Biblia

Homenaje a los humildes

Homenaje a los humildes

por Ricardo Gondim

El más esquivo de los frutos es el más apetecible para quienes sirven en la iglesia.

El más esquivo de los frutos es el más apetecible para quienes sirven en la iglesia

 

Por: Ricardo Gondim

 

Deseoso de describir su desprecio hacia la falsa humildad, Friedrich Nietzsche señaló: «Más de un pavo real oculta su cola a los ojos de todos —y se siente orgulloso de su actitud—». De hecho, no hay nada más delicado que intentar escribir unas líneas acerca de los humildes. Un chiste antiguo describe a un insensato que publicó un libro que se titulaba: Cómo alcancé la humildad.

 

Uno de los biógrafos de Winston Churchill relata que cierta noche cuando el líder debía dictar un discurso en un auditorio repleto, un reportero se le acercó: «¿No se siente halagado de saber que las multitudes siempre se reúnen para escucharlo?». El primer ministro respondió: «No, porque, si me fusilaran, ¡se reunirían el doble de personas!».

 

La humildad desnuda el corazón del terciopelo prestado, libera el alma de las frivolidades sociales, acepta que la dignidad se pierda en el viento. No le importa perder y no considera que el triunfo sea algo esencial para definir el carácter.

 

Para André Comte-Sponville, la humildad «no es la ignorancia de lo que somos, sino más bien, el conocimiento, o el reconocimiento de todo aquello que no somos». El cristiano humilde no capta todos los sonidos y no percibe por completo el espectro de luz. Se sabe ignorante en muchos temas y nunca se disfraza de apariencias.

 

La humildad exige que admitamos que todo es provisorio. La salud depende de un equilibrio delicado, la reputación no cuenta con la discreción de las personas, el futuro resulta de incontables accidentes. En el reino de la humildad cualquier jactancia es inoportuna. Los hombres y las mujeres imitan y copian desde el principio. Todos reciben ayuda de los demás una vez que ven la luz: «Soy lo que soy por gracia».

 

Dwight Moody afirma: «El hombre puede fingir un falso amor, una falsa fe, una falsa esperanza y otras gracias, pero nunca podrá simular la humildad». La sencillez libera a las personas de depender de una máscara. El sabelotodo necesita ocultarse para examinar al otro. El humilde se despoja y permite que lo examinen. El soberbio paga un alto precio por una lupa que lo ayude a encontrar la paja en el ojo ajeno. El humilde se siente incómodo con la viga que bloquea su propio ojo.

 

Como describió A. Pronzato, «las personas humildes saben que debajo del revestimiento de honestidad, de la moral, de la hipocresía y la religión, se esconde todo lo demás».

 

La humildad y el deseo de omnipotencia no son compatibles. La jactancia no admite debilidad, no reconoce fronteras, no acepta indicaciones. El insolente nunca se dispone a imitar los pasos de Jesús que, siendo Dios, no consideró aferrarse al poder sino que prefirió hacerse débil por amor. Stanley Jones escribió acertadamente: «La esencia de Dios es la humildad. El primer paso para encontrar a Dios es destruir el orgullo».

 

El soberbio se embrutece. Se niega a colgar su uniforme de poder. Con la percha vacía, se apropia de la pregunta del poeta: «¿Por qué no es infinito el poder humano como el deseo?» La soberbia, dionisíaca, pisotea a todos los que piensa bloquearán su anhelo de conseguir prestigio. Odia frustrarse. Ante su grandeza, se desespera. Nunca logrará alcanzar lo que se propuso. Ante la franqueza, se angustia. Nunca cumplirá con el plan que se impuso a sí mismo. Nietzsche sentencia: «Me conozco demasiado bien como para gloriarme de lo que soy», Y Comte-Sponville concluye: «¿Qué es más ridículo que jugar al superhombre?… La humildad es el ateísmo en primera persona. El hombre humilde es ateo de sí mismo, como el no creyente de Dios».

 

La humildad y la gratitud van de la mano. El humilde no se hizo a sí mismo. No encarna al hombre autocreado. Por el contrario, se siente en deuda con sus padres por todos los esfuerzos que hicieron para que consiguiera estudiar; con los maestros que le inculcaron valores; con sus amigos, que no lo abandonaron en la vergüenza; con los poetas que sembraron la belleza en su corazón y con los profetas que despertaron en él la justicia.

 

El humilde repite un discurso secreto: «No existo para mí mismo. Veo en los demás la fuente de mi alegría. Celebro mi presente como un regalo». José Ingenieros escribió en su maravilloso libro El hombre mediocre: «Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay, se trata de vanidad».

 

La humildad es equivalente al vacío. El arrogante no puede amar, porque no le sobra espacio para esa postura en su mundo. Solo ama el que renuncia al control y se deja invadir por la compañía de los demás. Simone Weil afirma: «El amor acepta todo y solo dirige a los que aceptan ser dirigidos».

 

El humilde acepta renunciar. Sabe que el dominio y el amor no pueden mezclarse. El pretencioso es inflexible, impaciente e irascible. Su voluntad debe prevalecer a cualquier precio. El hombre humilde no se avergüenza de renunciar. Para él, las derrotas no representan un fracaso personal, e insiste en no reprimir con violencia. Sin imponerse, el humilde no se siente abrumado por la frustración.

 

El hombre humilde es discreto y elegante. Prefiere ocultar sus ojos de lo que hacen las manos. Nunca se acostumbra a las ovaciones. Así que cuando alimenta el deseo de lograr la humildad, nadie se da cuenta, y cuando escribe, sabe que está lejos de haberla alcanzado. Soli Deo Gloria

 

El autor es pastor de la Iglesia Betesda en San Pablo, Brasil. Es autor de varios libros —aún no disponibles en español— y un reconocido conferenciante. Está casado con Silvia. Dios les ha bendecido con tres hijos y tres nietos.

 

Se tomó de ricardogondim.com.br Se publica con permiso del autor. Todos los derechos reservados. Los derechos de la traducción al español son de Desarrollo Cristiano Internacional.