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El ataque

El ataque

por G. Campbell Morgan

Mientras Jesús estaba en el desierto, Satanás decidió tentarlo para echar a perder el plan divino de Dios. G. Campbell Morgan analiza detalladamente la segunda tentación, cómo esta atacaba la confianza que el Hijo tenía en el Padre, y las implicaciones que hubiera tenido si Jesús hubiera cedido a la petición del enemigo.

Parte I de la serie: El salto que Jesús no quiso dar Un estudio sobre la segunda tentación de Jesús


No existen indicaciones claras que permitan determinar el espacio de tiempo que transcurrió entre la primera y la segunda tentación. Es probable que una siguió tras otra en rápida sucesión. La palabra con que Mateo introduce el relato del segundo ataque sugiere esta sucesión. «Entonces el diablo le llevó a la santa ciudad» (Mt 4.5). Esto sugeriría que al instante de ser rechazado en un punto, el diablo comenzó el ataque desde alguna nueva posición ventajosa. Había intentado derribar la obediencia mediante un ataque a la naturaleza física. Cuando renueva el ataque, deja de apelar a la debilidad por el hambre, ahora recurría a la fuerza misma de la vida espiritual, es decir, la confianza del Maestro en Dios. Para fines de análisis, se dividió la segunda tentación en dos etapas: el ataque y la reprimienda.



El ataque


En esta segunda tentación, Satanás trató de seducir a Jesús y apartarlo de su actitud de estricta lealtad a la voluntad de Dios. Ahora lanzaba toda la fuerza de su arte sutil contra aquello que era la fortaleza de su permanencia en la voluntad de Dios, es decir, su perfecta confianza en Dios. No cabe duda de que la fortaleza en la resuelta constancia de Cristo en la voluntad de Dios era su absoluta confianza en su Padre, una confianza serena y perfecta. La confianza hizo que escogiera deliberadamente sufrir hambre —lo cual estaba dentro de la voluntad divina— antes de satisfacer esa necesidad por la más mínima desviación del sendero divinamente señalado. El enemigo no pudo persuadir a Jesús de dejar esa senda, por eso, ahora dirigía sus fuerzas contra el principio de fortaleza donde radicaba el secreto del triunfo anterior de Jesús.

Difícilmente puede subrayarse demasiado este pensamiento introductor. El Hombre perfecto de Dios fue totalmente victorioso. La confianza en su Padre era tan completa que obedecía no por resignación o simplemente sumisión, sino por deleite en cualquier obra que fuese la voluntad del Padre. Él sabía que estaba más seguro hambriento en la voluntad de Dios, que satisfecho fuera de ella.

Este era el objetivo, por eso la terrible sutileza en la manera de comenzar el ataque: «Entonces el diablo le llevó a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en la piedra» (Mt 4.5–6).

La elección del lugar es la primera evidencia de la sutileza del adversario. «La santa ciudad», y dentro de esa santa ciudad «el templo», y en el templo, «el pináculo». ¡Cómo influye sobre la mente lo que hay alrededor! El cambio de la situación corporal produce cambios menos maravillosos en la actitud de la mente . La localidad constantemente conmueve los pulsos del patriotismo. Todo ser se enternece al volver a la vieja casa, y algunos de los sentimientos religiosos más profundos manan con nuevo poder al regresar al lugar donde las corrientes de agua viva refrescaron al espíritu sediento. Siempre resulta imposible volver a visitar cualquier sitio de tiernas, sagradas o santas asociaciones sin que causen un efecto profundo sobre el ser interior.

No se puede entender cabalmente cuánto significaba para Jesús este lugar. Cada frase en el relato es descriptiva, y tiene su propio valor. «La santa ciudad». Es difícil apreciar exactamente lo que eso significaba para un hebreo. Para hacerlo en alguna medida, uno tiene que remontarse a la poesía hebrea, y leer algunas de las frases que vibran con una devoción que pocos conocen en estos días de muchas ciudades y continuos viajes. «Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra, es el monte de Sión…, la ciudad del gran Rey» (Sal 48.2). «Allá subieron las tribus» (Sal 122.4). «Como Jerusalén tiene montes alrededor de ella» (Sal 125.2). Estas y otras frases ayudan a comprender mejor esta situación. Jerusalén era el centro mismo de la más profunda vida de la nación, y todas las aspiraciones del pueblo se concentraban en ella. Todo devoto hijo de Abraham, en cualquier parte de la tierra en que se hallara, volvía su rostro hacia la ciudad mientras su corazón se dirigía en oración al Dios de sus padres. Millares se unían en la oración del salmista: «Si me olvidare de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza» (Sal 137.5).

Jesús de Nazaret no era una excepción a la regla. ¡Cuánto amaba a la ciudad! Vino a ella vez tras vez, y cuando lo rechazaron definitivamente, como él sabía, y tenía que pronunciara su juicio, lo hizo con tal emoción, que hasta la propia maldición pronunciada se caracterizó por las lágrimas de su compasión.

El diablo le condujo a esta ciudad. Cuando Satanás atacó su confianza en Dios, puso al Maestro en medio de todos los recuerdos de los pasados tratos de Dios con su pueblo, en la ciudad de las promesas.

Si la ciudad conmovía el corazón del judío, el templo lo hacía aún más. Era el centro de la ciudad; en realidad, la ciudad era grande solamente porque el templo se encontraba ahí. La nación hebrea era una teocracia. Estaban bajo el gobierno inmediato de Jehová, cuyo lugar de revelación era el templo. Ese templo era pues la gloria peculiar de Jerusalén. Aun cuando los valores espirituales eran despreciados, todavía quedaba en el corazón del pueblo una veneración hacia el templo. Además, los miembros devotos de la nación siempre relacionaban con ese templo todo lo más elevado y mejor en su historia, experiencia y esperanza. Era en realidad la casa misma de Dios.

El corazón de Cristo demostró en distintas formas el aprecio que sentía por el templo. De hecho, desde el inicio hasta el final de su ministerio lo limpió de traficantes. ¡Cuántas veces estuvo de pie en sus atrios, caminó por sus pórticos y se dirigió a las multitudes, o mantuvo una conversación con los grupos menores! El enemigo transportó a Cristo hasta ese centro de la vida nacional, el lugar donde la religión judía tenía su suprema manifestación y expresión, el espléndido símbolo de ese principio de fe en Dios sobre el cual la nación entera había sido creada.

Sin embargo fíjese una vez más en el lugar especial del templo donde lo colocó el diablo. El término «pináculo» transmite una idea falsa. En realidad, no había pináculos sobre ese templo. El texto marginal sugiere la palabra «ala», y con toda probabilidad el lugar a que se refería era el magnífico ala sur del templo hecho por el real pórtico de Herodes. Josefo dice que, al ponerse en la extremidad oriental de ese pórtico, «cualquiera al mirar abajo se mareaba, mientras que su vista no podía alcanzar una profundidad tan inmensa». Este era en el templo un punto de gran altura. Era el lugar más admirable, más estratégico, el punto al cual llevarían a cualquiera a quien se deseaba impresionar con la solemnidad y esplendor de la ciudad y su templo.

Así el diablo trajo a Jesús al corazón de la nación, la ciudad; al corazón de la ciudad, el templo; al lugar del templo que más temor infundía. ¡Qué buena y sutil elección! ¡Qué terrible astucia y malicia! Todos los alrededores apelaban al sentido de confianza de Dios. Parecería que este era el último lugar para atacar el principio de la confianza; sin embargo, si se considera la insinuación del enemigo, se verá el malicioso artificio tras la elección de esta ubicación.

En la insinuación, fíjese primero en la palpable y verdadera propuesta del enemigo. «Échate abajo» (Mt 4.6). Es una tentativa directa de forzar a Jesús a obrar sobre ese principio de confianza, que ha sido fomentado por la selección de este especial lugar. «En la ciudad del gran Rey, en la casa dedicada a su culto, en el lugar que más temor inspira, ejercita confianza en él arrojándote de esta gran altura». Detrás de esta clara insinuación se hallaba otra inferida e indirecta: la confianza se expresa con mayor perfección cuando se osa hacer algo extraordinario, espectacular, heroico. Es como si el enemigo hubiese dicho a Jesús: No hay necesidad de que tú te eches abajo. No sucede en el curso ordinario del deber, pero es tan grande la oportunidad para una aventura de fe: la confianza en Dios se manifiesta cuando se hacen actos espectaculares para él. El enemigo le sugirió a Jesús probar su confianza y colocarla fuera de la región de lo común. Jesús rechazó la primera tentación en la fortaleza de su confianza. El sentido de esa victoria se basó en la confianza y estaba fresca en su alma, por eso, el enemigo ahora sugería que la ejerciera en forma extraordinaria. «Échate abajo». ¿Podría concebirse algo más lleno de sutileza, más capaz de atrapar al incauto, y derribar lo que había parecido ser una vida inexpugnable?

La plausibilidad y fuerza de la tentación se perciben aún más vivamente en el argumento que el diablo emplea: «Si eres Hijo de Dios» (Mt 4.6). Este es el mismo argumento usado en la primera tentación, pero con un énfasis diferente. En la primera, con toda probabilidad la fuerza de la expresión caía sobre la palabra «eres», «si eres Hijo de Dios» (Mt 4.3). Aquí parece que estaba sobre la palabra «Dios», «si eres Hijo de Dios». El énfasis estaría sobre la naturaleza de Dios. En la primera tentación, Jesús probó el hecho de su relación. Ahora el recurso se dirigía a esa relación. El enemigo estaba dispuesto a extenderse hasta la bondad de Dios y el cuidado que él otorga a quienes confían en él. Frustrado y herido en la primera tentación por el uso que el Maestro hizo del arma de la Palabra, ahora empleaba esa misma arma. ¡La espada misma de Cristo en manos del diablo! Observe su resplandor cuando el mismo diablo dice: «Escrito está».

Empleó la Escritura para apelar al principio de la confianza. Jesús había declarado que el hombre vivía no solo de pan, sino de las palabras procedentes de la boca de Dios; ahora al querer tentarlo hacia un nuevo ejercicio de confianza, el diablo cita la Palabra de Dios. Acepta la definición de Cristo de que la vida humana es algo más que animal. Reconoce que la vida espiritual necesita ser fuerte para ejercer la confianza; además, que la vida espiritual solo es fuerte si se nutre de la Palabra. De modo que Satanás intenta ministrar a Cristo precisamente con el dominio de esa naturaleza espiritual. Es un cuadro sorprendente y espantoso. «Escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra» (Mt 4.6). Este es el colmo mismo de la sutileza. El salmo del cual se cita, comienza con las palabras:

«El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente» (Sal 91.1).

Esta es una descripción de la perfecta seguridad del alma que confía. A través de todos los siglos su ritmo, su música y su dulzura han alegrado el corazón de aquellos que ponen su confianza en Dios. Ahora el enemigo procura instar al Maestro a algún nuevo ejercicio de la confianza, y por eso cita estas palabras de ese gran salmo de confianza.

Hasta aquí hemos visto algo de la sutileza y la fuerza del ataque, pero la revelación final solo aparece cuando la respuesta de nuestro Señor deja claramente expuesto su significado interior.



La reprimienda


Ahora observe el arma que usó Jesús para obtener la victoria. Otra vez se ve el brillo de la espada cuando él dice: «Escrito está». Es como si primero replicara a la sutileza del ataque del enemigo al revelarle que continúa viviendo de la Palabra de Dios. Además, no tenía ningún inconveniente en que su ser físico estuviera condicionado por la ley de Dios, ya que esa ley definía su responsabilidad espiritual. Así como en el aspecto físico no pensaría en vivir fuera del gobierno de la voluntad de su Padre, tampoco lo haría en el espiritual. No estaba dispuesto a exceder los límites que Dios estableció para su libertad espiritual, tampoco iría más allá de los límites fijados para su ser físico. Sin embargo, note la leve variación en su uso del arma. En la primera tentación dijo: «Escrito está». En la segunda: «Escrito está también» (Mt 4.7). La palabra «también» revela el perfecto dominio que el Señor tenía del arma. En comparación con Cristo el diablo era un esgrimista pobre al intentar emplear la espada del Espíritu. Parecería que con un sereno pero poderoso movimiento de su fuerte brazo Jesús le arrebató a Satanás la espada. La fuerza del «también» se halla en el hecho de que es una respuesta a lo que dijo Satanás: «Escrito está». No niega la exactitud de la cita satánica, pero responde a ella diciendo: «Escrito está también». Quiere decir que debe hacerse un uso correcto de las palabras de Dios. Ninguna declaración aislada sacada de su contexto constituye autorización suficiente para acciones que claramente están opuestas a otros mandatos. «Escrito está», pero: «Escrito está también», y para una debida definición de la vida ningún texto suelto basta. Es necesario que haya conocimiento de todo el plan de la divina voluntad, y de esta manera se descubre el verdadero equilibrio y proporción de la vida.

¡Qué valor infinito hay en esa palabra «también»! ¡Qué bueno sería si toda la iglesia de Cristo aprendiese que ninguna ley de vida puede basarse en un texto apartado del resto! Siempre es necesario descubrir los distintos aspectos de la verdad, pues estos se limitan uno al otro en su operación, y crean el inexpugnable fuerte de seguridad para el alma del hombre.

En un estudio de las herejías de la iglesia —por supuesto no muy provechoso— se verá que todas se han fundado en Escrituras usadas como las usa el diablo. Es decir, fueron arrancadas del hilo del pasaje en que se encuentran y de su relación al conjunto de la revelación. Cada falso maestro que ha dividido a la Iglesia ha tenido un «escrito está» sobre el cual colgar su doctrina. Si tan solo contra ese trozo aislado se hubiese reconocido que «escrito está también», ¡de cuánto se hubiera salvado la Iglesia!

Ahora fíjese en la Escritura que Cristo utilizó para resistir el ataque. «No pondrás a prueba al Señor tu Dios» (Mt 4.7). Generalmente se ha entendido que aquí Cristo le decía al diablo: No harás prueba de Mí. Pero eso indudablemente es restarle valor a las palabras. En esta declaración, al igual como venció al enemigo en la primera tentación, él definía su propia posición. El mandato: «No pondrás a prueba al Señor tu Dios», fue dirigido al hombre, y en esta cita el Señor dio su razón para negarse a lanzarse desde el ala del templo.

Aquí, entonces, se expone el significado más profundo de este sutil ataque. ¿Qué podía parecer más excelente que la confianza de este Hombre perfecto en Dios? ¿Podía haber algo más acertado? En una sola frase el Maestro quita toda la hipocresía de su malvada propuesta y revela el asesino intento. Si se hubiera lanzado desde la parte alta del templo, hubiera tentado a Dios, y en última instancia, no hubiera demostrado confianza, sino desconfianza. Cuando se duda de una persona, se realizan experimentos para descubrir hasta que punto se puede confiar en ella. Realizar experimentos de cualquier clase con Dios es revelar el hecho de que uno no está bien seguro de su bondad. La confianza nunca desea tentar, probar, o actuar descuidadamente. Con calma y tranquilidad permanece con firme fe en la otra persona. ¡Con qué incomparable destreza este Hombre perfecto ha mostrado la fortaleza y a la vez la debilidad de la embestida satánica! La respuesta del Señor revela el verdadero territorio de su confianza. Ese territorio es nuevamente la voluntad de Dios. En efecto, el Maestro declaró que podía confiar en Dios perfectamente mientras se quedara dentro de la esfera de su voluntad revelada, pero que si salía de esa esfera, no tendría derecho a confiar, ni tampoco podría confiar.

¡Qué infinito valor encierra para todos los hombres esta revelación de la verdadera naturaleza de la fe en Dios! El diablo dice perpetuamente: Haz algo audaz, haz algo magnífico, haz algo fuera de lo ordinario, para demostrar así tu confianza. El Maestro siempre responde: Tal acción no evidencia confianza. Eso sería tentar a Dios, y tentarle significa dar muerte a la confianza. La confianza nunca realiza experimentos fuera del sendero divinamente marcado. Tales experimentos son evidencias de timidez y no de confianza.

De modo que otra vez queda invicta la ciudadela, y el adversario es derrotado. Al negarse a tentar a Dios, Jesús demostró su perfecta confianza en él. Así reveló que el hombre, al no ser egoísta hasta el punto de no querer aparecer como heroico, con confianza puede desafiar a todo el infierno, y salir del conflicto más que vencedor.

En las dos primeras tentaciones se puso a prueba la naturaleza del Hijo y demostró ser invulnerable a los asaltos del mal. La debilidad en lo físico fue probada. La fortaleza en el dominio espiritual fue atacada. La debilidad física, al permanecer en la voluntad de Dios, resultó ser más fuerte que la más grande fuerza del mal. Y la fortaleza espiritual, sosegadamente contenta con lo que parecía ser lo común y corriente de la vida, demostró ser más poderosa que toda la sutileza de la maldad espiritual. El Hombre Jesús es victorioso sobre el mal en ambas esferas de su naturaleza. Ha elegido el hambre antes que el pan que Dios no provee, ha escogido aparecer como falto de braveza en lugar de demostrar su temor al poner a prueba a Dios. Cuando se le presentó la alternativa del hambre en la voluntad de Dios, o el alimento fuera de ella, no vaciló ni siquiera por un momento. Con todo volvió a elegir esperar pacientemente en lugar de realizar un acto de brillante magnificencia que hubiera manifestado miedo en vez de confianza.

¡Con qué nitidez se revelan en estas horas de la tentación del Hijo del Hombre, los hechos más profundos de la vida humana! Tal vez en ninguna otra parte pueda verse mejor la sencillez de la vida. El hombre en su caída se complico la vida al tratar de actuar sobre mil diferentes principios, y con la complejidad vino la confusión. Este Hombre tenía sólo un principio, la voluntad de Dios, y si el enemigo lo atacaba en su necesidad física o espiritual, no importaba. En ambos casos fue frustrado y obligado a retroceder. El hombre debe recordar que gracias al misterio de su cruz, pasión, y el triunfo de su resurrección, este ser victorioso ahora mora en él. Si el hombre le es leal a Cristo, como él lo fue a Dios, su lealtad también termina en lealtad a Dios. Así como Cristo superó las más sutiles tentaciones del maligno, nosotros también llegamos a ser «más que vencedores por medio de aquél que nos amó» (Ro 8.37).


Le invitamos a consultar los otros artículos de esta serie:


  • Parte II – La Reprimenda

Tomado y adaptado del libro Las crisis de Cristo, G. Campbell Morgan, Ediciones Hebrón – Desarrollo Cristiano.