las figuras del soldado y del atleta son presentadas como metáforas del proceso de formación cristiana y aparecen también en otras partes de los escritos pastorales (2 Ti 2.35; 1 Ti 4.78), junto a la figura del labrador (2 Ti 2.6). Estas referencias sirven para establecer una relación entre formas de disciplina física y espiritual. La formación del carácter cristiano no es un asunto ligero o frívolo, como sí lo pudieran ser las viejas leyendas judías o las fábulas gnósticas. La piedad cristiana requiere que los creyentes se ejerciten con disciplina.
Algunas disciplinas del «rigor atlético» de la fe son mencionadas por el apóstol a lo largo de sus tres escritos. Entre ellas están: el discernimiento doctrinal o teológico (1 Ti 1.47; 4.16; Tit 2.1), la oración (1 Ti 2.12 y 8), la lectura (1 Ti 4.13), el servicio y las buenas obras (1 Ti 5.10; 6.2 y 18), la aplicación de las Escrituras (2 Ti 3.1517), la proclamación del evangelio (2 Ti 4.12), la fraternidad y amistad cristiana (2 Ti 4.1013, 1921, Tit 3.1213) y la denuncia profética (1 Ti 6.1719).
Dios es el autor
El crecimiento cristiano es una acción que descansa, finalmente, en la obra soberana de Dios por medio de su Santo Espíritu. Tantas son las exigencias que hace el apóstol a sus jóvenes discípulos que se corre el riesgo de leer las cartas como rígidos tratados de moralidad humana o religiosidad del esfuerzo propio. Razones hay para ello, sobre todo si nos detenemos en aquellas ocasiones en las que invita a esforzarse (2 Ti 21) a pelear (1 Ti 6.12) y a ser valiente (2 Ti 2.8). Sin embargo, Pablo acompaña cada exigencia con una verdad referente a la gracia de Dios que opera en nosotros por la obra salvadora de Cristo y por su amor entrañable. Así, el esfuerzo que pide es un esfuerzo en la gracia: «esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Ti 2.1).
Aunque requiere de nuestro esfuerzo y del acompañamiento comprometido de la iglesia, la formación cristiana es, en última instancia, obra soberana del Espíritu, quien actúa por su gracia en nosotros. «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación de todos los hombres» (Tit 2.11). Cristo es el único capaz de «redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tit 2.14).
Puesto que Dios es el actor de la purificación, Pablo anuncia su muerte y se prepara en paz para ser sacrificado. «Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano» (2 Ti 4.67). No hay lugar para la ansiedad manipuladora, ni para el caudillismo clerical ya quede la gracia de Dios proviene nuestra confianza y a él debemos nuestra fe.
Pablo, formador de creyentes maduros
La formación cristiana es, ante todo, un proceso dinámico y siempre inacabado por medio del cual Dios nos imparte su vida mientras caminamos con la iglesia y nos sometemos a su voluntad, «agradable y perfecta» (Ro 12.2). Este es un proceso comunitario en el cual crecemos mientras aportamos al crecimiento de los demás.
No es un programa que se transmite, sino una vida que se comparte. Es un peregrinaje que se inicia con un modelo personal de seguimiento de Jesús, se acompaña con una estrecha relación de fraternidad cristiana, se consolida con la práctica de las «disciplinas atléticas» de la fe y descansa en la gracia soberana de Dios, quien es el único autor y consumador de la fe. «Timoteo, ¡cuida bien lo que se te ha confiado!» (1 Ti 6.20).
© Apuntes Pastorales, Volumen XXI Número 1