El Dios condenado
por Gerson Amat
¿No lo ven colgado en una cruz, condenado por nosotros porque no quiere condenarnos? Levantado bien alto, para que todos podamos verlo, para que todos podamos ver en él al Hijo de Dios, al Dios condenado por nosotros, para que nosotros podamos vivir. Sin condenar, sin ser condenados.
¡Cuánto nos gusta condenar!
No sé de dónde nos viene, pero eso de juzgar (a los demás, se entiende) es algo que nos encanta a los seres humanos. Lo peor es que no nos limitamos a hacer juicios más o menos teóricos sobre la bondad o maldad de determinamos actos (insisto, de los demás), sino que no solemos quedarnos tranquilos hasta que no emitimos una sentencia, que en muchas ocasiones, por no decir en la mayoría, nos sale condenatoria. ¡Qué casualidad! No me lo estoy inventando. No seré yo quien acuse ahora, pero lo invito a que, cuando pueda tomarse un rato, haga un ejercicio: intente recordar la última vez que condenó un determinado comportamiento, o a una persona o grupo de personas en el que observó ese comportamiento.
No es un pasatiempo inocente esto de condenar a los demás. Porque la mayoría de ocasiones nos convertimos a la vez en legisladores, fiscales, jueces y verdugos. En primer lugar, somos nosotros los que aplicamos nuestra jerarquía de valores y decidimos lo que está bien y lo que está mal. En segundo lugar, somos también nosotros los que nos fijamos en el comportamiento ajeno (sobre todo de quienes ya de entrada «nos caen mal»), y hacemos una labor «policial» intentando averiguar más detalles sobre tal comportamiento. Como fiscales, llegamos a una conclusión más o menos clara. Como jueces, decidimos que tal comportamiento (o persona) es perverso y, por tanto, merecedor de una condena. Lo peor es que también ejecutamos la sentencia, que suele ser de muerte. No de muerte física, claro, porque no podemos, pero sí de muerte moral. Una vez que condenamos a alguien, lo «matamos» espiritualmente: todo lo que esa persona lleve a cabo, estará mal hecho. Peor aún: esa persona deja de tener valor para nosotros. La eliminamos de nuestra consideración: ya «no queremos saber nada de ella». Actuamos como si no existiera.
¿Qué pasa cuando somos nosotros los condenados? ¿Qué pasa cuando son los otros los que nos juzgan a nosotros, y nos condenan, y ejecutan la sentencia, y nos marginan, y nos dejan de hablar, y comentan de todo contra nosotros, y nos descalifican para siempre? Entonces nos dolemos, ¿verdad? Y cuando podemos nos quejamos de ser víctimas de la injusticia ajena. Y no los condenamos a ellos, a los que nos condenan, porque no podemos, porque somos nosotros los condenados. Segundo ejercicio para casa: anote las veces que se ha sentido juzgado y condenado, tanto justa como injustamente.
El resultado es que muchas veces las relaciones humanas, en el seno de las familias, los grupos o los pueblos, se convierten en una acumulación de acusaciones mutuas, y de juicios de unos contra otros, y de condenas que excluyen a los otros de nuestro trato, y de ejecuciones de las sentencias, aunque sea sólo simbólicamente. ¡Pero si pudiéramos !
¡Condenado mundo!
¿Se acuerda de cómo empieza el relato bíblico? Cuando aquella pareja del jardín, Adán y Eva, el hombre y la mujer, 100% de los habitantes del mundo en aquellos momentos, quisieron ser como Dios, conocedores del bien y del mal. Quisieron ser expertos en el bien y en el mal, tener en su mano la capacidad de decidir ellos mismos lo que era bueno o malo. Y decidieron. Decidieron decidir por su cuenta. Por los resultados podemos deducir que, ya de entrada, se equivocaron. Y eso que ocurrió «en el principio» es lo que nos sucede a todos y a cada uno de los seres humanos. Desde que empezamos a adquirir conciencia de nuestra autonomía como personas, entre el final de la infancia y el comienzo de la adolescencia, nos sale la vena, y empezamos a querer decidir por nuestra cuenta, al margen de padres y educadores, no sólo lo que nos conviene sino también los criterios para decidir. Para decidir sobre nosotros y sobre los demás, claro.
No hace falta insistir en el tema del pecado, como la Biblia se refiere a todo esto de los comportamientos humanos. Parece que es la primera lección que aprendemos. El pecado propio y el pecado de los demás. Alguien se encarga, desde muy niños, de meternos el dedo en el ojo y decirnos lo malos que somos. Y enseguida descubrimos lo fácil que resulta meter el dedo en el ojo ajeno y acusar de malos a los demás. Por otro lado, ¡si sólo fuera cosa de niños! Lo peor viene cuando los niños llegamos a mayores, y nos convertimos en expertos, al mismo tiempo, en obrar mal y en echar las culpas a los demás. Entre hombres y mujeres. Entre esposos. Entre padres e hijos. Entre empresarios y trabajadores. Entre el gobierno y los sindicatos. Entre blancos y negros, gitanos y payos, abortistas y antiabortistas, estudiantes y profesores, nacionales y extranjeros, adultos y jóvenes ¿Realmente existe alguien que se salve de esto en este condenado mundo?
Entre todos, nuestros antepasados formaron este mundo en que vivimos. Y nosotros también hemos colaboramos un poquito. Además, ahora somos nosotros los que estamos formando el mundo en que han de vivir nuestros hijos y nietos. Y no estoy hablando ahora de ecología. En todo caso es «ecología humana», el equilibrio de las relaciones entre nosotros. ¡Condenado mundo! Mundo de incomprensión, de violencia, de miseria, de hambre, de drogas, de niños soldados, de abortos, de niñas que abortan, de SIDA, de enfermedades incurables, de vidas sórdidas, de gente pobre y de pobre gente, de alcoholismo, de guerras, de esclavitudes, de envidias, de explotaciones
Lo peor es que en eso de ser condenadores y condenados, aunque todos participamos, unos participan más que otros. Y unos hacen más de condenadores y otros de condenados. Y algunos hacen bastante más daño del que reciben. Y algunos se ponen por encima de los otros para poder condenar más a gusto.
Tercer ejercicio: una vez a la semana elabore una lista, a partir del periódico y el telediario, de los pecados reales del mundo, pregúntese en qué medida nos sentimos víctimas y en qué medida colaboramos nosotros a convertir nuestro mundo en un mundo condenado y un condenado mundo para los demás. El que quiera nota, puede preguntarse qué se puede hacer para salvar al mundo de todo esto y qué puede hacer usted.
Discípulos de un condenado
¿Se acuerdan que estamos celebrando la Pascua? ¿Se acuerdan qué nos recuerda esta celebración? Que a un tal Jesús de Nazaret lo apresaron, lo torturaron, lo juzgaron y lo condenaron. A muerte, como tocaba. Y ejecutaron la sentencia. En sentido literal. Un juicio más, una condena más, una ejecución más. Suma y sigue, en este condenado mundo condenador.
La Pascua nos recuerda que somos discípulos y seguidores de un condenado. Condenado por este condenado mundo. Por los condenados poderosos de este mundo. Pero los que no eran tan poderosos también lo pasaron bien gritando su condena y pidiendo para él la pena capital: «¡Crucifícale!». También sus amigos lo condenaron. Por dentro y en silencio. Lo consideraron un fracasado, se avergonzaron de él y huyeron. Lo abandonaron, y negaron tener algo que ver con él.
Claro que la Pascua también nos recuerda que, si a estas alturas somos seguidores de aquel condenado llamado Jesús es porque su condena fue algo más que cualquier condena, y que su muerte fue algo más que cualquier muerte. Porque cuando estaba cumpliendo su condena, cuando se estaba ejecutando su sentencia de muerte en la cruz, Jesús estaba juzgando a la muerte, y condenando a la muerte, y triunfando sobre la muerte. Porque Dios resucitó a Jesús. Y de este modo sabemos que cuando Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, estaba muriendo en la cruz, víctima de la condena de este condenado mundo condenador, Dios mismo estaba en Cristo padeciendo la condena con la que el mundo lo condenó, para acabar con todas las condenas de este condenado mundo. «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo» (Jn 3.17). Porque «tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3.17).
¿Quién condena a quién?
Resulta que nos pasamos la vida, que el ser humano se ha pasado la historia, condenándonos unos a otros, condenándonos a nosotros mismos, siendo víctimas de las condenas de los otros, haciendo de este mundo un mundo condenado, porque hemos querido «ser como Dios». Porque hemos creído que ser Dios consiste en tener poder; en tener poder para ejecutar lo que queramos; en tener poder para hacer que los demás hagan lo que queremos que hagan; en tener poder para condenar a los demás cuando no hacen lo que queremos que hagan. Ésa es la imagen que el ser humano se hace de Dios: Alguien como nosotros, con los mismos defectos que nosotros, pero a lo grande, con todo el poder para ejecutar su santa voluntad, el mismo poder que el ser humano tantas veces desea tener. Pero ese no es Dios, ese es solo un «diosecillo», creado por nuestra imaginación a nuestra semejanza.
¿Quién condena a quién? Fuimos y somos nosotros, los seres humanos, quienes condenamos a Dios. Enredados en un mundo de condenas mutuas, nuestras acciones son una maraña de condenas y de sufrimiento por las condenas que recibimos de los demás, una maraña de pecado y de sufrimiento por el pecado. Inmersos en un mundo de muerte, condenamos a muerte, sin saberlo, al Dios de la vida. Habituados a condenar y a ser condenados, condenamos, en pasado y en presente, a quien contemplamos como el Gran Condenador.
¿Quién condena a quién? Por supuesto, no es Dios quien condena a este mundo. No es Dios quien nos condena. Dios ama a este mundo, lo ha amado y lo amará eternamente. Porque este mundo, nuestro mundo de los hombres y mujeres, pertenece a Dios. Porque, aunque este mundo no lo quiera reconocer, es obra suya, obra de Dios. Creado por Dios, por su Palabra, esa misma Palabra que se hizo carne en Jesucristo.
¿Quién condena a quién? Si Dios ha amado tanto al mundo, a este mundo, que le entregó a su propio Hijo para que hiciera con él lo que quisiera… Si Dios ha amado tanto al mundo que en la persona de su Hijo se dejó condenar por este mundo… Porque Jesucristo, el Hijo de Dios, no estaba aquí para condenar el mundo, sino para salvarlo. Porque ahora, resucitado, no está presente en el mundo por medio de la Iglesia para condenar al mundo, sino para salvarlo. Porque los cristianos no hemos sido salvados de nuestra condenada vida para condenar al mundo, sino para ser instrumentos de salvación en las manos de Dios para este condenado mundo.
Un poco más arriba en el Evangelio según Juan, en el mismo capítulo que hemos leído (3), Jesús le dice a Nicodemo que para ver el «reino de Dios» es necesario nacer de nuevo. Es decir, que para ser capaces de distinguir el reino de Dios en este condenado mundo, para dejar de ver este mundo como un mundo condenado y poder verlo, con los ojos de Dios, como su propio Reino, se necesita «nacer de nuevo». Y está claro que Jesús no habla de un nacimiento biológico. Él mismo lo afirma. Ni se refiere a que tengamos que reencarnar después de morir. Ni tampoco está pensando en una nueva oportunidad para volver a empezar, para seguir cometiendo los mismos errores y entrar de nuevo en la dinámica condenatoria del mundo condenador.
«A quienes le recibieron y creyeron en él les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios. Y son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado« (Jn 1.1213). «Nacer de nuevo» tiene que ver con recibir a Dios, que viene a nosotros en Jesucristo. Tiene que ver con reconocer en el condenado que está en la cruz al Dios que ama a este mundo. Creer, aceptar, reconocer, recibir a Jesús, el condenado, como el Hijo de Dios, el Dios hecho carne, es decir, debilidad, naturaleza humana susceptible de ser condenada. Creer, aceptar, reconocer, recibir a Jesús, víctima de la condenación, como el que nos libera de toda condenación.
¡Yo no te condeno! ¡No os condenéis, por favor!
¿Quién condena a quién? En Jesús condenado, Dios nos está diciendo: «Yo no te condeno. No te condenes tú. Créeme. Yo no te condeno. No los condeno. No condeno a tu mundo. No tienen por qué vivir condenados. Yo no quiero que este mundo siga viviendo condenado. Yo les ofrezco una vida nueva. Mi propia vida. Les ofrezco hacerlos capaces de amar, capaces de perdonar, capaces de crear por amor, capaces de vivir y de dar vida. Vida eterna, vida de calidad, vida reconciliada. Ya, ahora. No esperen ir a ningún cielo. Empiecen a vivir ya, ahora, en este mundo. Empiecen a transformar este mundo en mi Reino. Empiecen a transformar este mundo en «el cielo», donde no hay condenación sino perdón, donde no hay oscuridad sino luz, donde no hay muerte, sino vida».
¿O prefieren que este mundo siga siendo un mundo condenado? ¿Prefieren seguir viviendo condenando a los demás, condenados a condenar antes de que los demás los condenen a ustedes? Mantengan su mente clara ante esta verdad: aunque se empeñen en condenar, no seré yo quien los condene. Aunque quisiera, si se empeñan en condenar no me dejan a mí la oportunidad de condenarlos, porque ya se condenaron a ustedes mismos. Ya están condenados. Pero yo no te condeno. ¿No quieres creerlo? ¿No quieres creerme?»
¿No lo ven colgado en una cruz, condenado por nosotros porque no quiere condenarnos? Levantado bien alto, para que todos podamos verlo, para que todos podamos ver en él al Hijo de Dios, al Dios condenado por nosotros, para que nosotros podamos vivir. Sin condenar, sin ser condenados. En un mundo nuevo. Haciendo nuevo el mundo. En el nombre de Dios. Con el Espíritu de Dios. Con la vida de Dios.
Crean en el Dios condenado por amor. Crean en el Hijo de Dios que da la vida.
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