El Amor de Dios, Parte V

por José Belaunde M.

Hemos estando hablando acerca de las diversas formas como se manifiesta nuestro amor por Dios. Mencionamos la primera, que consiste en obedecerle; y la segunda, que consiste en hablarle constantemente en la intimidad del corazón, hoy hablamos de la tercera.

Hoy llegamos a nuestra tercera consideración. No hay nada que agrade más a una mujer que un hombre le diga que es bonita o atractiva. Y a un varón lo más agradable que una mujer puede decirle es que es muy varonil o muy inteligente. Ahora bien, a Dios ¿qué cosa podemos decirle que más le agrade? ¿Que es todopoderoso u omnisciente? Bueno, Él ya lo sabe y no necesita que le pasemos la franela. Aunque a Él le agrada ciertamente que le alabemos, hay algo que le agrada aún más.


Si yo quiero agradar a Dios, halagarle, lo mejor que puedo hacer es confiar en Él. No hay nada que le agrade más a Dios que el hombre confíe en Él. «Sin fe es imposible agradar a Dios…» (Hb 11:6) Y no hay nada que le desagrade más, que le ofenda más, que desconfiar de Él. Si tú confías en Él para cualquier asunto que te preocupe, le estás diciendo que es sabio y que conoce cuál es la mejor solución, que es poderoso y puede llevar a cabo todo lo que se propone, que es fiel para cumplir todo lo que promete. Si tú confías en Él, hará todo lo necesario, todo lo posible, hasta lo humanamente imposible, para honrar tu confianza, para no defraudarte. De ahí que una de las mejores oraciones que podemos hacer al Padre es aquella conforme a lo que dice el salmo 37:5: «Encomienda al Señor tus caminos, confía en Él y Él obrará.». Si tienes alguna cosa que te preocupa, encárgasela a Dios y Él la resolverá. El apóstol Pedro escribió: «Echad todas vuestras ansiedades sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros.» (1P 5:7). Pero si nosotros oramos con desconfianza, pensando que no nos dará lo que le pedimos, le ofendemos y actuará tal como hemos pensado, porque «conforme a vuestra  fe os sea hecho» (Mt 9:29).


Por último, nosotros manifestamos nuestro amor por Dios amando al prójimo. Para comenzar, notemos que Dios no nos ha ordenado amarle a Él como nos amamos a nosotros mismos, a pesar de que ésa es la medida suprema de nuestro amor, ya que, en verdad, a nadie amamos más de lo que nos amamos a nosotros mismos, a nuestro yo. Pero Él quiere que nosotros le amemos a Él aún más, como dice el Catecismo: que le amemos sobre todas las cosas, esto es, más aún de lo que nos amamos a nosotros mismos. Por eso nos dice también que nos neguemos a nosotros mismos por amor a Él. El que se niega a sí mismo, ama a Dios más de lo que se ama a sí mismo. Jesús nos amó así, puesto que dio su vida por nosotros. Su amor por nosotros es la medida del amor que nosotros debemos tener por Él. Pero Él quiere que nosotros amemos al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. Y eso es ya muy bravo. ¿Cómo lo voy a amar tanto como a mí mismo? Yo me cuido a mismo, me alimento, me engrío, me admiro, me miro al espejo, me compro lo que me gusta si puedo, etc. ¿Y voy a tener que hacer todo eso por otro? En verdad Él nos ha dado un mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros…» (Jn 13:34). Eso no es nuevo. Eso ya lo sabemos. Pero sí es nuevo, porque ahí se nos dice algo más que no está en el mandamiento conocido, algo que va más allá: que nos amemos unos a otros tal como Él nos ha amado, hasta dar la vida por nosotros. Es decir, que amemos al prójimo más de lo que nos amamos a nosotros mismos. Ya que dar la vida supone eso: amar al prójimo más de lo que uno se ama a sí mismo. Jesús nos amó de esa manera: hasta el extremo de dar su vida por nosotros. Nosotros debemos amar al prójimo hasta el extremo de dar la vida por él. (1Jn 3:16). El que entrega la vida por otro le ama más de lo que ama su propia vida. De lo contrario no la sacrificaría en bien del prójimo. Por lo general, nosotros no amamos de esa manera porque sólo amamos a los que nos aman y nos hacen bien, y aborrecemos a los que nos hacen daño. Esa es nuestra reacción natural. Pero Dios no quiere que actuemos así, sino que siempre amemos como ama Él. Que amemos con un amor imperturbable, indiferente a la forma como nos trate el prójimo, sea buena o mala, al extremo de que amemos a nuestros enemigos, y les devolvamos bien por mal, como Él hace. Y si eso es lo que Dios demanda de mí ¿Voy yo a odiar a aquel a quien Dios ama? Porque Dios no odia a ése que yo odio, sino que lo ama igual que a mí. ¿Puedo yo odiarlo? Jesús dijo «Amad a vuestros enemigos…» Dios ama a mis enemigos ¿no los amaré yo a mi vez? (1Jn 4:21-5:1) En verdad, la expresión suprema de nuestro amor por Dios es nuestro amor al prójimo. La medida, el termómetro, de nuestro amor por Dios es nuestro amor al prójimo. Amamos tanto a Dios como amamos a nuestro prójimo. Porque el amor a Dios nos empuja a amar al prójimo. Y a amarle en hechos y en verdad, no sólo en palabras. No obstante, aunque nos esforcemos, tenemos que reconocer que hay muchas cosas que no podemos hacer o que no querríamos hacer por el prójimo, por mucho que digamos que le amamos. Conocemos nuestros límites. Ocuparnos de un «clochard», de un vagabundo, por ejemplo, de uno de esos locos sucios que vagan por la calle, recogerlo, traerlo a nuestra casa, limpiarlo, alimentarlo. Eso no. Nos da asco. No podemos. Va más allá de nuestras fuerzas. Pues bien, si ése el caso, ése el límite de nuestro amor por Dios. Hasta ahí no más llegamos. Nuestro asco es más fuerte que nuestro amor por Dios. Al amar al prójimo, en realidad nosotros estamos amando a Dios, porque Él está en sus criaturas. Y es en ellas donde tenemos que descubrirlo. Por algo dijo Jesús: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber…Y lo que hicisteis al más pequeño de éstos, a mi lo hiciste…» (Mt 25:35,40). Cada vez que hicimos algo por el más pequeño de éstos, a Él se lo hicimos. Y cada vez que nos negamos a hacer algo por el más repugnante de los hombres, a Él se lo negamos.