por David Hansen
La compasión es una reacción corporal que puede estimularse por medio de acciones físicas.
Era joven cuando comencé a pastorear mi primera congregación, entonces conocí a una familia que cuidaba a una abuela que agonizaba. No los visité. No fue por holgazán, sino porque me paralizaba el miedo. No sabía qué hacer. No entendía entonces que «hacer algo» era exactamente lo que no necesitaba hacer; todo lo que debía hacer era… estar allí.
Cuando la mujer falleció me sentí muy avergonzado de que nunca hubiera visitado a la familia. Ni siquiera los había llamado por teléfono. No me pidieron que oficiara el funeral. La familia nunca mencionó la situación. Según pude notar, nunca me guardaron rencor por ello. Sabían que era un jovencito falto de entendimiento.
Ahora entiendo por qué fallé, pero no consigo olvidar mi error. ¡Gracias a Dios! Cuando pienso en evadir una visita al hospital recuerdo esa experiencia —y otras similares— y al instante me levanto y ¡corro al hospital!
Por obligación
Debo confesar algo: muchas veces visito a los enfermos porque es mi trabajo, y no porque sienta compasión por ellos. Visitar a alguien postrado en una cama solo para cumplir con lo que debo hacer no revela de mi parte un alto compromiso pastoral con la gente, pero me ahorra problemas.
Pedir perdón nunca es agradable, aunque una gran mayoría de personas saben perdonar. El gran problema que enfrento cuando no visito a alguien, sin embargo, es enfrentar mi propia conciencia. Ella me carga con sentimientos de culpa. Me resulta mucho más difícil aliviar la culpa que arreglármelas con un hermano ofendido. Los fieles en mi iglesia perdonan y olvidan, ¡pero mi conciencia no padece Alzheimer! Visitar a los enfermos para acallar la conciencia es un ejemplo pastoral bastante trágico. Si pensamos que al proceder así seguimos a Jesús, nos equivocamos; sí combatimos a la desobediencia, pero nunca escaparemos de la tibieza, que, si la dejamos actuar, se congela y se transforma en una apatía sin sentimiento. Tomando en cuenta lo patético que resulta cumplir de esta manera las visitas pastorales, ¿debería visitar con semejante motivación?
Los hermanos asumen que voy a verlos motivado por amor. ¿Debería ser honesto con ellos y confesarles que en realidad voy a visitarlos para evitar la incomodidad de una consciencia culpable? No puedo hacer eso. La persona empeoraría si lo hiciera. Mi conciencia es implacable, pero también es inteligente; me obliga a visitar, no porque ella me convenza de que poco entusiasmo es mejor que nada, sino porque sabe que Dios crea de la nada. Visito por fe, no porque me sienta motivado a hacerlo.
Sorprendente transformación
Cuando llego al lugar de sufrimiento, el amor toma el mando. Mi corazón comienza a latir más rápido, mi conciencia se agudiza y mis entrañas se desestabilizan. Brota la compasión. Lo que comenzó como una molestia termina con una muy animada disposición de mi parte. La bondad humana encendida por una chispa espiritual nos lleva a una oración espiritual para suplicar sanidad. ¡Qué tremendo cambio! Entro refunfuñando a la habitación del hospital porque me estoy perdiendo la final de un partido de fútbol, y salgo sintiéndome como la Madre Teresa. Muy rara vez falla el resultado.
¿Soy hipócrita? Solamente si consideramos que nuestra humanidad ocasionalmente nos ubica a todos en la condición de hipócritas. Es característico de los seres humanos que sintamos compasión, pero también es verdad que a la distancia esta sensación es más débil que cuando estamos en presencia del que sufre. Incluso, ocurrió así con el mismo Jesús. Se registran varios ejemplos en los evangelios en los que Jesús fue movido a compasión cuando se encontró cara a cara con una persona necesitada.
Una realidad física
En cierta ocasión un leproso se acercó a Jesús: «Un leproso vino rogando a Jesús, y arrodillándose, Le dijo: “Si quieres, puedes limpiarme.” Movido a compasión, extendiendo Jesús la mano, lo tocó y le dijo: “Quiero; sé limpio.”» (Mr 1.40–41 – nblh)
Al Hijo de Dios, la vida en la Tierra lo llevó a sentir compasión por nuestras luchas contra la tentación. «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado» (He 4.15). El amor insistente de Dios produce la Encarnación. Como un resultado de la encarnación Jesús vivió la experiencia física inmediata del sufrimiento humano, y eso engendró en él la compasión. La compasión germina en la carne; las principales palabras para la compasión en los dos testamentos están vinculadas a la carne.
Splaxna: entrañas temblorosas
La gran palabra utilizada para la compasión en el Nuevo Testamento es splaxna. De este término obtenemos la palabra española «bazo». En la literatura griega splaxna se utiliza mucho para los órganos vitales, y significa algo así como «entrañas». Splaxna es la sensación que sentimos en nuestro estómago cuando entramos en contacto con el sufrimiento.
La compasión es el amor que más aprovecha la unión del cuerpo y del alma. La compasión se da cuando nuestra alma turbada vierte su porción de amor en el cuerpo. De esta manera, la experiencia de la compasión es profundamente espiritual en su génesis y profundamente física en su revelación, aun en la persona de Jesús.
La compasión es amor encarnado: «El Verbo (la Palabra) se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1.14). La compasión es el movimiento físico en la presencia del sufrimiento y el movimiento espiritual en el vacío creado por el sentido de abandono que trae el sufrimiento.
Racham: Amor del vientre materno
En el Antiguo Testamento, la palabra empleada por Dios para compasión es racham. También se utiliza para describir el «vientre materno». La compasión de Dios hacia nosotros es como la compasión nacida en una madre hacia el hijo que lleva en su vientre. El modelo perfecto es María, que con compasión y fidelidad tomó la compasión de Dios encarnado en su vientre.
La fusión del amor divino, del amor de padre y del amor pastoral quizás se pronuncia con más intensidad en la compasión que en cualquier otra clase de amor. La identidad de los tres está presente en la designación tradicional del pastor como «padre». El apóstol Pablo comparaba su amor pastoral con la tarea paternal: «Más bien demostramos ser benignos entre ustedes, como una madre que cría con ternura a sus propios hijos» (1Ts 2.7).
En esto, también Dios es el modelo: «Como un padre se compadece de sus hijos, Así se compadece el Señor de los que Le temen. Porque El sabe de qué estamos hechos, Se acuerda de que sólo somos polvo» (Sal 103.13–14).
Dios se compadece de nuestra vida vulnerable. Los padres sienten compasión hacia sus hijos vulnerables. Y los pastores deben ser compasivos ante la vulnerabilidad en la vida de las personas a quienes sirven. Cuando entro a la habitación de alguien que sufre, con gran frecuencia sus ojos me miran con una profunda impotencia, como si quisieran decirme:
· «¿Cómo llegué hasta aquí?»
· «Estoy perdido»
· «No puedo seguir adelante»
· «¿Puedes ayudarme?»
La vulnerabilidad es precisamente algo muy difícil de resolver. Desafía la endeble naturaleza de nuestra existencia. El objetivo de la compasión es llegar a la vulnerabilidad de los demás, identificarnos con ella y permitir que nos mueva y nos toque.
Ingrediente necesario
Afirmar que la compasión nace de manera natural no significa que sea fácil. Incluso los padres ocasionalmente se ocupan de la vulnerabilidad de sus hijos por obligación. Siempre vale la pena, pero nunca es fácil. Cada oportunidad en la que somos movidos a compasión hacia nuestra familia, hacia la iglesia o hacia las personas de la calle hemos tomado la decisión de vivir el dolor.
Mi objetivo no es separar la compasión de la pasión, sino asegurar la compasión como una característica permanente y confiable de nuestro ministerio mediante una correcta comprensión de la misma. La compasión es casual, pero no se da al azar. La compasión requiere que nos dispongamos a sentirla una vez que estemos allí, frente al dolor. A veces la decisión de estar dispuestos es pura elección. Relegar la compasión a una decisión racional puede parecer descorazonado, pero nos obliga a trabajar en algo que es en extremo difícil.
Preguntas para estudiar el texto en grupo
Desde las entrañas (primera parte)
1. Según el autor, ¿qué es lo que realmente nos mueve a compasión?; ¿en qué basa él su propuesta?
2. ¿En dónde germina la compasión?; ¿cuáles son las palabras que utiliza el autor para respaldar esta declaración?
3. ¿Cómo define el autor la compasión?
4. Comparada con la paternidad, ¿cómo debería ejercitarse la compasión en el pastorado?
5. ¿A qué nos obliga el entender la compasión como una pura elección?; ¿qué condujo al autor a pensar así del ejercicio de la compación? En cuanto a usted, ¿resultaría esta dinámica en su ministerio? ¿De qué manera podría permitir que su ministerio esté caracterizado por la compación?
Se tomó de The Power of Loving your Church, 1998. Christianity Today. Se publica con permiso. Todos los derechos reservados.