El pastor buen samaritano
por Wayne Jacobsen
¿Puede un líder de iglesia detenerse en el camino para ayudar a las personas necesitadas?
«¿Y si el sacerdote y el levita pasaron de largo cuando vieron al hombre tirado en el camino de Jericó, no porque carecieran de compasión, sino porque llegarían tarde a un grupo de discipulado o a una importante reunión de pastores?»
Esta aplicación de la parábola del Buen Samaritano, que empleó uno de mis profesores de universidad, no la entendí completamente hasta después de haber permanecido en el ministerio durante casi veinte años. Pasé por alto a muchos a los que bien podría haber ayudado, pero andaba demasiado distraído con los programas de la iglesia.
Los mejores momentos del ministerio no son los que se disponen de forma ordenada en un plan de actividades. Por lo general, surgen en encuentros espontáneos con personas que pasan por situaciones críticas.
Me he dado cuenta de que mucha gente no alcanza recordar una enseñanza que prediqué hace dos días, pero sí recuerdan con gran claridad una declaración que hice durante un almuerzo hace casi una década.
No existe nada más atractivo en el ministerio que pensar que mi esfuerzo por la mayoría justifica que ignore a las personas que Dios me atraviesa en el camino. A veces las personas necesitan que las toquemos una a la vez.
Una lección para nada fácil
Me costó bastante trabajo llegar a esta conclusión. Nunca olvidaré la mirada en el rostro de mi consejero, cuando le comenté que planeaba ingresar al ministerio.
«¡Pero ni si quiera te agrada la gente!» —exclamó—. Recuerdo que pensé: «¿Y cuál es el problema? El ministerio implica hablar en público y conducir a la congregación a lugares altos. Si logro eso, no tengo que preocuparme por las personas en particular.»
Pero ese pensamiento es un mito.
Una vida quebrantada en el camino nunca se adapta con facilidad a nuestros programas. El amor no resulta eficiente, y el amor demostrativo no es programable. El hombre golpeado en la historia de Jesús no estaba en condiciones para esperar tres semanas para obtener una cita. Tampoco conseguiría esperar a que el samaritano estudiara la necesidad y pusiera en marcha un nuevo ministerio para atender a las víctimas que experimentaban situaciones similares.
No es que todos los programas estén mal; pero no nos permitamos enfocarnos a tal punto en ellos que terminemos escurriéndonos de la siguiente persona que Dios ponga delante de nosotros.
Jesús nunca perdió de vista a las personas que más precisaban su ayuda. En mi trabajo de medio tiempo, como mediador frente a los conflictos de la educación pública, no dejo de sorprenderme constantemente de cuán lejos puede llegar la burocracia con tal de lograr un cambio sistémico en su programa, en lugar de concederle a una familia una excepción que solucione con facilidad su problema. En nuestra comunidad seguimos un lema: «Las necesidades personales son demasiado importantes como para regirnos por cualquier programa estructurado». En su lugar, buscamos formas para ayudar a los demás a través del ministerio personal.
Estemos disponibles sin desgastarnos
Sé que esto parece la fórmula para acabar agotado, pero no tiene por qué ser así. El problema de manejar las necesidades personalmente es que se multiplican como conejos en primavera. Después de todo, la razón por la cual armamos programas es para manejar las necesidades de tal forma que no nos abrumen. O… eso creía yo antes.
La falacia aquí es otro de los grandes mitos del ministerio: «No podemos hacer por uno solo lo que no podemos hacer para todos».
Este mito engañoso, sin embargo, va en contra del ejemplo de Jesús. Jesús vivió cada día observando a las personas que Dios colocaba delante de él. Pero para que seamos tan accesibles como él, necesitamos las dos habilidades que él demostró:
1. Dejar un espacio en nuestra vida para lo inesperado.
2. Aprender a decir «no» con amabilidad. No podemos satisfacer todas las necesidades que crucen nuestro camino.
Jesús vivió con la libertad de participar y de dar la espalda cuando no era el tiempo o el propósito del Padre. Una de las razones por las que me escondía detrás de una apretada agenda, o de una secretaria, era mi deseo de no decepcionar a la gente al decirles que no.
Ahora me doy cuenta de cuándo Dios me pide que satisfaga la necesidad que se presenta delante de mí, o si quiere actuar por medio de otra persona en mi lugar. He aprendido a decirle a la gente: «Lo siento, no puedo darte lo que necesitas en este momento».
Nunca conseguiremos responder a las necesidades espontáneas si nos sentimos obligados a cumplir con absolutamente todas las que se nos presentan. Jesús no nos ha pedido eso. El solo nos pide que respondamos a aquellas que coloca delante de nosotros y a que animemos al resto del Cuerpo a proceder de igual modo.
El autor es director de Lifestream Ministries en Oxnard, California.
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