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El secreto de los cristianos; Parte V de: El mártir de las catacumbas

El secreto de los cristianos; Parte V de: El mártir de las catacumbas

por Anónimo

¿Qué puede producir paz en medio del sufrimiento? ¿Cuál es ese poder tan grande para que un hombre enfrentado a una muerte feroz puede cantar? Por fin Marcelo se encuentra cara a cara al secreto que tanto buscaba. Este artículo es el quinto de la serie continuada basada en el libro El mártir de las catacumbas, de autor anónimo. La historia original de esta serie fue publicada hace muchísimos años.


El misterio de la piedad, Dios manifestado en la carne.



El joven oficial permaneció atónito al darse cuenta del efecto que su solo nombre había producido.


Y reaccionando dijo:


—¿Por qué todos tembláis de ese modo? ¿Es por ventura a causa de mí?


Honorio le contestó:


—Ay de mí. Aunque proscritos nos hallamos en estos lugares, tenemos constante comunicación con la ciudad. Estamos enterados de que nuevos esfuerzos han de hacerse para perseguirnos con más severidad, y que Marcelo, capitán de los pretorianos, ha sido designado para buscarnos. Y en este momento a ti te vemos en nuestra presencia, a nuestro principal enemigo. ¿No es ésta suficiente causa para que temamos? ¿Por qué habrías tú de perseguirnos hasta este lugar?


Marcelo exclamó:


—No tenéis causa para temerme, aun en el caso que yo fuese vuestro peor enemigo. ¿No estoy en poder de vosotros? Si quisiereis detenerme, ¿podría yo escapar? Si quisiereis matarme, ¿podría yo resistir? Estoy sencillamente entre vosotros tal como me veis, sin ninguna defensa. El hecho de encontrarme aquí sólo es prueba de que no hay peligro de parte mía.


Honorio, reasumiendo su aire de calma, dijo:


—Verdaderamente, tienes razón; tú de ninguna manera podrías regresar sin nuestra ayuda.


—Escuchadme, pues, que yo os explicaré todo. Yo soy soldado romano. Nací en España y fui criado en la virtud y moralidad. Se me enseñó a temer a los dioses y a cumplir con mi deber. Yo he estado en muchas tierras y me he dedicado por entero a mi profesión. Sin embargo, nunca he descuidado mi religión. En mis habitaciones he estudiado todos los escritos de los filósofos de Grecia y de Roma. Como resultado de ello he aprendido a desdeñar nuestros dioses y diosas, los que no son mejores, y más bien son peores que yo mismo.


—Platón y Cicerón me han enseñado que hay una Deidad suprema a la que es mi deber obedecer. Pero ¿cómo lo puedo conocer y cómo le debo obedecer? También he aprendido que soy inmortal, y que cuando muera me he de convertir en espíritu. ¿Cómo seré entonces? ¿Seré feliz o miserable? ¿Cómo puedo yo asegurarme la felicidad en la vida espiritual? Ellos describen con derroche de elocuencia las glorias de la vida inmortal, pero no dan instrucciones para los hombres comunes como yo. Pues el llegar a saber todo esto es lo que constituye el anhelo vivo de mi alma.


—Los sacerdotes son incapaces de decir nada. Ellos se encuentran enlazados con antiguos formalismos y ceremonias en las cuales ellos mismos jamás han creído. La antigua religión es muerta; son los hombres los que la mantienen en pie.


—En las diferentes tierras por donde he andado he oído mucho sobre los cristianos. Pero encerrado, como lo he estado en mi cuartel siempre, jamás he tenido la feliz oportunidad de conocerlos. Y para ser franco, no me he interesado por conocerlos hasta últimamente. He oído los informes comunes de su inmortalidad, sus vicios secretos, sus pérfidas doctrinas. Y desde luego hasta hace poco yo creía todo eso.


—Hace unos pocos días estuve en el Coliseo. Allí recién aprendí algo respecto a los cristianos. Yo contemplé al gladiador Macer, un varón a quien el temor era desconocido, y él prefirió hacerse quitar la vida, antes que hacer lo que él creía que era malo. Vi un venerable anciano hacer frente a la muerte con una pacífica sonrisa en sus labios; y sobre todo, vi un puñado de muchachas que entregaron su vida a las fieras salvajes con un canto de triunfo en sus labios:


Al que nos amó,


Al que nos ha lavado de nuestros pecados.

Lo que Marcelo expresó produjo un efecto maravilloso. Los ojos de los que escuchaban resplandecían de gozo y vehemencia. Cuando él mencionó a Macer, ellos se miraron los unos a los otros con señas significativas. Cuando él habló del anciano, Honorio inclinó la cabeza. Cuando habló de los niños y muchachas, y musitó palabras del himno que cantaron, todos voltearon el rostro y lloraron.


—Fue aquella vez la primera de mi vida en que vi derrotada la muerte. Desde luego yo puedo afrontar la muerte sin temor, como también cada soldado que se ve en el campo de batalla. Pues tal es nuestra profesión. Pero estas personas se complacían y regocijaban en morir. Aquí no se trata de soldados, sino de niños, que estaban imbuidos de los mismos sentimientos en sus corazones.


—Desde entonces no he podido pensar absolutamente en ninguna otra cosa. ¿Quién es ese que os amo? ¿Quién es el que os lavó de vuestros pecados con su sangre? ¿Quién es el que os da ese valor sublime y esa esperanza viva? ¿Quién o qué es lo que los sostiene aquí? ¿Quién es aquél a quien acaban de estar hablando?


—Yo efectivamente he sido comisionado para conducir los soldados contra vosotros para destruiros. Pero primeramente quiero saber más respecto a vosotros. Yo juro por el Ser supremo que esta mi visita no os ha de ocasionar ningún daño. Decidme, pues, el secreto de los cristianos.


Honorio contestó:


—Tus palabras son ciertas y sinceras. Ahora ya sé que tú no eres espía o enemigo, sino más bien un alma inquisitiva que ha sido enviada aquí por el mismo Espíritu Santo para que conozcas aquello que hace tiempo has estado buscando. Regocíjate, pues, porque todo aquel que viene a Cristo de ninguna manera será desechado.


—Has visto hombres y mujeres que han dejado amigos, hogar, honores y riquezas para vivir aquí en necesidad, temor, dolor; y todo lo han tenido por pérdida por causa de Jesucristo. Ni aun sus propias vidas aprecian ellos. El cristiano lo deja todo por Aquel que le amó.


—Tienes toda la razón, Marcelo, al pensar que hay un gran poder que puede hacer todo esto. No es el mero fanatismo, no es ilusión, no es emoción. Es el conocimiento de la verdad y el amor al Dios viviente.


—Lo que tú has estado buscando por toda tu vida es para nosotros nuestra más cara posesión. Atesorado en nuestros corazones, es para nosotros más digno sin lugar a compararse siquiera con todo lo que el mundo puede dar u ofrecer. Nos otorga felicidad en la vida aun en este tenebroso lugar, y nos da la victoria frente a la misma muerte.


—Tú anhelas conocer al Ser supremo; pues nuestra fe (el cristianismo) es la revelación de él. Y por medio de esta revelación él hace que le conozcamos. Conforme es infinito en grandeza y poder, también lo es en amor y misericordia. Esta fe nos acerca tan estrechamente a él que él llega a ser nuestro mejor amigo, nuestro guía, nuestro consuelo, nuestra esperanza, nuestro todo, nuestro creador, nuestro redentor, y el presente y eterno Salvador.


—Tú quieres saber de nuestra vida inmortal. Pues nuestras Escrituras sagradas nos explican esto. Ellas nos enseñan que creyendo en Jesucristo, el Hijo de Dios, y amando y sirviendo a Dios en la tierra, moraremos con él en infinita y eterna bienaventuranza en los cielos. Ellas también nos muestran cómo debemos vivir a fin de agradarle aquí, a la vez que nos enseñan cómo le hemos de alabar por siempre después de esta vida. Por ellas conocemos que la muerte, aunque es una maldición, ya no lo es para el creyente, sino que más bien se torna en bendición, puesto que «partir y estar con Cristo es mucho mejor», en vez de permanecer aquí, porque entramos a la presencia de «aquél que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros».


—Por consiguiente, —exclamó Marcelo—, si esto es así, hacedme conocer esta verdad. Porque esto es lo que estado buscando por largos años; por esto he orado a aquel Ser supremo de quien he oído solamente. Tú eres el poseedor de aquello que yo he anhelado saber. El fin y el objetivo de mi vida se encuentra aquí. Toda la noche está delante de nosotros. No me deseches ni dilates más; dime todo de una vez. ¿Es verdad que Dios ha revelado todo esto, y que yo he estado en ignorancia de ello?


Lágrimas de gozo brillaron en los ojos de los cristianos. Honorio musitó unas palabras de oración de gratitud a Dios. A continuación extrajo un manuscrito que desdobló con tierno cuidado.


Y siguió diciendo:


—Aquí, amado joven, tienes la palabra de vida que nos vino de Dios, que es la que trae tal gozo y paz al hombre. Aquí hallamos todo lo que desea el alma. En estas palabras divinas aprendemos lo que no podemos hallar en ninguna otra parte. Y aunque la mente acaricie estas verdades por toda una vida, con todo nunca llegará a dominar la máxima extensión de las verdades gloriosas.


Entonces Honorio abrió el libro y empezó a hablarle a Marcelo acerca de Jesucristo. Le habló de la promesa en el Edén de uno que había de herir a Satanás en la cabeza; y la sucesión de profetas que habían predicho su venida; del pueblo escogido por medio del cual Dios había mantenido vivo el conocimiento de la verdad por tantas edades, y de las obras portentosas que ellos habían presenciado. Le leyó el anuncio de que el Hijo de Dios había de nacer de una virgen. Le leyó sobre el nacimiento; su niñez; las primeras presentaciones; sus milagros; sus enseñanzas. Todo esto le leyó, agregando unos pocos comentarios de su parte, del sagrado manuscrito.


Seguidamente pasó a relatar el tratamiento que él recibió: las burlas, el desprecio, la persecución que aceleró todo hasta llegar a ser traicionado y condenado a muerte.


Finalmente leyó la narración de su muerte en la cruz del Calvario.


El efecto de todo esto era maravilloso en Marcelo. La luz parecía iluminar su mente. La santidad de Dios que abomina el pecado del hombre; su justicia que demanda el castigo; su paciencia infinita que previno un modo de salvar a sus criaturas de la ruina que ellas mismas habían traído sobre sí; su amor inconmensurable que le llevó a dar a su Hijo unigénito y bien amado; ese amor que le hizo bajar para sacrificarse para la salvación de los hombres; todo fue explicado con claridad meridiana. Cuando Honorio llegó a la culminación de la dolorosa historia del Calvario, y al punto cuando Jesús clamó «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» seguido del grito de triunfo «¡Consumado es!», se pudo oír un profundo suspiro de Marcelo. Y mirando a través de las lágrimas que humedecieron sus propios ojos, Honorio vio la forma de aquel hombre fuerte inclinada y temblando de emoción.


—Basta, basta, —murmuró quedamente—, dejadme pensar en él:


Al que nos amó,


Al que nos ha lavado de nuestros pecados


Con su propia sangre.

Y Marcelo hundió su rostro en sus manos.


Honorio elevó sus ojos al cielo y oró. Los dos habían quedado solos, porque sus compañeros se habían retirado. La tenue luz de una lámpara que estaba en una hornilla detrás de Honorio, iluminaba débilmente la escena. Y así ambos permanecieron en silencio por largo tiempo.


Finalmente Marcelo levantó la cabeza.


—Yo siento —dijo él—, que yo también tuve la culpa y causé la muerte del Santo. Leedme más de esas palabras de vida, porque mi vida depende de ellas.


Entonces Honorio le volvió a leer la historia de la crucifixión y la sepultura de Jesús, la resurrección la mañana del tercer día, y su ascensión a la diestra de Dios. También leyó sobre la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, que bautizó a los creyentes en un solo cuerpo, de su permanente morada que hace su templo el cuerpo del creyente, y de su maravilloso ministerio de glorificar a Cristo y de revelarle a los pecadores arrepentidos.


Pero él no terminó allí, sino que procuró traer la paz al alma de Marcelo, leyéndole las palabras de Jesús invitando al pecador a venir a él, y asegurándole la vida eterna como posesión real y presente en el momento en que se le acepta como Señor y Salvador. Leyó también sobre «el nuevo nacimiento», la nueva vida, y la promesa de Jesús de volver otra vez para recoger a todos aquellos que han sido lavados con su sangre para encontrarse con él en las alturas.


—Es la palabra de Dios —exclamó Marcelo—. Es la voz desde los cielos. Mi corazón responde y acepta todo lo que he oído. ¡Y yo sé que es la verdad eterna! Pero ¿cómo puedo yo venir a ser poseedor de esta salvación? Mis ojos parecen haber sido alumbrados y está despejada toda nube. Al fin me conozco. Antes yo creía que era un hombre justo y recto. Pero al lado del Santo, de quien he aprendido tanto, yo quedo hundido en el polvo, veo que ante él yo soy un criminal, convicto y perdido. ¿Cómo puedo ser salvo?


—Cristo Jesús vino al mundo a buscar y salvar lo que se había perdido.


—¿Y cómo puedo yo recibirlo?


—La palabra está cercana, aun en tu boca y en tu corazón: es decir, la palabra de fe que nosotros predicamos, que si tú confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se hace confesión para salvación.


—¿Pero no hay nada que yo deba hacer?


—Por gracia sois salvos por la fe; y la salvación no es de vosotros sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. La paga del pecado es muerte; más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.


—Pero, ¿no hay sacrificio que yo tenga que ofrecer?


—Él ha ofrecido un sacrificio por el pecado por siempre, y ahora está sentado a la diestra de Dios, y puede salvar para siempre a todos los que vienen a Dios por él, siendo que siempre vive e intercede por ellos.


—Ah, luego si yo me puedo acercar a él, ¡enséñame las palabras, condúceme ante él!


En la oscuridad de la helada bóveda, en la soledad del solemne silencio, Honorio se arrodilló, y Marcelo se inclinó al lado de él. El venerable cristiano elevó su voz en oración. Marcelo sintió que su propia alma estaba siendo elevada al cielo en esos momentos, a la presencia misma del Salvador, por la virtud de aquella ferviente oración de fe viva. Las palabras hacían eco en su propia alma y espíritu; y en su profundo abatimiento él dejó su necesidad en manos de su compañero, para que él la presentara de la manera más propia que él mismo podría hacerlo. Pero finalmente sus propios deseos de orar crecieron. La fe le alcanzó, y con temor y temblor, empero con fe real, su alma fue fortalecida, hasta que finalmente Honorio terminó, y su lengua se soltó y elevó el clamor de su corazón:


—Señor, creo, ¡ayuda Tú mi incredulidad!


Aquel único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, había venido a ser real por la fe; y las palabras de Jesús: «De cierto, de cierto os digo: Él que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación (juicio), más pasó de muerte a vida… Y yo les doy vida eterna (a mis ovejas); y no perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi mano», todas estas palabras fueron creídas, recibidas, disfrutadas.


Las horas transcurrieron. Pero ¿quién podría describir acertadamente el progreso del alma que pasa de muerte a vida? Basta con saber que cuando rayó el alba arriba en la luz, un día glorioso había amanecido en el alma y el espíritu de Marcelo en las bóvedas inferiores. Sus anhelos habían sido completamente satisfechos; la carga de sus pecados le había sido quitada, y la paz de Dios por Jesucristo le había llenado.


El secreto de los cristianos era suyo, y él se había convertido voluntariamente en esclavo de Jesucristo. Unido con sus hermanos en Cristo, ahora él también podía cantar:


Al que nos amó,


Al que nos ha lavado de


nuestros pecados


En su sangre,


A Él sea gloria y dominio


Por los siglos de los siglos.

(Continúa en la Parte VI: El secreto de los cristianos)

© Editorial Portavoz, 1986. Usado con permiso. Tomado del libro: El mártir de las Catacumbas de autor anónimo.

Los Temas de la Vida Cristiana, volumen III, número 6. Todos los derechos reservados

El libro fue reimpreso en varias ocasiones, después de ser publicado por Editorial Portavoz en 1986, fue concedido a Desarrollo Cristiano Internacional. Si usted desea la historia completa puede adquirir el libro mencionado en su librería cristiana o buscar los capítulos siguientes en este sitio.

Otros títulos de la serie continuada:


Parte uno: El Coliseo


Parte dos: El campamento pretoriano


Parte tres: La Vía Apia


Parte cuatro: Las catacumbas


Parte cinco: El secreto de los cristianos


Parte seis: La gran nube de testigos


Parte siete: La confesión de fe


Parte ocho: La vida en las catacumbas


Parte nueve: La persecución


Parte diez: La captura


Parte once: La ofrenda


Parte doce: El juicio de Polio


Parte trece: La muerte de Polio