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El Evangelio de Juan: un drama en dos actos con un prólogo y un epílogo

El Evangelio de Juan: un drama en dos actos con un prólogo y un epílogo

por Marcelino Ortiz F.

La primera generación de cristianos -en gran parte la segunda también- ya había pasado de este mundo a la gloria. Juan, apóstol de Jesucristo, continuaba como testigo solitario; había quedado mientras que sus compañeros del colegio apostólico habían muerto, vía del martirio los unos, y los otros por muerte natural. Y Juan, a pesar de haber sufrido en carne propia el precio de ser seguidor de Jesucristo y destacado líder de la comunidad cristiana, a pesar de haber sido sacado de la iglesia en Efeso -en donde se desempeñaba como pastor y también como amigo y consejero de toda el Asia Menor- a un duro y solitario exilio en la inhóspita isla de Patmos, seguía vivo y activo entre los líderes cristianos. Era, dicen los estudiosos, «amado como un padre y respetado como un santo».

SU INTERPRETACIÓN DE LA VIDA Y OBRA DE JESÚS

Juan -y ninguno más autorizado que él- podía dar testimonio fiel de los dichos y hechos de Jesús, e interpretarlos fielmente a la luz de sus ya casi setenta años de experiencia cristiana.

«Juan», -le pedían aquellos que tanto lo amaban, y deseaban que dejara constancia escrita de sus vivencias con el Señor- «¡Escribe las memorias de tus andanzas con Jesucristo, allá en la tierra de Palestina; recuérdanos lo que el Señor dijo e hizo; escribe para la posteridad tu interpretación de las palabras, la vida y la otra del Señor Jesús!». Fue así como nació el cuarto Evangelio, el de Juan.

El no pensó en escribir una biografía de Jesucristo; ya Mateo, Marcos y Lucas habían escrito sendos bocetos biográficos acerca del Maestro, los cuales ya eran conocidos por la iglesia toda, eran del dominio público y constituían un valioso patrimonio de la Iglesia.

El pensó entonces que el Señor Jesús, en los días de su carne, hizo muchas señales, algunas de las cuales estaban escritas en los otros comentarios. Pero -pensó- para que la humanidad creyera «que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn. 20.31), era conveniente escribir teniendo tal objetivo en mente; por eso, las grandes señales realizadas por el Señor Jesús que estarían en esta nueva versión deberían apuntar a ese objetivo.

SENCILLEZ Y PROFUNDIDAD

El Evangelio de Juan es único, sublime. La sublimidad es producto de dos factores: la sencillez y la profundidad. El mar es sublime por su extensión, tal como por su profundidad. Este libro es tan sencillo que encanta a los niños, y es tan profundo que los pensadores más notables no han podido penetrar la profundidad de todo su contenido.

UN DRAMA EN DOS ACTOS

Pluma en mano, ¿qué método siguió el ya casi centenario Juan? Su Evangelio es -si se me permite- un drama: La vida de Cristo, única, singular, constituye el meollo de este documento. Tiene el encanto de una obra teatral, y -a medida que los personajes van cobrando vida en el escenario nos vamos acercando a la realidad de que el protagonista es el Cristo, el Hijo de Dios, para caer entonces, como cayera Tomás a sus plantas, diciéndole: «Señor mío y Dios mío» (Jn.20.28).

Este drama consta de dos actos, con un prólogo y un epilogo. El prólogo lo constituyen los primeros versículos (1.1-18) y el epílogo es el capítulo 21. El drama consta de dos grandes partes: del 1.19 hasta el cap. 12 y del 13 hasta el 20.

EL PROLOGO

Nos remonta más allá de la historia. Nos lleva más allá de nuestra galaxia, a la misma eternidad, al consejo eterno de Dios. El personaje de quien se ha propuesto escribir es, ni más ni menos, el Eterno, coeterno con el Padre y con el Espíritu Santo. Cuando lo que es no era, antes que el tiempo comenzara, allá en el centro de la eternidad, estaba Jesucristo, y cuando la obra de la Creación hubo de efectuarse, «todas las cosas por él fueron hechas». Cuando los tiempos de Dios se cumplen, «Aquel Verbo fue hecho carne…». El Eterno, Creador, Infinito e Inmutable se hizo carne de nuestra carne, y hueso de nuestro hueso. Se levanta el telón y da principio a la primera parte de este precioso drama.

Juan tiene un propósito eminentemente práctico. No solamente quiere inspirar fe, sino lo que esta fe en Jesucristo produce. Los milagros que va a relatar son -según su propia afirmación- señales del poder divino, pero también símbolos de la vida que Jesús comunica, porque «a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el poder de ser llamados hijos de Dios» (1.12). Entonces selecciona e interpreta, de las muchas que hubo, ocho señales.

TENER A CRISTO EN CASA DESDE EL PRINCIPIO

«Fue llamado Jesús con sus discípulos a unas bodas… este principio de señales hizo Jesús… y sus discípulos creyeron en el» (Jn. 2.1-11).

¿Qué nos enseña a través de esta primera señal? Es una casa común y corriente, del pobre -o, al menos, de recursos económicos limitados.

El Cristo de Juan es el que cree en la familia, célula básica de la sociedad. Cree en el matrimonio y lo declara con su presencia. Une a los cónyuges y se dispone a ayudarlos desde el instante en que un matrimonio se forma y quedar con ese matrimonio para siempre.

Ocurrió en una casa, en una fiesta de bodas. Este hecho sugiere el gozo de la vida cristiana y el poder transformador de Jesucristo. Vale la pena tener a Cristo en casa. ¡Desde el principio!

LIBRA DEL TEMOR

El segundo portento nos muestra cómo Cristo puede librar del temor y de la angustia al devolver la esperanza al corazón de un padre de familia.

Los que son solamente hijos desconocen aún lo muy difícil de ser padre. Y es que no tienen obligación de saberlo ahora; ya lo sabrán cuando nuestros nietos -sus hijos- se lo enseñen. ¡Qué difícil es ser padre! No hay universidad que nos muestre la clave de la maternidad y la paternidad exitosas. Todos, al debutar como padres o como madres, somos aprendices, y cuando nos hemos graduado, dejamos de serlo, pues nuestros hijos alcanzaron la mayoría de edad.

El Señor le devuelve la esperanza a un padre de familia (4.43-54). Es el hijo de un oficial del rey. «Señor, desciende antes que mi hijo muera». Jesús le dijo: «Ve, tu hijo vive». Cristo puede librar del temor y de la angustia al devolver la esperanza al corazón de un padre. El Señor Jesucristo comprende a los padres de familia. Sabe las angustias de la madre y del padre por las necesidades de sus hijos; comprende nuestras angustias cuando nuestros hijos enferman y desciende compasivo en nuestra ayuda.

EL HOMBRE DE LOS HOMBRES

La tercera señal ocurre cuando sana a un paralítico (cap. 5). Pone de relieve su poder para fortalecer a los desviados. Hallamos aquí a un hombre solitario, sin esperanza alguna. Un hombre que tenía treinta y ocho años de enfermo. Para él la fe ya no existía. El no vivía, vegetaba. Había perdido el sentido de la existencia humana. Era un hombre que ya no sabía sonreír, pero Jesús ve detrás a un hombre que puede comenzar la vida de nuevo, con sólo tocarlo.

Dice la Palabra que El «no quebrara la cana cascada, ni apagara el pabilo que humea». Levanta a los caídos, fortalece a los débiles y se pone en nuestros zapatos; nos comprende a todos. El hombre que no tenía hombre que lo metiese en el estanque encuentra en Jesucristo, el Hombre por excelencia, al hombre de los hombres, el hombre que necesitaba para esa hora y para todas las horas de su vida.

Déjame, querido lector, hacerte una pregunta, ¿está cercano a ti Jesucristo? Tal vez seas un pastor, un líder o un cristiano activo, metido día y noche en las cosas del Señor,… pero, ¿permaneces en El?

EL VERDADERO PAN

Alimentó a los cinco mil (cap. 6). ¿Qué propósito tuvo al darles de comer? Pronto, muy pronto volverían a tener hambre. Planteado así, el resultado sería efímero.

Pero el Señor Jesucristo, a través de este portento, quería presentarse como el Pan de Vida. «Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron… Yo soy el Pan de Vida, el que en mí cree nunca tendrá hambre, y el que a mí viene no tendrá sed jamás…».

¿La gente encuentra ese pan en tu iglesia? ¿Y en tu casa? ¿Salta en ti el agua para vida eterna?

CALMA LA TEMPESTAD

El quinto portento aparece a partir del 6.16: calma la tempestad.

Fueron a Capernaum. Ya era oscuro. Al verlo andar sobre las aguas tuvieron temor, pero El les dijo: «Yo soy, no temáis». Ellos, con gusto, lo recibieron en la barca, la cual llegó enseguida a la tierra donde iba.

Esta señal pone de manifiesto que también podemos contar con él en las duras y también en las maduras. Cristo está con nosotros en tierra firme sí, pero también en el mar proceloso de la vida. Nos ve fatigados bogando, cuando el viento nos es contrario, y no solamente nos mira con simpatía sino que acude presto a ayudamos.

¿Habrá alguna tempestad de tu vida a la cual El no pueda llegar con su calma? ¿Crees que hay alguna tribulación que exceda a su paz y control? El ha calmado oportuna y fielmente todas las tormentas que han azotado el bote de nuestra vida, por supuesto, cuando pudo entrar en la barca.

QUITA LAS TINIEBLAS

En el cap. 9 nos trae la sexta señal: abre los ojos de un ciego de nacimiento. Había nacido ciego para que la gloria de Dios se manifestara en él. Se manifestó de dos maneras: por una parte, devolviéndole la luz física, y por la otra, otorgándole la luz espiritual.

Al principio creía que Jesús era tan sólo un hombre, luego cae en la cuenta de que ese hombre. Jesús, era profeta; finalmente afirmó: «Creo, Señor…». Nos enseña, a través de esta señal, que El, y nadie mas que El, es la luz del mundo.

LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA

El séptimo milagro es la resurrección de Lázaro (11). Marta afirmó: «Yo sé que resucitara…» ¡Qué fe más hermosa! Ella creía en la resurrección. Nosotros somos creyentes en la resurrección y en la vida perdurable, como bien lo afirmamos en el Credo Apostólico. Pero el Señor Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida…»

Aquí se manifiesta como el Señor sobre la vida y la muerte. Y esto es plenamente coherente con el prólogo: «Todas las cosas por él fueron hechas» (1.3) y «En él estaba la vida» (1.4). Era el mismo Señor que desde la eternidad venía decidiendo sobre la vida y la muerte, la existencia o no de todo. Por supuesto, es el mismo Señor que seguirá decidiendo por la eternidad venidera.

Este drama, en su primera parte, concluye con la decisión de sus enemigos -cap. 12- de matarlo, seguido por la ofrenda de la otra María, derramando aquel perfume precioso. Concluye la primera parte cuando las multitudes lo aclaman diciendo: «Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor».

En medio del bullicio -y de sus lágrimas desde aquel pollino- cae el telón, el que luego se levantará de nuevo, para dar paso así a la segunda parte.

ACTO SEGUNDO

Aquí se revela de manera muy especial a sus discípulos (cap. 13). Es el acto del verdadero drama, cuando la historia pasa de las generalidades a lo precio, a lo íntimo. «Habiendo amado a los suyos …los amó hasta lo sumo».

Entonces realizó un acto precioso de servicio humilde: lavó sus pies. Luego pronuncio palabras de amor, de consuelo, de aliento, para prepararlos para el desenlace. Ahora sí sobrevendría el gran drama -lo que los novelistas llaman «la pasión y muerte de Cristo»- y El, previéndolo, les apura los alientos, las seguridades, las indicaciones, todo lo que necesiten para permanecer… por solo tres días.

El Señor nos prepara para las circunstancias fáciles y difíciles de nuestra vida. El eleva al Padre la llamada «Oración sacerdotal» (17), la más hermosa que ha sido dicha en toda la historia. Allí también viene la institución de la Cena, luego Gethsemaní, la traición, el arresto, la negación, la huida del resto. Todos pasos que se suceden hasta culminar con su crucifixión en el Monte Calvario. Para salvarnos de nuestros pecados.

LA OCTAVA SEÑAL

La gloria sobreviene en aquel domingo de Pascuas. Aquí se ve la última señal escogida por Juan y la constituye su propia resurrección (cap. 20).

Es la mayor señal de todas, porque además de lo que significa su propia resurrección de la muerte, conlleva cosas que escapan a nuestra mente, a nuestro espíritu. Es la victoria final sobre todo lo malo, garantizando también nuestra resurrección. «Primicia de los que durmieron es hecho».

EL EPILOGO

El final es una romanza en sí. El Cristo resucitado de entre los muertos aparece a sus discípulos en las playas conocidas del Genezaret, sitio que les era tan familiar y tan querido.

Tras la parrillada de mariscos que les preparo, invitó a sus discípulos a amarlo, a seguirlo, a servirlo, a obedecerlo, hasta las últimas consecuencias (cap. 21).

¿Lo hicieron ellos? ¿Lo haces tu, lector amado?

Apunte Pastorales, Volumen VIII Número 3