El beneficio de una definición teológica

por Desarrollo Cristiano

En la presente era “de la tolerancia intelectual” y el ecumenismo, a menudo se considera que no hay lugar para las convicciones firmes. Sin embargo, Jesucristo entró en controversias con aquellos que estaban desvirtuando el verdadero mensaje de Dios.

En los años ’60, el conocido teólogo contemporáneo John R. W. Stott desarrolló una serie de charlas que, años más tarde, se condensarían en su libro las controversias de Jesús (Editorial Certeza). Su propósito consistía en afirmar que el cristianismo evangélico en el auténtico, el verdadero, el original, el puro cristianismo, y demostrarlo en base a las enseñanzas de Jesucristo mismo.


Al comenzar ese escrito, Stott puso en claro el valor de manifestar convicciones firmes.


El presidente artículo ha sido extraído del primer capítulo del mencionado libro.



OPOSION AL DOGMATISMO

Sé que habrá resistencia al tratamiento de este tema por la actual oposición existente a todo lo que sea «dogmático». El espíritu de nuestra época se muestra poco amigable hacia la gente dogmática: aquella que insiste en sus principios.



Quienes formulan clara y firmemente sus opiniones no son populares. En nuestro mundo actual, una persona de firmes convicciones aunque sea inteligente, sincera y humilde, se puede considerar muy afortunada si no se la acusa de fanática. Los “destacados” son los «amplios y abiertos” (tan amplios que pueden llegar a absorber cualquier idea nueva que se les presente, y lo suficientemente abierta como para seguir haciéndolo ad infinitum).



¿Qué podemos responder a esto? El asunto es que el cristianismo histórico es, esencialmente, dogmático; pretende ser una fe revelada, sin discusión. Si la fe cristiana fuera sólo una colección de ideas filosóficas y éticas de los hombres (tal como lo es el hinduismo), no habría lugar para el dogmatismo. Pero si Dios ha hablado, en la manera en que lo afirman los cristianos, tanto en la antigüedad, por medio de los profetas, como en estos últimos días, por de su hijo (He. 1.1,2), ¿porqué se considera negativamente «dogmático» el que nosotros creamos en su Palabra e instemos a otros a creer también? Si existe una Palabra de Dios que puede ser leída y recibida hoy, ¿no será necedad (y aun pecado) restarle importancia?



Por supuesto, el hecho de que Dios ha hablado y de que su revelación está registrada en un libro no significa que los cristianos lo saben todo. Temo que a veces daos la impresión de pensar eso, y en tal caso necesitamos que Dios perdone nuestras presuntuosas pretensiones de «omnisciencia». En realidad, no conocemos todas las cosas. La versión de la Juan 2.20 que se traduce: «conocéis todas las cosas» (Reina Valera) no es exacta; los mejores manuscritos dicen: «lodos vosotros lo sabéis» (Biblia de Jerusalén y Biblia de las Américas). Lo que afirma Juan es que todos los cristianos tienen conocimiento, pero no que conozcamos todas las cosas. El mismo confiesa en esta epístola que, en cuanto a la vida venidera, «aun no se ha manifestado lo que hemos de ser» (1 Jn. 3.2).



«Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son nosotros y para nuestros hijos para siempre…» (Dt. 29.29). Aquí la verdad, en su totalidad, se divide en dos partes: «las cosas secretas» y «las reveladas». Las cosas secretas pertenecen a Dios, y ya que le pertenecen a El y no le ha placido dárnoslas no debemos procurar obtenerlas sino contentamos con dejárselas a El. Las cosas veladas, por otra parte, «son para nosotros y para nuestros hijos para siempre». Es decir que, ya que Dios nos las ha dado y son nuestras. El desea que las poseamos nosotros mismos y las entreguemos a nuestra posteridad. El propósito de Dios para nosotros, por tanto, es que gocemos de lo que es nuestro (pues lo ha revelado) y que no codiciemos lo que se ha reservado para sí (en la medida en que no lo ha revelado). Debemos ser dogmáticos en cuanto a lo que ha sido revelado claramente y agnósticos en cuanto a lo demás. Lo difícil es mantener santamente esta combinación cristiana de dogmatismo y agnosticismo. Nuestros problemas comienzan cuando permitimos que nuestro dogmatismo invada la esfera de las «cosas secretas» o que nuestro agnosticismo oscurezca las «reveladas». Necesitamos el don de verdadero discernimiento (Fil. 1.10), para vislumbrar entre estas dos esferas de la verdad, la secreta y la revelada. Nuestro dogmatismo cristiano no debe saber a omnisciencia. Pero sí, los cristianos no debemos dudar de aquellas cosas que están claramente reveladas en las escrituras ni dar excusas por creer en ellas. El Nuevo Testamento está lleno de afirmaciones dogmáticas que comienzan con “sabemos», «estamos seguros», «tenemos la confianza». Si dudamos esto, basta leer la primera epístola de Juan, en la cual aparecen verbos que significa “saber” unas cuarenta veces.



Esa nota seguridad y gozo, lamentablemente, falta en muchos sectores de la iglesia hoy día y debemos reencontrarla. «Es erróneo suponer», ha escrito James Stewart, «que la humildad excluye la convicción. G.K. Chesterton escribió unas sabias palabras acerca de lo que llamó la dislocación de la humildad… Lo que nos aqueja hoy en día es una humildad mal concebida … El hombre debe dudar de sí mismo, pero jamás de la verdad; este orden ha sido invertido. Estamos produciendo una raza de hombres demasiado modestos mentalmente para creer en la tabla de multiplicación. Siempre debemos ser humildes y modestos», continúa Stewart, «pero jamás desconfiar o dudar en cuanto al Evangelio». (heralds of God). Cierto diccionario define al término dogma como «declaración arrogante de opinión», y eso no es justo. Ser dogmático no necesariamente significa ser orgulloso o terco.



Una mente demasiado amplia y abierta, tan popular en nuestros días, dista mucho de ser una verdadera bendición. Por cierto, debemos mantener una mente abierta en cuanto a aquellas cosas sobre las cuales las Escrituras no son muy claras y una mente receptiva para que nuestra comprensión de la revelación de Dios continúe profundizándose. Debemos también distinguir entre la doctrina y nuestra falible interpretación de la misma; pero cuando la enseñanza bíblica es clara, el culto a la mente abierta no es señal de madurez sino de inmadurez. Pablo denomina «niños» a aquellos que no pueden decidir qué han de creer y son arrastrados «por doquiera de todo viento de doctrina» (Ef. 4.14). La prevalencia de personas que «siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad» es una característica de los «tiempos peligrosos» en que vivimos (2 Ti. 3.1,7.



REPULSIÓN A LA CONTROVERSIA


El segundo aspecto en que el espíritu de nuestro siglo XX rechaza este tema es por la repulsa actual por la controversia. Usted dirá: “Pero no tantas peleas que encontramos esto no parecería verdad”. Sí, encontramos peleas, pero es notable como, cuando se encuentran líderes de diferentes confesiones la situación cambia bastante. Y esto se manifiesta más aun entre líderes que comparten una consulta teológica o conferencia cristiana.



El espíritu contemporáneo «sugiere» que se puede tolerar el dogmatismo, pero «si has de ser dogmático», dicen nuestros críticos, «no lo divulgues. Mantente firme en tus convicciones (si insistes), pero deja que los demás tengan las suyas propias. Sé tolerante. Ocúpate de tus cosas y deja que los demás se ocupen de las suyas». Es nada más y nada menos que el muy en boga «vivir y dejar vivir», como si no debiéramos discrepar en nada.



«Defiende lo que crees», se nos dice, «pero no hables en contra de lo que creen otros». Aquellos que sostienen esto se han olvidado del deber pastoral de animar a otros con enseñanza sana y «convencer a los que contradicen». (Tit. 1.9, con 2Ti. 3.16,17). Tampoco han prestado atención a lo que C.S. Lewis escribió a Don B. Griffiths: «Por lo que dices me gustas tus hindúes. Pero, ¿qué niegan? Siempre me he topado con ese problema en la India: nunca he encontrado alguna proposición que consideraran falsa; para ellos todo es sabiduría. La verdad involucra exclusiones, ¿no es así?» (Letters of C.S. Lewis).



Es muy fácil tolerar las opiniones de otros si no tenemos convicciones definidas nosotros mismos. Debemos distinguir entre «mente tolerante» y «espíritu tolerante». El cristiano siempre debe ser tolerante en espíritu, lleno de amor, de comprensión, perdonando y soportando pacientemente a otros, pues el verdadero amor “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co. 13.7). Pero, ¿Cómo podemos tener mentes tolerantes hacia lo que Dios ha revelado claramente que es malo o erróneo?



Por cierto que a nadie le gusta andar metido en discusiones y debemos evitar las controversias por el solo hecho de discutir. «Desecha las cuestiones necias e insensatas», escribió Pablo, pues “engendran contiendas” (2 Ti. 2.23). Deleitarnos en la controversia significa estar enfermos, como tener una especie de enfermedad espiritual (en 1Ti. 6.4, la palabra griega noson-delira- también significa «enfermizo” o “enfermo”). Debiéramos huir de ello, como que también debiéramos evitar toda amargura, ese odium teologicum (odio teológico) que ha tiznado las páginas de la historia de la iglesia, aquella controversia movida por un espíritu de amargura. Pero no podemos evitar la controversia en sí, pues somos llamados a «la defensa y confirmación del evangelio” (Fil. 1.7).



La mejor forma de comprobar la dolorosa necesidad de las controversias es recordando que nuestro Señor Jesucristo mismo fue un controversista. No era de mente amplia en el sentido popular de la frase; no estaba dispuesto a aceptar cualquier punto de vista. Por el contrario, continuamente entabló debates con los líderes religiosos de su época, escribas y fariseos, herodianos y saduceos. Dijo que El era la verdad, que había venido a testificar de la verdad y que la verdad liberaría a los que lo siguieran Jn. 8.31,32; 14.6; 18.37). En función de su lealtad a la verdad, no tuvo miedo de disentir públicamente con las doctrinas oficiales (sabiendo que eran erradas), de exponer el error y de advertir a sus discípulos contra los falsos maestros (Mt. 7.15-20; Mr. 13.5,6,21-23; Le. 12.1). Además habló en términos por demás claros, llamándolos «ciegos que guían a otros ciegos», «disfrazados de ovejas, pero por dentro lobos feroces», «sepulcros blanqueados» y hasta «raza de víboras». (Mt. 15.14 y 23.16, 19, 24, 26; 7. 15; 23.27 y Lc. 11.44; Mt. 12.34 y 23.33).



Los apóstoles también eran controversistas, como se ve claramente en las epístolas. Apelaban a sus lectores a que lucharan «ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos» (Jd. 3). Como su Señor y Maestro, hallaron necesario advertir a las iglesias de los falsos maestros y a instarlas a mantenerse firmes en la verdad, no considerando, para nada, que esto fuera incompatible con el amor. Juan, el apóstol del amor, a quien debemos la sublime afirmación de que «Dios es amor» y cuyas epístolas abundan en exhortaciones al amor mutuo, declara abiertamente que cualquiera que niega que Jesús es el Cristo es un mentiroso, un engañador y un anticristo (1Jn. 2.22; 2Jn. 7). En forma similar, Pablo, que en 1″ Corintios 13 nos da el más grande himno del amor y lo declara como el primer fruto del Espíritu, (Gá. 5.22) pronuncia un solemne anatema sobre cualquier ser que pretenda distorsionar el evangelio de la gracia de Dios (Gá. 1.6-9).



En nuestra generación nos hemos distanciado mucho de este celo vehemente por la verdad que tanto Cristo como sus apóstoles demostraron. Si amáramos más la gloria de Dios y tuviéramos más solicitud por el eterno bien de los hombres, no nos negaríamos a tomar parte en controversias necesarias, cuando la verdad del evangelio está en juego. El mandato apostólico es claro: debemos «seguir la verdad en amor» (Ef. 4.15), no mintiendo en amor, ni hablando la verdad sin amor, sino manteniendo las dos cosas en equilibrio.


EL LLAMADO A «ESTRECHAR FILAS»

Un tercer argumento en contra de procurar definir la fe cristiana demasiado clara se basa en la situación mundial contemporánea. El cristianismo, se nos recuerda, está perdiendo terreno constantemente, en especial en Europa y los EE.UU.



No es sólo el hecho de que la explosión demográfica supere el porcentaje de conversiones, sino que las fuerzas anticristianas se alían. El socialismo sigue su marcha, aun a pesar de que la «perestroika» soviética está avanzando sensiblemente en el Tercer Mundo. El islamismo está ganando más convertidos que el cristianismo en varias regiones. Las antiguas religiones orientales han despertado de su letargo y cautivan a los bohemios juveniles de todo el mundo. En varios países también surje un nacionalismo apasionado que se mofa de nosotros como «la religión de la CÍA». Encontramos también una fuerte corriente de secularismo en el Occidente, atrapando a individuos y sociedades en su poderoso torbellino. Ciertamente, se dice, en vista de esta múltiple amenaza a la fe cristiana debemos estrechar nuestras filas. Ya no podemos damos el lujo de la división. Estamos luchando por la sobrevivencia misma. Debemos unimos o pereceremos.



Este llamado a estrechar nuestras filas nos conmueve y no somos insensibles a él. En verdad, concordamos de todo corazón con mucho de lo que contiene. Muchas de nuestras divisiones son no sólo innecesarias sino pecaminosas y debilitantes; son una ofensa contra Dios y un obstáculo para la extensión del Evangelio. Personalmente estoy convencido de que la unidad visible de la iglesia (en cada región o país) es bíblica y deseable, y debemos buscarla activamente.



Pero así como deseamos honrar la «unidad», debemos formulamos una pregunta sencilla pero a la vez esclarecedora. Si hemos de enfrentar a los enemigos de Cristo con un frente cristiano unido, ¿con qué cristianismo lo haremos? La única arma que puede derrotar a los que se oponen al evangelio es el evangelio mismo. Sería una tragedia si en nuestro afán por derrotarlos se nos escapara de las manos la única arma efectiva con que contamos. Un cristianismo unido que no sea el verdadero no obtendrá la victoria sobre las fuerzas anticristianas, sino que será vencido por ellas.

EL ESPÍRITU DEL ECUMENISMO


La cuarta influencia contemporánea que se opone al tema de este libro es el «espíritu ecuménico». Al decir esto, en ninguna manera quiero condenar todo el movimiento ecuménico. Por el contrario, mucho de lo que se ha logrado es bueno y correcto. Estoy procurando más bien describir lo que podría llamarse: «el punto de vista ecuménico». De acuerdo al mismo, ningún individuo ni ninguna iglesia tiene el monopolio de la verdad, sino que cada cristiano, sean cuales fueren sus opiniones, tienen sus propios «discernimientos» de la verdad y por lo tanto su propia «contribución» a la vida común de la iglesia. Los que sostienen este punto de vista esperan el día cuando todos los cristianos y las iglesias (no hablan de todas las denominaciones evangélicas exclusivamente, sino que incluyen a todos los que se llaman cristianos) se unan y hagan un «pozo común» con sus diferentes contribuciones. El potpourri resultante, aunque difícil de imaginar, es considerado por muchos como la meta deseable. Por supuesto, entonces, para ellos el deseo evangélico de definir ciertas verdades (de modo que algunos sean excluidos) es erróneo y perjudicial.



Creo que es positiva la decisión tomada por la Illa Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, en Nueva Delhi (1961) de ampliar las bases de sus estatutos para que incluyan una referencia (aunque indefinida) a la Trinidad y a las Escrituras. (Ahora, esa ampliación dice: «El Consejo Mundial de Iglesias es una comunidad de iglesias que confiesan que el Señor Jesucristo es Dios y Salvador de acuerdo a las Escrituras y por tanto buscan cumplir juntas su vocación común para la gloria del único Dios (Padre. Hijo y Espíritu Santo»). Por cierto que esto fue un paso en la dirección correcta, pero la base sigue siendo mínima. En verdad, cuando se compara con los llamados «credos católicos» (el de los Apóstoles, el de Nicea y el de Atanasio), o con las grandes confesiones de la Reforma del siglo XVI, resulta extremadamente débil. Esta actitud de «mínimo común denominador» da la impresión de una lamentable indiferencia a la verdad revelada. También ha llevado algunas veces a un amor por declaraciones ambiguas que esconden diferencias profundas, sostenidas sinceramente pero que no producen nada bueno ni permanente. Equivale a empapelar una pared que tiene rajaduras. La pared queda linda y limpia por un tiempo, con las rajaduras escondidas provisionalmente. Las rajaduras estarán aún debajo de la superficie y ante el primer temblor saldrán nuevamente a la luz, quizás más anchas y profundas que antes. No es ni honesto ni constructivo dar la impresión de que opiniones divergentes son en realidad diferentes maneras de decir la misma cosa.



Lo que corresponde a los que profesan ser cristianos y están en mutuo desacuerdo unos con otros no es ignorar, ni encubrir, ni aun restar importancia a sus diferencias, sino debatirlas. Tomemos, como ejemplo, el catolicismo. Me inquieta ver a protestantes y católicorromanos unidos en algún acto común de culto o. testimonio. ¿Por qué? Porque se da la impresión de que sus desacuerdos están ya virtualmente superados. El espectador poco erudito podría decir: «Si ya están unidos en oración y proclamación, ¿qué otra cosa los puede dividir?»



Pero tal exhibición pública de unidad es sólo un juego de disimulo; no es vivir en el mundo real. Por cierto podemos estar agradecidos al ver señales de que en la Iglesia de Roma la rigidez esté cediendo y se esté dando mayor importancia a la Biblia. En consecuencia, muchos católicorromanos han aceptado más verdades bíblicas de las que habían comprendido antes, y algunos, por razones de conciencia, han terminado abandonando su iglesia. El Concilio Vaticano II ha dado tanta libertad a las Escrituras en la iglesia que ninguno puede imaginar cuál será el resultado final. Nuestra oración es que, con la ayuda de Dios, sea una reforma bíblica total. En algunos lugares, sin embargo, se vislumbra una alarmante tendencia opuesta, «un liberalismo teológico tan radical como el que se encuentra en el cristianismo protestante.



Debemos reconocer, lamentablemente, que de acuerdo con la orgullosa jactancia de Roma de ser ella semper eadem (siempre igual), ninguno de sus dogmas ha sido aún oficialmente redefinidos. Esta es una deducción lógica de su pretensión de infalibilidad. Obviamente, si una declaración es infalible, también es irreformable. Debemos destacar que las redefiniciones intentadas no contienen aún ningún repudio explícito a declaraciones o definiciones del pasado. No ha habido confesión oficial pública y penitente de pecados y errores pasados, aunque esto, tanto para una iglesia como para el individuo, sea una condición indispensable para la reconciliación. En cambio, los pronunciamientos romanos contemporáneos oscilan entre lo progresivo y lo conservador, expresando así las dolorosas tensiones internas de la iglesia. Ocasionalmente se da a los estudiosos de la Biblia una palabra de aliento que eleva las esperanzas de que Roma, al final, permitirá que las Escrituras la juzguen y la reformen. Pero en lo inmediato estas esperanzas inciertas se esfuman ante alguna declaración reaccionaria del viejo orden.



La reanimación oficial repetida y sostenida de tradiciones y dogmas absolutamente carentes de fundamento bíblico acerca de la Virgen María, el Papa, la misa y otros tópicos es lamentable en extremo, especialmente cuando aparecen junto con la verdadera enseñanza bíblica de la Trinidad, como si los dos grupos de enseñanzas pudieran compararse en cuando a su verdad, autoridad e importancia.



A la luz de estas cosas, lo que se necesita hoy entre protestantes y católicosrromanos no es una prematura demostración exterior de unidad, sino un “diálogo» serio y sincero. Algunos protestantes consideran comprometedora tal conversación con católicosrromanos, pero no necesariamente debe serlo. El verbo griego del cual se deriva la palabra «diálogo» significa en la Biblia “razonar» con las personas en base a las Escrituras. Su propósito (para el protestante) es doble: primero, que al escuchar cuidadosamente pueda comprender lo que el católicosrromanos está diciendo, a fin de evitar dar golpes en el aire; y segundo, testificar clara y firmemente de la verdad bíblica así como a él ha sido revelada.



En tal diálogo es indispensable la definición teológica. Una persona no puede comprender las convicciones de otro si primero no se ha detenido a expresar las propias claramente. Mucha discusión está destinada a fracasar desde el comienzo a causa de esta falta de comprensión. “Hay muchos que prefieren pelear sus “batallas intelectuales» con, como dice el Dr. Francis L. Patton, «poca visibilidad”. Lo que se necesita es una mejor definición de los términos, y nada menos que esto debiera ser aceptable. Esta es la única forma de aclarar el panorama.



Desprecio por el dogmatismo. Odio a la controversia, amor a la tolerancia, el llamado a estrechar nuestras filas y el espíritu ecuménico, estas son algunas de las tendencias modernas que se oponen al propósito de definimos y contender por la fe. Pero Dios quiso que la iglesia cristiana, ya sea universal o local, fuese una iglesia confesional. La iglesia es «columna y fundamento de la verdad» (1Ti 3.15). la verdad revelada se compara a un edificio, y el llamado de la iglesia a su “fundamento” (sosteniéndolo para que no se mueva) y a su «columna» (levantando en alto para que todos la vean).



A pesar de la hostilidad del espíritu del presente siglo a una confesión abierta de la verdad, la iglesia no tiene la libertad ni el derecho de rechazar la tarea que Dios he ha encomendado.