El enemigo
por Anónimo
Entender la básica desnaturalización de la muerte física, la universalidad de su indistintivo «no» a ella, la identificación de Dios con su respuesta emocional a ella, la supremacía de la vida del alma, y la próxima destrucción de este «último enemigo» no ha causado que las preguntas y la agitación interior del autor se disuelvan en un triunfo doctrinal. El autor nos comparte como ese descubrimiento le ha ayudado a vivir frente a la expectativa de la muerte.
En aquellos días Ezequías enfermó de muerte. Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amós, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces volvió Ezequías su rostro a la pared, e hizo oración a Jehová, y dijo: Oh Jehová, te ruego que te acuerdes ahora que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho lo que ha sido agradable delante de tus ojos. Y lloró Ezequías con gran lloro. (Isaías 38:1-3; todas las referencias bíblicas provienen de la versión Reina Valera, Revisión 1960).
Josué había estado en coma por cuatro días. Los que una vez fueron poderosos y musculosos brazos descansaban quietamente a sus lados. Físicamente exhausto y consumido por los dos años de lucha con el cáncer de colon, él estaba inmóvil en su cama de hospital, como una viva crisálida en un capullo. Pronto moriría; muy probablemente ese mismo día.
Aquel día, mi visita al hospital me llevó a la habitación de Josué a las 5:30 horas. El lugar de las enfermeras y las habitaciones permanecían sin movimiento y, como una paradoja de la vida del hospital, aún en paz si algo como la paz es posible en un lugar donde constantemente la vida y la muerte luchan por tener dominio. Sentada en silencio a un costado de su cama, Mónica, la esposa de Josué, de 40 años, había puesto suavemente su mano sobre el hombro derecho de su esposo. Hoy no sería necesario ningún examen. En deferencia a la vigilia de Mónica, tomé una silla, me senté de frente a ella y me uní a su silenciosa espera, admirando conjuntamente el vigor físico y la resistencia de un cuerpo humano, y ponderando el misterio de la aproximación de la muerte física. Perdidos en nuestros pensamientos privados y acosados por memorias personales de este hombre maravilloso, nos sentamos juntos, enlazados por nuestro dolor y cautivados por el drama que lentamente se develaba ante nuestros ojos.
De repente, algo asombroso sucedió, como Lázaro, Josué se sentó derecho sobre su cama. Tomando fuertemente los lados de su cama, Josué contrajo sus brazos, mientras miraba con horror hacia el vacío del pie de su cama. Esta actividad totalmente inesperada fue seguida de inmediato por una igualmente inesperada liberación de sus cuerdas vocales en silencio por aquellos cuatro días en un terrorífico grito que derribó la quietud del corredor del hospital.
En cuatro cortas oraciones aquello aún hoy retumba en mi mente cuando reflexiono en su muerte diez años atrás Josué gritó en la temprana mañana que lo rodeaba: «¡No ! ¡No quiero ir No quiero morir No iré!». Completamente exhausto por esa explosión emocional y física, Josué colapsó sobre la cama, bloqueó el húmedo aire del cuarto del hospital dos o tres veces, y murió.
El rey Ezequías hubiera entendido.
Con la mirada hacia la pared
Ascendiendo al trono como rey de Judá luego de la muerte de su impío padre Acaz, Ezequías comenzó uno de los más grandes avivamientos religiosos en la historia del reino del sur. Los ídolos fueron destruidos, el templo de Jerusalén fue reparado y rededicado para la adoración, el pacto mosaico fue renovado, y la Pascua fue celebrada por una nación agradecida y gozosa.
Pero, luego de catorce años en el reinado de Ezequías la crisis golpeó utilizando como medio a los asirios. Judá observaba aterrorizada a medida que el poder asirio recorría la pequeña nación, y sitiando, finalmente, la capital Jerusalén. Sin embargo, a causa de la decisión de Ezequías de confiar en Jehová, Dios milagrosamente liberó a la nación de la cautividad asiria.
Junto con la retirada de las tropas asirias de Jerusalén, de cualquier modo, el gran y buen líder de Judá enfermó desesperadamente. Cuando la enfermedad del rey intensificó, el profeta Isaías, sobre quien Ezequías indudablemente descansó para llevar a cabo la renovación espiritual de la nación, fue enviado por Dios con un claro mensaje para Ezequías. Con palabras que no dejaban lugar para la duda ni para ninguna posibilidad de escape y que debió haber lastimado personalmente y en forma profunda a Isaías el gran profeta declaró: «Morirás y no vivirás». Con 39 años de edad y líder político del pueblo elegido de Dios, Ezequías se dio cuenta que su futuro había sido decidido por el mismo Dios a quien él adoraba tan fielmente. Toda esperanza había sido removida; su muerte era tanto inevitable como inminente.
Ezequías reaccionó rápida y apasionadamente. Retirándose del contacto personal, el rey volvió la cabeza contra la pared, derramó su desaliento como una queja a Dios en oración y «lloró amargamente». En una reacción análoga a la de Josué cuando se enfrentó a la evidente realidad de la proximidad de su muerte, el gran líder religioso simplemente no pudo aceptar las palabras de Isaías sin una intensa lucha emocional y espiritual.
Josué hubiera entendido, ¿no es cierto?
Una frágil tregua
Como médico oncólogo, he tenido el privilegio y la responsabilidad de acompañar a muchos hombres y mujeres en el viaje de sus muertes físicas. Hemos batallado valientemente juntos, esos pacientes convertidos en amigos y yo, con las ramificaciones físicas, emocionales y espirituales de sus cánceres terminales. Y mucho después de sus muertes, continúo batallando, tanto emocional como espiritualmente, con el horrendo hecho de la muerte.
La muerte y yo, gradualmente hemos arribado a una frágil pero significativa tregua, una tregua que le provee a mi alma el escudo necesario mientras presto mi servicio a los que mueren. Una tregua que ha sido fraguada sólo con la ayuda de Josué, Ezequías, y el mensaje de Dios mismo.
De todos los pueblos, los seguidores de Cristo por cierto no necesitan temer a la muerte y, realmente, deben servir como ejemplo para otros en su respuesta a la muerte. Pablo escribe a los Filipenses: «Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor, pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros» (1:21-24). Pero, mientras que este pasaje es fundamental para una perspectiva bíblica sobre la muerte, he encontrado que las palabras de Pablo a menudo son usadas en una forma que minimizan o ignoran el muy real dolor físico y emocional de la lucha. Muchas veces me he preguntado cuánto lugar habría hoy para Josué y Ezequías y sus agonizantes preguntas y quejas en las iglesias de hoy.
Si tenemos que asistir a nuestros compañeros seguidores de Cristo en el fraguado de sus treguas individuales con la muerte, deberíamos estudiar bien otras enseñanzas bíblicas aquellas que aceptan, y aún abrazan, las honestas reacciones emocionales y espirituales de la gente en la historia de las Escrituras. En mi personal búsqueda de entendimiento bíblico, han emergido los siguientes hechos que me han ayudado a guiar mi camino.
1. Aunque inevitable, la muerte no es natural.
El que no podamos escapar de la muerte física es una de las más grandes y terroríficas realidades de la existencia humana. Confirmando la certidumbre de la muerte, el salmista escribió: «Recuerda cuán breve es mi tiempo; ¿Qué hombre vivirá y no verá muerte? ¿Librará su vida del poder del Seol?» (89:47-48). De igual manera, el autor de la Carta a los Hebreos enfatiza el hecho de que «está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (9:27).
Pero, a pesar de que la certidumbre de la muerte física está claramente enclavada en la realidad, no es la realidad completa. La realidad es que a pesar de que la muerte física es una certidumbre, no es «natural». La humanidad, como fue creada a la imagen de Dios, no fue creada para morir. La muerte física es una aberración que ha plagado a hombres y mujeres, pues individual y colectivamente nos hemos rebelado contra la justa ley de Dios para que vivamos correctamente (Rom. 5:12-14).
Entender este hecho crucial se ha convertido en uno de los fundamentos sobre los que mi endeble tregua con la muerte ha sido construida. Yo no he sido creado para morir, he sido creado para vivir. La muerte física es una realidad por la que debo pasar, pero es una realidad que no fue parte del plan original de Dios.
Como médico, encontré que esta verdad es liberadora. Mi mente era libre para rebelarse contra el destino cierto que nos espera a mis pacientes y a mí; se convirtió tanto en aceptable como en apropiado para mí el enojarme cuando la muerte se aproximaba. Ya no siento que mi fe me requería que aceptara pasivamente la muerte física. Mis preguntas y temores se convirtieron en una confirmación de mi humanidad común con mis pacientes; y el hecho de que yo, con ellos, teníamos esos temores manifiestos de que la muerte no es natural sino la consecuencia universal y directa de nuestro común rechazo de Dios.
2. Aunque es un profundo misterio, la reacción de Dios a la muerte física, corre pareja a la de su creación.
Angustia (2 Sam. 22:5-7) y desaliento (Sal. 88:15; Job 6:26), como también temor y terror (Heb. 2: 15; Sal. 55: 4-5) fueron todas emociones registradas como experiencias de individuos parte del pueblo de Dios cuando enfrentaron la muerte física.
Y Dios no aparece como un pasivo observador en este drama de vida y muerte. Él se ha involucrado apasionadamente y, en realidad, de manera redentora con las luchas de su creación. Pablo describe nuestro final físico como el final adversario de Dios en este mundo, finalmente siendo vencido por la muerte de su hijo sobre la cruz «Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte» (1 Cor. 15:26).
Dios no condena el diluvio de emociones que experimentamos cuando enfrentamos la muerte, forzándonos a empaquetarlas profundamente dentro de la depresión de nuestras almas como esqueletos psíquicos ocultos. Él entiende nuestros temores, nos provee ejemplos humanos para nuestra instrucción, y personalmente se involucra con nosotros en el fluir emocional de nuestras preguntas y preocupaciones.
3. Aunque es un adversario perseguidor, la muerte física no es ni el final enemigo ni el final vencedor.
Sirviendo como un gran contrapeso para mis reacciones emocionales a la muerte física, está la seguridad en las Escrituras que la vida se extiende más allá de lo físico. He aprendido que a pesar de ser un adversario sorprendente, la muerte física no es ni el final enemigo ni el final vencedor en la batalla en que ha sido comprometida toda la humanidad.
En su ministerio terrenal, las enseñanzas de Jesús a menudo dichas con considerable pasión e intensidad subrayaron la importancia de la vida del alma. Jesús buscó el convencer a su audiencia que esta eterna personalidad consciente representa la última realidad de la existencia y el íntimo foco de la preocupación de Dios en su interrelación con las criaturas humanas. En sus más directas indicaciones de que la muerte física no es el final adversario de la vida, Jesús les dijo a sus discípulos: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar, temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno» (Mt. 10:28). Él también les preguntó: «¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Mt. 16:26). Finalmente, en concordancia con Jesús, vivimos en un nivel de personalidad presente y no simplemente en un plano físico, y la muerte espiritual de una persona separada de Dios, más que la muerte física de una persona separada de su cuerpo, es nuestro final y más temible enemigo.
Dada la naturaleza fundamental de estos hechos para mi fe, he hallado que mi aceptación diaria de ellos es sorprendentemente difícil. De alguna manera, aunque yo reconozco intelectualmente su veracidad, el principio de que la muerte es un adversario limitado y vencido no me ayuda cuando discuto sobre la muerte física con mis pacientes y sus familiares. Es precisamente en esos momentos tan desafiantes y peligrosos que he aprendido que debo elegir el creer en las sorprendentes promesas de Dios concerniente a nuestra victoria sobre la muerte a través de Cristo nuestro Señor.
Como para los discípulos y las multitudes a quienes Jesús enseñó, el concepto de la vida del alma que va más allá de la vida física representa un profundo misterio para mí. Pero, mientras busco a tientas mi camino a través del misterio y la majestad de esas sorprendentes aseveraciones, repetidamente he encontrado al Dios que es la roca de mi fe, alcanzándome aún cuando estoy luchando para alcanzarle a él.
¿Cómo luce mi rostro?
El 10 de mayor de 1863, en Chancellorville, Virginia, Estados Unidos de Norteamérica, ocho días después de la furiosa batalla entre el ejército confederado de Robert Lee y el gran ejército de la República, Thomas «Stonewall» Jackson, el más seguro y admirado de los generales de campo de Lee, estaba muriendo. Había sido inadvertidamente herido en el brazo izquierdo por una de sus propias tropas cuando patrullaba las líneas de batalla viendo los resultados de la victoria confederada. Tratando de evitar tejido gangrenado, los médicos habían amputado el brazo de Jackson. A pesar de sus mejores esfuerzos, el general de 39 años desarrolló una progresiva neumonía. Al acercarse su muerte, Jackson, un cristiano devoto, observó los rostros de los médicos y ayudantes que rodeaban su camilla y preguntó: «¿Cómo luce mi rostro?»
Mirar la cara de la muerte en otros es una experiencia perseguidora y temible que me ha sacudido y cambiado. Me pregunto cómo «lucirá mi rostro» cuando el tiempo se aproxime para mí.
El fraguado de mi tregua personal con la muerte se ha convertido en un factor elemental de mi vida. Entender la básica desnaturalización de la muerte física, la universalidad de mi indistintivo «no» a ella, la identificación de Dios con mi respuesta emocional a ella, la supremacía de la vida del alma, y la próxima destrucción de este «último enemigo» no ha causado que mis preguntas y mi agitación interior se disuelvan en un triunfo doctrinal. Pero ese entendimiento me ha permitido enfrentar un día después de otro, un paciente después de otro, un paso de fe después de otro, una mirada a la cara de la muerte después de otra.
Mis amigos, Josué, un artesano de 61 años del norte de Nueva Inglaterra, y Ezequías, un rey hebreo y reformador espiritual de 39 años entendieron. Y, mientras oímos cuidadosamente tanto el angustiado grito de nuestro Salvador sobre la cruz, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27:46), como la triunfante declaración de los mensajeros angelicales en la tumba, «¡Él no está aquí; ha resucitado!» (Lc. 24:6) nosotros, también, podemos entender.
© Christianity Today, Febrero 1994. Usado con permiso. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 5.