¿Exitomanía pastoral?
por Alfredo C. Smith
El éxito es quizá el trofeo más apetecible de nuestro tiempo, y el terreno religioso, no por ser religioso queda exonerado de esta fiebre «exitista» tan propia de este siglo. Si embargo, lo que Cristo espera de nosotros no es «éxito» sino fidelidad, confiabilidad y obediencia.
El éxito es quizá el trofeo más apetecible de nuestro tiempo. Todo el montaje publicitario, empresarial, profesional, educacional, deportivo, financiero y político se centra en la urgencia de alcanzar éxito. Sin este ingrediente nada resulta útil para conseguir que el hombre se sienta bien, obtenga una cierta conciencia de realización personal y le permita «sobresalir» del medio común y corriente y reafirme su yo.
Por supuesto, el terreno religioso, no por ser religioso queda exonerado de esta fiebre «exitista» tan propia de este siglo. El principio del deber, el servicio, la renuncia, el ocupar el segundo lugar, puesto en las palabras de San Pablo: «el estimar a los otros como superiores a sí mismos», es ya un arcaísmo, ha sido descartado. Con las sutiles infiltraciones de la psicología secular en nuestros círculos evangélicos, con vestiduras de religiosidad y racionalidad, se ha colado este sentido de exitismo profesional, que desvirtúa tácitamente el significado de la cruz de Cristo. La debilidad ministerial resultante pocos quisieran verla. Reconocerlo es ir contra el concepto positivista de logros, éxitos, «avivamientos», crecimiento de iglesia, y del triunfalismo laodiceano que ya está aquí en nuestro medio. No que esto signifique que no haya iglesias y ministerios fieles que saben lo que es estar escondidos en Cristo y a los pies de la cruz, y cuenten con la bendición de lo Alto.
Recientemente, mientras participaba en una conferencia misionera de una prominente iglesia de confesión tradicional, escuché algunas presentaciones que sencillamente me dejaron atónito. Un expositor de un país asiático presentó unas transparencias en las que, con cifras, estadísticas y cuadros ilustrativos, demostraba que hoy en el mundo por cada persona creyente en Cristo, siete no conocen al Señor.
Terminó su presentación afirmando que si cada cristiano llevara a siete personas a los pies de Cristo, la tarea de la evangelización mundial estaría cumplida. Otro expositor de occidente y muy famoso por sus incursiones en el campo de censos y estadísticas eclesiásticas, señaló que disentía con esta afirmación elevando el número de relación entre creyentes e incrédulos a 1 X 10. Es decir, que si cada creyente llevara a diez personas al Señor, la tarea de la evangelización mundial se vería cumplida. El sentido facilista y el clásico juego de las estadísticas me estaba dejando boquiabierto.
Habiendo sido pastor de varias iglesias, habiendo trillado, literalmente, miles de casas en diversos pueblos y ciudades con la evangelización personal, habiendo participado en conferencias tanto de evangelización como de edificación, guiando seminarios para pastores prácticamente en todo el continente, y viajando por el mundo (tres veces en forma intercontinental) en eventos interconfesionales e internacionales, habiendo dado y recibido talleres de todo tipo en el campo que estamos considerando, y habiendo vivido y ministrado en cuatro naciones distintas (disculpen toda falta de modestia aquí), nunca supe que estuviéramos tan cerca de alcanzar el éxito de la evangelización mundial como el mencionado. Dada mi incredulidad «tomasina» sobre el particular, pregunté a un compañero que estaba conmigo en ese momento, vietnamita para mayor referencia, si él compartía tal afirmación. Con todo aplomo me aseguró: «No». Confieso que respiré un tanto aliviado por cuanto me estaba creyendo el ser más negativo e incrédulo de esa vasta conferencia. ¡A mi lado estaba otro incrédulo igual que yo!
Las técnicas y las filosofías de trabajo que hoy están gobernando el funcionamiento eclesiástico deben ser motivo de honda preocupación y oración para quienes gozan, con legitimidad, de discernimiento espiritual y de un corazón sensible. El peligro de lo que alguien llegó a llamar el trabajo de los expertos de «escritorio», se cierne sobre nosotros. Estudiosos que necesitamos, indudablemente, en áreas de análisis y visualización estratégica, suelen meterse al trabajo de «tácticos», lo cual escapa a sus funciones y capacidades, y como consecuencia nos ofrecen ideas como las descritas.
Dichas conclusiones exitistas, para quienes hemos estado en las operaciones tácticas por décadas, y que ya estamos pasando a la retaguardia y a la evaluación logística más calmada, sabemos que son irreales, crean trabazones muy serias para la generación que nos viene pisando los talones y que tendrán que tomar la antorcha de nuestras manos. La fiebre exitista está llegando a tal punto que estamos literalmente hechizados con la idea de que si no llenamos con centenares de personas nuestras reuniones, y si no contamos con toda clase de señales, portentos, milagros y, por supuesto, conversiones sensacionales, testimonios electrizantes e informes estadísticos que satisfagan la maquinaria denominacionalista, hemos llegado a ser un fracaso. No desestimamos el obrar de Dios, cuando es el obrar de Dios y no el producto de la manipulación (exitista) que hoy está carcomiendo la misma esencia y razón de ser de la Iglesia de Jesucristo.
Gracias a Dios, él está al control por encima de nuestros desaciertos y las «puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia de Jesucristo». Su obra es cierta y «sus maravillas para ser contadas de generación en generación». Sin embargo, la fiebre del éxito nos embarga como una peste maléfica y no pareciera haber mucha conciencia de ello. Nos decía un muy valioso y querido hermano que recaudaba fondos para la expansión del Evangelio en diversos países, que él «no podía levantar fondos para obras que no estuvieran experimentando crecimiento explosivo».
Señalé en esa oportunidad la distorsión bíblica que tal concepto entrañaba, dado que este principio pretendía imponer a «Dios que es quien da el crecimiento» (1Co 3.6) las «condiciones que los hombres le ponemos a Dios», para darle de lo que estimamos es nuestro dinero. En otras palabras el juego debe jugarse de acuerdo a nuestras leyes y no de acuerdo a las de Dios!, manejar nuestras finanzas de acuerdo a nuestras propias expectaciones del éxito. Agregué lo que tal presión traía a los pastores, creando obsesiones frustrantes y una total desnaturalización del ministerio. Indiqué la artificiosidad de tipo «promocionalista» que ello imprimía sobre el pastor o evangelista. Iba a subrayar lo artificioso de muchos «crecimientos informados» con gentes que entran por la puerta delantera de nuestras iglesias y salen por la trasera y el estado de fascinación que puede producir la sensación del «templo lleno». Quise explicar el problema de las congregaciones mutantes, con cientos o miles este año, que sólo Dios sabe dónde están el año entrante. Pero me di cuenta de que estaba yendo «contra la corriente del espíritu» (de este siglo), que ya está atrincherado en nuestro medio. Era una voz en el desierto, de un «desubicado» que no vibra al ritmo del presente. Los que escuchaban no parecían estar presentes sino sólo en cuerpo.
El hecho subsiste y es que la turbina propulsora del «éxito obligado» nos está llevando a profundas desviaciones, cuyos efectos se verán con el correr del tiempo, como siempre sucede con los desvíos profundos. No se ven tales efectos inmediatamente sino después de cierto tiempo, peo sólo cuando las consecuencias son ya devastadoras e irreparables.
Sé de quienes se sienten motivados a trabajar fatigosamente en proyectos con el sólo fin de satisfacer las demandas del éxito impuesto por el maquinismo, sea de una denominación sedienta de estadísticas o por las demandas de la obtención de un título doctoral que acredite en papeles su calificación a tal grado doctoral. Conozco el caso de una tesis doctoral fundada sobre algo inexistente y que ¡fue aprobada! La triste falacia de todo esto ya está produciendo artificios colosales en todo el continente. Lo peor es la carga psicológica que esto impone sobre vidas consagradas y ministerios sinceros que buscan servir al Señor en «espíritu y verdad» y quedan entrampados en las redes sutiles del maquinismo (a veces voraz) del éxito «¡aquí y ahora!». Asimismo es real el despilfarro injustificado, de dineros ofrendados de manera sacrificada, en proyectos «sinceramente inventados» por la prolífica imaginación organizativa del hombre, pero carente de las perspectivas de Dios: dineros estos que a veces llevan el «sincero» cometido de mantener andando el complejo institucional, denominacional, educacional, de asistencia médica, avanzadas misioneras, proyectos, etcétera, que probablemente ya no estén justificados, pero que implican el mantenimiento de personal en sus puestos de trabajo y la subsistencia de algo que ya lleva las marcas del «Icabod» (gloria perdida), pero que se «viste con ropas de éxito y bendición».
El afán por el éxito y del logro visible es capaz de cualquier cosa y esto ya no es un problema pequeño. Es, probablemente, una de las manifestaciones carnales más sutiles y perniciosas que haya encarado la Iglesia en todos los tiempos. La tecnología que hoy disfrutamos, el caudal de información del que disponemos, los medios de comunicación a nuestro alcance y la sorda guerra de competitividad mundial nos está envolviendo y parece que no nos damos cuenta de ello. Cual la iglesia de Laodicea, declaramos en muchos más círculos de los que quisiéramos reconocer: «estoy rico y me he enriquecido y no tengo necesidad de ninguna cosa … y no sabes». Tal descripción dada por nuestro amado Señor a esa iglesia en Apocalipsis, capítulo 3, cobra hoy angustiante actualidad; pero la resistiremos si nos alejamos del exitismo que confunde las realidades espirituales y la operación auténtica del Espíritu sobrenatural de Dios con optimismos positivistas naturales.
¿Existe remedio para tal situación?
Detenernos en el camino y preguntar por las sendas antiguas nos vendría muy bien, como dice Jeremías 6.16. Escapar a las sutilezas del siglo es imperativo como señala San Pablo en 2 Corintios 6.17. Replantear nuestras prioridades en un orden evangélico, a la luz de principios establecidos en Marcos 3.1315 y Juan 8.31, 32 es urgente. Observar el orden apostólico como hallamos en 1 Corintios 4.1, 2 y con finalidades ciertas como las indicadas a los corintios en 1 Corintios 31015 nos ayudará en todo sentido Abundarían pasajes bíblicos para ir encadenando pero temo que sería demasiado para este presentación.
Ningún pasaje citado o que pudiéramos citar nos, muestra que Dios demanda de nosotros «éxito». Sí nos pide fidelidad y confiabilidad. Ningún pasaje bíblico asegura que el siervo de Cristo deberá esperar la marca de la prosperidad mundana, el halago de las cifras que satisfagan la carne, el sensacionalismo que lleve a los hombres a ver sólo al predicador y no a Cristo. No existe principio alguno en las Escrituras para que el siervo de Cristo deba alimentar su yo con éxitos sensacionales. La megalomanía es una enfermedad de fácil difusión entre pastores, misioneros y obreros cristianos que no toman los recaudos del caso.
Los peligros de los ministerios sensacionalistas son enormes y hacen caer a cualquiera fácilmente en este lazo del diablo. Pocos son los que se dan cuenta de los desvíos que esto trae y la apostasía que viene detrás. Muchos ministerios de impacto sobrenatural, en el curso de la historia, revelan que detrás había hombres sencillos, temerosos de Dios y con un profundo sentido de indignidad personal (podemos mencionar entre ellos a San Francisco de Asís) y se vieron libres de este virus de la exitomanía megalómana tan difundida en nuestra generación.
El único éxito al que el pastor debe aspirar es al de «agrandar a Cristo» y esto puede significar el más calamitoso de los fracasos, a los ojos de los hombres, de las estimaciones institucionales, de las expectativas administrativas y de reconocimiento político alguno. Conozco tumbas de obreros en nuestra América Latina, totalmente ignoradas, hombres que supieron servir al Señor y hacerlo de tal manera que su pasar por el mundo significó la supervivencia de la iglesia en su país o comarca. Nadie se acuerda hoy del predicador que en una lluviosa noche de Londres, en una iglesia prácticamente vacía, predicó su mensaje «intrascendente» y obtuvo como única respuesta la manifestación de fe de un niño de ocho años de edad. ¡Vaya éxito! ¿Verdad que hoy día muchos pastores llenarían el vacío con una improvisada reunión de alabanza y oración? El detalle interesante es que ese niño se llamaba ¡Carlos Spurgeon! ¿Qué es éxito ante los ojos Dios? Todos damos gracias a Dios por Pablo, Apóstol de Jesucristo. ¿Cuántos recordamos la obediencia de Ananías y el riesgo que debió enfrentar al obedecer al Señor y llevar a Pablo al lugar espiritual indicado, ante los ojos de Dios?
Nuestros conceptos de éxito y fracaso tampoco se relacionan con la aprobación de Dios. Unos y otros podrían darse vuelta en 180 grados en el día final «cuando pase por el fuego de la aprobación». Cosas que nos parecieron «oro» resultarán heno y hojarasca; cosas que nos parecieron intrascendentes pueden resultar oro y plata en el ajuste final de cuentas.
Lo que reiteramos una vez más es que lo que Cristo espera de nosotros no es «éxito» sino fidelidad, confiabilidad y obediencia. Fidelidad a su Palabra. Confiabilidad en la tarea encomendada hasta sus últimas consecuencias. Obediencia indiscutida a su Espíritu que deberá ser discernido con temor reverente y humildad. «Ahora bien, si sobre este fundamento alguno edifica con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarascas, la obra de cada uno se hará evidente porque el día la dará a conocer, pues por el fuego será revelada, el fuego probará la calidad de la obra de cada uno» 1 Corintios 3.12,13 (V.A.). Una vida llena del Espíritu Santo no es coincidencia de factores sino de labor honesta en quebranto y humildad, en la presencia de Dios. La dirección evidente del Espíritu Santo es cosa urgentemente necesaria en un tiempo como el actual, donde las aspiraciones de «éxito» están nublando muchos corazones y desviándonos del «oprobio de la cruz».
Primera publicación: Apuntes Pastorales, edición de octubre a diciembre de ©1994, Volumen XII, Número 1. Todos los derechos reservados. Segunda edición diciembre de ©2008, DesarrolloCristiano.com, todos los derechos reservados.