El líder y la literatura
por Arnoldo Canclini
El «puritanismo literario» que hoy ha pasado de moda, nos ha dejado varios de sus efectos. Son pocos los líderes que se han detenido a pensar sobre cuál es el lugar que deben dar a la palabra escrita, y eso entraña un grave peligro. «Los cristianos enseñamos a leer a la gente, pero es el «mundo» quien les da los libros» …
Escribo suponiendo que en el pasado ha quedado aquella posición que se oponía a la lectura de todo material que no fuera la Biblia. En tiempos ?ya lejanos? de nuestra infancia era posible encontrar algunos escritos devocionales que insistían en que un verdadero cristiano sólo debía leer la Palabra de Dios, y que todo lo demás «apartaba» al lector del mensaje divino. Por supuesto, tal criterio tenía que ver con cierto antiintelectualismo entonces en boga, pero que, solapadamente, todavía subsiste en muchos círculos evangélicos. ¿No ocurre, con frecuencia, que muchos tienen sospechas sobre las personas que se han ganado un título académico, o sobre aquellos que hacen notar que sus afirmaciones públicas ?por ejemplo, en la predicación? son fruto del estudio y del conocimiento de diversos autores? ¿No abundan, acaso, los que machaconamente dicen que tal o cual cosa es lo que afirma la Biblia, desconociendo lo que opinan los eruditos sobre el texto?
De todos modos, ese «puritanismo literario» ha pasado de moda, aunque no sus efectos. Son pocos los ministros religiosos que se han detenido a pensar sobre cuál es el lugar que deben dar, en su trabajo, a la palabra escrita, y eso entraña un grave peligro.
DESAFÍO DE NUESTRA HORA
En algunos países, el creciente aumento de personas alfabetizadas presenta un llamado de atención. Cuando hace muchos años en la Argentina se hizo una fuerte campaña oficial para enseñar a leer a los adultos, apareció un serio problema: no había qué dar a los que aprendían. Por eso, las autoridades aceptaron con entusiasmo lo que producía en ese campo la Sociedad Bíblica, sin preocuparse por aspectos doctrinales. Poco tiempo después, aparecieron editados oficialmente los discursos del presidente de entonces, que compitieron con el material bíblico. Esto no es tan grave, si lo comparamos con la realidad de algunos otros países, donde no hay otra cosa que lectura de extrema izquierda. Frank Laubach, aquel gran cristiano creador de un sistema de enseñanza con el que han aprendido a leer cientos de millones, dio cierta vez: «Los cristianos enseñamos a leer a la gente, y los comunistas les dan qué leer».
Pero eso es sólo una parte de la situación. Se calcula que en la actualidad se publican siete mil millones de volúmenes (libros) por año, a los que habría que sumar los diarios, revistas, panfletos, periódicos, etc. Un verdadero alud literario cae sobre las cabezas del mundo entero. Hay razones lógicas para que la mayoría de lo producido no se trate de material con trasfondo cristiano: no lo son sus productores. Tiene más acceso al mercado lo que no lo es. Es más fácil escribir superficialmente? o los cristianos no comprenden su responsabilidad.
Lo notable es que, por el contrario, otras doctrinas sí lo están haciendo. Sectas como los Testigos de Jehová, los mormones, los «hijos de Dios» y tantas otras comienzan dando algo para leer. Las dictaduras llenan las librerías. Aún hoy circula el que fue el libro más vendido en su tiempo: Mi lucha, de Adolfo Hitler. Moscú es, quizá, el centro productor más grande del mundo (al menos, en más idiomas).
Las técnicas han avanzado también en este campo que seguimos considerando sólo una rama del arte. Es evidente que una enorme proporción de lo que se publica no es arte sino comercio. Sólo importa que se venda. Por eso, la calidad literaria es bajísima, así como lo es también el nivel moral. Una de las pruebas del pecado original está en lo proclive que es todo ser humano a leer historias horrendas, hojarasca seudoromántica o noveluchas de tramas mil veces repetidas. No sólo se lee sin esfuerzo, sino que también se puede comprar sin él. No es necesario ir hasta una librería, sino que está en todos los quioscos y a muy bajo precio.
Finalmente, en este aspecto, enfrentamos el gran desafío de los otros métodos de comunicación. Se ha exagerado mucho en cuanto a que el cine, la radio y la televisión desplazarían a la lectura. Ha ocurrido todo lo contrario, pero, sin embargo, cierto es que han coadyuvado al auge de la literatura barata, que no es más que una continuación de aquellos medios. Si bien comparten la fuerza de un mensaje de penetración más directo, la presencia cristiana en ellos ?por digna de alabanza que sea? no es sustituto del valor de permanencia que tienen la palabra impresa, comparado con la fugacidad (y por lo tanto, cierta superficialidad) de la palabra hablada.
Y NOSOTROS ¿QUÉ LEEMOS?
Sería absurdo detenernos a decir a pastores y obreros cristianos que tienen que leer la Biblia. Inclusive hasta sería ofensivo.
Supongamos que también sea innecesario decir que hay que leer sobre la Biblia. Lógicamente, hablamos de los comentarios y demás libros de estudio, dejando de lado, por el momento, la pregunta de por qué hoy se producen proporcionalmente menos o de menor nivel que hace medio siglo. Agreguemos también los libros de doctrina, continuando con los de ética, inspiración y reflexión.
En aquellos recordados años de nuestra infancia, leímos todo lo que había. Eso era posible, ya que había realmente poco. Ahora, aunque parezca una contradicción con lo que hemos dicho antes, también hay un aluvión de libros cristianos, en el sentido de que hay mucho más de lo que podemos absorber. Quizá eso no sea tan grave, ya que mucho de lo que se publica no merece demasiado nuestra atención. Hay que reaprender a leer. Quiero decir: a leer de prisa (o, sencillamente, interrumpiendo en las primeras páginas) lo que es superfluo, y leer masticando y reflexionando lo que merece que así sea. Los clásicos han perdurado, precisamente, porque se leen así; sea como fuere que estén escritos, queremos volver a ellos una y otra vez.
Quizá debemos aprender a leer aquello que no sea de nuestra propia tradición. Las distintas denominaciones presentan distintos énfasis doctrinales y eso puede ayudarnos a corregir y ubicar nuestros puntos de vista. Como es casi inaccesible, tiene poco valor decir que debemos conocer lo que aportan otras culturas, ya que casi todo lo que consumimos es anglosajón (y predominantemente norteamericano). Eso no quiere decir, por supuesto, que sea malo, pero nos agradaría ver en nuestro idioma más libros alemanes, franceses, rusos, escandinavos, orientales, etc. Es posible que aparezcan cosas que nos sorprendan y hasta nos escandalicen, lo que será una buena oportunidad para preguntarnos por qué.
Pero eso no basta. No se puede ministrar en el vacío. Aún leyendo los buenos libros de actualidad, no estaremos al tanto de lo que ocurre «aquí y ahora», o sea en estos días en nuestra sociedad; dicho de otra manera qué sucede en medio de la gente que nos escucha. Si nos preguntan algo sobre el divorcio, en vez de reaccionar simplemente con un pasaje bíblico, debemos comenzar por saber qué quiere decir esa persona cuando habla de divorcio y qué se entiende por divorcio en nuestro país, lo cual por cierto es sólo un ejemplo. Ningún pastor debe desconocer lo que publican los diarios.
Ocurre, además, que nuestra gente también lee. De repente, algún libro o periodista se pone de moda y, por lo tanto, comienza a influir en la mentalidad de quienes nos rodean. ¿Se puede pensar que un pastor alemán de la época nazi no supiera qué decía: «Mi lucha»? El ejemplo es extremo, pero sirve para recordarnos que hoy las fuerzas del mal utilizan caminos mucho más sutiles y, por lo tanto, más peligrosos. Puede parecer una grave pérdida de tiempo el usarlo para leer algo de la basura que consume nuestra gente, pero ¿hay otra forma de saber por qué ellos piensan de una u otra manera?
ANTE LOS DEMÁS
Naturalmente, si creemos que la lectura es algo bueno para nosotros, debemos presuponer que también lo es para los demás. Y si es algo bueno, debemos promoverlo, como promovemos no sólo la lectura de la Biblia, sino también la asistencia a un congreso, la participación en una entidad de bien público, la limpieza del templo y mil otras cosas.
Suele ser muy frecuente (o al menos, no muy raro) que alguien pregunte a su pastor qué leer, o qué leer sobre tal cosa, o qué piensa de tal o cual libro. Por supuesto, eso lleva a la necesidad de estar enterado para dar una respuesta sabia. Llega un límite en el que bastará saber, por ejemplo, quién es el autor o la editorial, para estar orientado, aunque nada suple el conocimiento directo. Pero no basta pensar que, porque yo soy de la denominación Z, los libros escritos o publicados por lo que diga Z, han de ser buenos. Por ejemplo, pueden ser pobres o demasiado eruditos. Sobre algunos temas, los hermanos de K o L, han producido algo mejor (aunque los de nuestra editorial nos presionen). Tal vez el boletín o un pequeño lugar de venta sean caminos para promover y divulgar esto.
Pero hay más. El libro ocupa en la formación cristiana, un lugar irremplazable. No es posible tratar todo sobre el púlpito, especialmente los temas morales o de la vida cristiana en general. Hasta diríamos que no debemos hablar allí de situaciones particulares, lo que sí deberíamos enfrentar dando algo para que la persona en cuestión lea, y apoyar así nuestro consejo pastoral. Por ejemplo, los consejos sobre la crianza de los hijos interesan a un mínimo de la congregación, pero en una etapa de la vida todos necesitamos tener a mano algo para consultar. Ello exige un gran cuidado, porque debemos estar seguros de que la posición del autor coincide con la propia (o la mejora) y que no tiene elementos que distorsionen su aplicación.
Esto es más fácil de decir que de hacer, pero si creemos que es parte de nuestro ministerio, debemos dedicarle tiempo, así como lo dedicamos al estudio y la investigación para preparar nuestras clases bíblicas. Hay ciertos problemas, uno es el hecho de que, pese a la actual abundancia, hay temas no cubiertos o lo están en forma deficiente. En ningún caso, un libro contestará exactamente a tal situación? ni un sermón tampoco; confiemos en el Espíritu Santo. Además, debemos enfrentar la pereza de quienes prefieren por más cómodo escuchar (o no escuchar) un sermón a leer seriamente un libro.
Al mismo tiempo, tiene también sus ventajas como método de enseñanza. Lo escrito está escrito, o sea que sus palabras son definidas y precisas, se puede leer y releer. No se las puede entender mal con tanta facilidad como lo que se oye. Se las puede distorsionar sacándolas del contexto, pero no se las puede citar mal. Se puede volver a ellas en muchas oportunidades y se puede recurrir al mismo texto para varias personas. El que ha recibido bien de un libro o artículo puede pasarlo a otro, mientras que el que lo ha recibido de un sermón apenas si puede comentarlo con relativa exactitud.
Lo dicho nos muestra a lo menos cuatro campos en que el pastor puede hacer uso de la palabra impresa:
- Para enfrentar casos específicos en su congregación, como hemos explicado.
- Para situaciones especiales, como el duelo, la soledad o las crisis, cuando la palabra hablada tiene valor pero no puede llegar a fondo.
- Para la edificación de los creyentes, especialmente en ciertos temas doctrinales, como la seguridad de la salvación, la acción del Espíritu Santo, la guía para el estudio bíblico, etc.
- Para la evangelización, sea por medio de la difusión amplia de lo que llamamos tratados o folletos, sea por la entrega selectiva de una revista o un libro aplicable al caso, lo que en algunas personas o medios es la única forma de llegar.
PERO NO TERMINAMOS EN ESO
Si creemos que hay un ministerio de la palabra escrita, hemos de preguntarnos qué parte nos corresponde en su producción. Siempre nos hemos ocupado de llamar a jóvenes para el ministerio, así como de desarrollar los dones en cuanto a la predicación, la enseñanza, la obra personal, el canto, etc. ¿Y qué de la escritura? El pastor debe estar con los ojos abiertos para descubrir valores o intenciones, y para animarlos a que comiencen. Si estamos en condiciones, leamos lo que producen y opinemos positivamente. Quizá podamos sugerir que lo hagan leer por alguno más entendido, a fin de mejorar ese escrito y a desarrollar ese futuro «ministro de la pluma».
Por otra parte, debemos proveer canales para que esas vocaciones se exterioricen. Uno muy simple es la producción de boletines o revistas internas, que suelen alcanzar niveles de calidad insospechados. En algunos casos, se puede pedir al autor (o a otro) que lea su producción como parte del culto; quizá su pequeño poema no parezca de Lope de Vega, pero hablará a nuestra gente más que si lo fuera. Por supuesto, si consideramos que hay un verdadero valor, debemos ocuparnos de poner en contacto al escritor en potencia con alguna revista o editorial cristiana, que son entidades de servicio y no empresas comerciales, como en el mundo secular.
Y finalmente, hemos de preguntarnos honradamente si no somos llamados a escribir. Cada vez es más necesario que lo hagamos para boletines, información para la prensa, estudios bíblicos, etc. Necesitamos capacitarnos para eso. Por supuesto, es de suponer que el tiempo falta. Pero en el ministerio siempre falta el tiempo. Todo depende de la prioridad que demos a cada cosa. Si hay un boletín, el pastor tiene que ser colaborador regular? y se ha de esperar que se entienda lo que ha escrito.
Digamos que, por lo general, un buen predicador no es un buen escritor, porque los recursos a utilizar son muy distintos. Pero también podemos decir que un buen predicador tiene ciertos elementos que le permiten llegar a ser también un buen escritor. Se supone que tiene ideas propias o sabe encontrarlas en otros. Se supone también que sabe ponerlas por orden y comunicarles cierta vida y vigencia. Además está en contacto directo con la gente, con sus problemas y ansias, mucho más que un profesor de teología, de quien sí esperamos que escriba libros sobre su área (y aquí deberíamos preguntarnos por qué escriben tan poco nuestros profesores). Por sobre todo, un predicador tiene una buena base bíblica y doctrinaria que cimentará lo que escriba.
Cambiaría mucho el mundo cristiano si todos los obreros tuviesen el anhelo de Job: «¡Quién me diese que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro, que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre! Yo sé que mi Redentor vive» (Job 19.23-25).
Apuntes Pastorales. Junio ? Julio / 1986, Vol. IV, N° 1