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Envidia, muerte y Miss Cosecha

Envidia, muerte y Miss Cosecha

por Cornelio Plantinga

Los envidiosos son ambidiestros teológicos. A veces son arminianos, a veces calvinistas. Pero todos ellos son asesinos en potencia. Desde el tiempo de Abel y Caín hasta el tiempo de Miss Cosecha, la meta de la envidia es siempre despojar y destruir. Lo que la envidia quiere es despojar a alguien de alguna cosa buena y vital, y consecuentemente, destruir su felicidad.

Hace algunos años, en Iowa, Estados Unidos, dos jóvenes mujeres, ambas notablemente hermosas, se encontraron luchando por el mismo muchacho. Sonia y Cindy habían crecido juntas, asistieron a la misma escuela, y habían competido en los concursos de belleza locales. A veces ganaba una, a veces la otra. Por ejemplo, Cindy fue Miss Cosecha del condado, mientras que Sonia había sido nombrada en la escuela secundaria, Miss Simpatía. Pero la mayor competencia entre estas dos mujeres se encendió en el área del romance. Sucedió que ambas estaban enamoradas de Jaime, un joven alto y robusto, y el más prometedor del área. No tengo idea de lo que pensaba Jaime del espectáculo de dos bellas mujeres peleando por él. Tal vez encontraba que era embarazoso. Tal vez lo complacía, pero el hecho era que él vivía en Iowa y no en otro lugar, así que Jaime tenía que elegir. Se olvidó de Cindy, y junto con Sonia anunciaron que planeaban casarse.


Cuando Cindy oyó del anuncio, sintió como si hubiese sido apuñalada. Sintió espasmos de dolor, envidia e ira, como si Jaime y Sonia estuvieran tratando de retorcer un cuchillo entre sus costillas. Cindy no estaba acostumbrada a los desalientos así que no sabía dónde comprar un antídoto para ello. Era terrible haber perdido a Jaime, pero lo que la envenenaba era el pensamiento de que su rival había obtenido el premio, que su rival estaba plena de felicidad. Así que, una noche de septiembre, Cindy se levantó y mató a Sonia. Miss Cosecha estranguló a Miss Simpatía con un cinturón de cuero dejando a toda la comunidad ahogada por el dolor. La historia está basada en un incidente real (aunque algunos detalles fueron cambiados), pero, también, es una historia que hemos oído antes. Es una historia de crimen tan vieja y profunda en nuestra raza que obtiene características de leyenda, una verdadera leyenda.


En la historia bíblica de Abel y Caín, el crimen fue el homicidio y el motivo, la envidia. Y el bíblico postmortem nos dice que el homicidio nunca cesa. La sangre de Abel sigue clamando desde la tierra, y Caín se transforma en fugitivo y vagabundo, protegido solamente por una misteriosa marca que Dios le puso. Esto no es una simple historia de dos hermanos que se afligieron por un sacrificio. Es un paradigma, el primer caso en las Escrituras de un modelo que se repetiría una y otra vez. En este modelo, Dios, sorprendentemente prefiere una persona en lugar de otra, típicamente el menor sobre el mayor. Y entonces Dios tiene que luchar con el perdedor y con la letal envidia del perdedor. Así que cuando leemos de Abel y Caín, aparecen otros nombres en el horizonte como Jacob y Esaú, Lea y Raquel, José y sus hermanos, aun Herodes y Jesús.


O pensemos en Saúl y David después de las primeras campañas militares de David. Por años Saúl había sido el héroe indiscutible de las batallas. Pero ahora un talentoso joven turco aparecía, David, que tenía el toque de Dios sobre él; David, que era un matador más dotado que Saúl. Y Saúl, el viejo guerrero, sentía que los demonios se agitaban sobre él. Cuán siniestro es ver a estos jóvenes tiradores alistándose para asestar el golpe en su trabajo. Cuán aterrador es escuchar a las multitudes rugiendo por ellos y a las mujeres cantando acerca de ellos. Una canción en particular, se clavó en Saúl como una jeringa: «Saúl mató a miles y David a diez miles». En este clásico caso de una estrella eclipsada por una superestrella, Saúl ve y teme, y se resiente sanguinariamente por el cambio de guardia.


Caín y Abel es la historia de Saúl y David. De hecho, la historia nos muestra un patrón entretejido en la humanidad, dentro de la total raza que ha sido proscrita del Paraíso. Caín y Abel es la historia de Sadam Hussein quien asesinó a los ricos kuwaitíes, de Miss Cosecha que comenzó a enrollar el cinturón de cuero alrededor de sus puños. Por sobre todas las cosas, esta antigua historia es acerca de nosotros, gente en quienes aún pelean por la supremacía el inocente Abel y el culpable Caín.


Cuando miras al pasado, la historia te sorprende. Te preguntas por qué la ofrenda de Abel fue bendecida y no la de Caín, y qué pudieron ellos decir. ¿Subió el humo del sacrificio de Abel al cielo como un ángel que extrañaba su hogar? ¿Acaso el fuego bajo los vegetales de Caín sólo humeaba y apestaba? O ¿Hicieron estos dos seres humanos una ofrenda a Dios y luego durante seis meses hicieron evaluación de cómo crecían sus campos y ganados?


Lo que es claro es que en el mismo comienzo de nuestra historia humana algo andaba seriamente mal en el intento de un hombre en adorar a Dios. Es la primera vez que Dios recibía una ofrenda, y también la primera vez que desechaba una. «Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante.» Algo dentro de uno mismo comprende ese enojo. Un amigo mencionó el otro día, que cuando era niño y escuchó la historia, sintió pena por Caín. Y, al menos de primera intención, ¿por qué no?


Supongamos que eres alumno de 4° grado. Es diciembre, y tu clase ha estado preparando los adornos para el árbol de Navidad y para que los lleves a tu casa para tus padres. Un día los adornos son terminados y los llevas a tu casa en una caja para protegerlos. Llegas a tu hogar con todo el orgullo de un niño que anhela la aprobación de las mejores personas de su vida. Lo que habías olvidado es que tu hermana de 2° grado ha estado trabajando en un proyecto similar en su clase, así que dos ornamentos serán presentados a tus padres. Por supuesto, padres sabios saben cómo manejar estas situaciones. Miden su entusiasmo para asegurar que cada niño reciba igual admiración. La misma cantidad de «oohs» y «ahs» para cada uno.


Pero supongamos que abres tu caja, levantas tu trabajo manual, y descubres que a tus padres no les interesa. O peor, ridiculizan tu regalo. Qué pasaría si tu mamá te mira seriamente y te dice: «¿Crees que nos puede gustar algo así? ¡Mira esto! ¿Piensas que queremos una miserable chuchería hecha por un principiante? ¿Por qué no eres como tu hermana? ¡Sus adornos dejan a los tuyos como basura!»


Momentáneamente quedarás aturdido. Luego te sentirás humillado y querrás salir corriendo. Habías traído un regalo con todo el corazón de un niño de 9 años, un regalo hecho con todo el potencial de tus habilidades. Pensaste en el placer que les causaría a las personas que amas. Así que lo envolviste y lo ofreciste, y lo que ellos hicieron fue romperlo en tu propia cara.


«Pero (el Señor) no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya.» ¿Cómo debemos entender esto? ¿Es Caín como el inocente jovencito de 4° grado cuyos adornos fueron tirados a la basura? Y ¿Es Dios como un padre brutal que hace pedazos los tiernos regalos de sus hijos? Sospecho que si las generaciones de judíos y cristianos que siguieron se quedaron parados en esta interpretación, su lectura de la Biblia no fue más allá de Génesis 4.


Afortunadamente, el narrador de esta historia nos guía a otro camino. Su primera sugerencia es la descripción de las ofrendas. «Caín trajo del fruto de la tierra… Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas» (Gen. 4.3-4). Por supuesto no hay nada malo en traer a Dios espárragos en lugar de pedazos de lomo; no, desde la perspectiva contemporánea. No hay nada malo en ser agricultor en lugar de ganadero y dar de lo que tienes. Allí no reside la distinción.


En su lugar, creo que el narrador quiere que pensemos en Abel ofreciendo algo que realmente tuvo un costo, los más preciados cortes de sus más valiosas piezas. Y nos hace pensar que Caín trajo una ofrenda perfectamente ordinaria, no los primeros frutos, sino de la variedad producida en la huerta. «Caín trajo del fruto de la tierra…» Por otro lado, Abel trajo «de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas».


La adoración de uno de los hombres se centralizó meditadamente en darse a sí mismo. El otro hombre…; bueno, él bien puede ser el que más conocemos. Todos nosotros, después de todo, somos criaturas profundamente divididas, cuyo impulso hacia Dios puede ser simultáneamente noble y cambiante. Por ejemplo, como dice el teólogo Geoffrey Bromiley, podemos desesperar de nosotros mismos y de nuestros propios esfuerzos y al mismo tiempo estar «ferozmente alertas» de esa desesperación y sutilmente interesados en sus méritos. Podemos humillarnos delante de Dios en arrepentimiento, y estar orgullosos de ello. Más de un predicador ha confesado que era profundo durante la oración en la congregación, una en la que había trabajado para expresar las necesidades y temores de la congregación, cuando se descubrió a sí mismo admirando tal oración y maravillándose del nivel celestial que había logrado.


O supongamos que estamos escuchando un sermón. De pronto nos parece que hemos sido clavados por una palabra del Señor. Honestamente tratamos de prestar atención a este aviso. Sin embargo no queremos tomar todo el aviso porque queremos estar plenamente seguros si no es para alguno de los que están sentados a nuestro lado y que lo necesitan más que nosotros. «Todos saben», Helmut Thielicke observó una vez, «que mientras estamos en el culto de adoración los lobos aúllan en nuestras almas».


Así fue con Caín. Algo está mal en la adoración. No funciona. Y Caín se deprime y enoja. No confundido. No humillado. Enojado, aun cuando Dios le dio la posibilidad de ofrendar de nuevo: «Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido?» (Gen. 4.7). Pero Caín no quería hacer lo que estaba bien. Estaba desconsolado. Y en alguna parte muy quieta y sutilmente, apenas podemos ver lo que pasó, la ira de Caín hechó raíces. Había odiado a este misterioso Dios que era tan difícil de satisfacer, este inescrutable Dios tan exigente que ni podía tocar sus vegetales. Pero gradualmente Caín giró sobre sí mismo hasta que encontró ante su vista a Abel.


¿Después de todo no había sido él el que puso a Dios en contra suyo? ¿Quién es éste que parece ganar todo? Caín miró a Abel pero no vio más a su hermano. Todo lo que vio fue un rival. No alguien a quien amar y ensalzar, sino alguien que necesita ser cortado en pedacitos. ¿Quién se cree Abel que es? ¡Haciendo que la gente se sienta como perdedores! Un fuego consume el interior de Caín. Y su terrible conclusión es que sólo la sangre de su hermano puede apagarla.


¿Fue la ofrenda de Abel más costosa y generosa? ¿O fue Abel preferido por la misma providencia misteriosa que por siglos ha estado dividiendo las ofrendas en forma desigual? Creo que el texto nos guía a ver la diferencia tanto entre las dos ofrendas como en el carácter de los dos hermanos. El escritor quiere que encontremos autosacrificio e integridad en la adoración de Abel. Él no fue bendecido inesperadamente, hubo alguna razón por la que fue preferido.


Para Caín no había diferencia. Un envidioso no tiene en cuenta si hemos ganado nuestro éxito o si algún paracaídas dorado directo desde el cielo ha caído en nuestras faldas. Para un envidioso, ambas formas son igualmente injustas. Los envidiosos son ambidiestros teológicos. A veces son arminianos, a veces calvinistas. Pero todos ellos son asesinos en potencia.


Desde el tiempo de Abel y Caín hasta el tiempo de Miss Cosecha, la meta de la envidia es siempre despojar y destruir. Lo que la envidia quiere es despojar a alguien de alguna cosa buena y vital, y consecuentemente, destruir su felicidad.


¿Por qué? La razón no es la codicia. Lo que el envidioso quiere no es, antes que nada, lo que el otro tiene. Lo que quiere el envidioso es que el otro no lo tenga. Esa es la profunda razón del vandalismo. Más profundo que la razón superficial de la diversión frívola está el deseo de matar. Un vándalo no puede permitir que la belleza y la plenitud existan, ni tolera que nadie pueda disfrutar de esas cosas. Confrontado por la belleza o por la bendición, un vándalo quiere resucitar a Caín y permitir que vaya a trabajar. El envidioso es un hijo de Satanás. Si no puede tener el cielo, puede al menos desarrollar el infierno en la vida de otros.


Tal vez en Iowa, Cindy creyó insanamente que si Sonia se iba, Jaime volvería con ella. Pero lo que Miss Cosecha quería por encima de todo era que su rival no lo tuviera.


Para todos nosotros, que vivimos al este del Paraíso, la historia de Caín y Abel debe estar en nuestras mentes y corazones. ¿Por qué? Porque tenemos mucho de Caín dentro nuestro. Porque el pecado está agazapado en nuestra puerta. Porque la sangre de nuestras víctimas está gimiendo desde la tierra, gente, por ejemplo, cuyo carácter hemos asesinado; gente que hemos resentido porque teníamos que crecer a su sombra; gente que nos irritaba por no mejor razón que ser íntegros.


Si eres un envidioso, debes liberarte de ello. La envidia carcomerá tus huesos. ¿Cómo puedes liberarte? Hacemos alguna modificación en la conducta espiritual. Ensalzamos a otros por sus dones, sus gracias, sus logros. Los incluimos en nuestras oraciones, y damos gracias a Dios por ellos, aunque tengamos que morder nuestros labios primero. Y siempre, siempre, necesitamos nutrir en cada uno el sentido de pertenecer a una comunidad, una comunidad cívica y por sobre todo, la comunidad de la gente de Dios, una comunidad en la que los dones de los otros se usen apropiadamente, y nos bendigan. Si eres el director técnico del equipo de Maradona, qué tonto sería envidiarlo. Debes agradecer que está en tu equipo.


Para todos nosotros que vivimos al este del Paraíso, Caín y Abel necesitaban estar en nuestras mentes y corazones. ¿Por qué? Porque hay un montón de Abeles en nosotros. Si eres una persona que Dios ha favorecido, atraerás mucha envidia.


Por supuesto, cada uno sabe que la envidia envenena al envidioso. Pero ser envidiado no es, al menos para una persona de carácter, un deleite. Ser envidiado es tener algo venenoso apuntando hacia uno. Y es difícil encontrar el antídoto. Si hacemos bien, nos resentirán. Si tratamos de ser amables con el envidioso, pueden creer que somos condescendientes. Aún una brisa de misericordia en nuestra actitud es un gas natural para el fuego del envidioso.


¿Qué puede un Abel hacer? Puede estar seguro de que sus ofrendas van hacia Dios, que no son ostentación sino ofrenda. Y él puede nutrir ese sentido de comunidad en el cual los dones, inteligencia o bondad moral, o dinero o habilidades, o el mero don de la juventud, nos bendiga a todos.


Caín y Abel mantienen su lucha a través de las edades. Ellos luchan dentro de nosotros. Pero tenemos razón para pensar que esa lucha terminará un día. Esto es porque Caín y Abel estaban vivos en Jesucristo nuestro Señor. Jesucristo, el naturalmente inocente, se transformó en pecado por nosotros. Tomó el lugar de Caín tanto como el de Abel. Y cuando la terrible batalla entre ambos terminó en la mañana de resurrección, Dios levantó al que había sido muerto, aquel de quien la sangre gemía desde la tierra por los siglos.

© Christianity Today, 1991. Usado con permiso. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 3.