Honra al que te sirve
por Miguel Angel de Marco
Recordemos a Jeremías cuando le hablaba a Joacaz, el hijo del Rey Josías, y le advertía: «Ay del que edifica su casa sin justicia y sus salas sin equidad». En ese momento convirtámonos en instrumentos de Dios para la provisión del prójimo y para obrar a su favor con justicia.
Cursaba yo mi primer año de seminario y vivía, literalmente, al día. Mi iglesia local me pagaba el costo de la matrícula y los créditos de las materias; la beca de trabajo que el seminario mismo nos había ofrecido para ganarnos unos cuantos pesos ya se había agotado.Dijo: «Yo también he averiguado cuánto cuesta este trabajo». Agregando: «Tu trabajo vale más de lo que pides, porque lo has realizado bien». Cierta mañana, un industrial cristiano se acercó al lugar donde algunos estudiantes nos encontrábamos platicando, con el infaltable mate argentino de por medio. Era un empresario conocido dentro de nuestra denominación que había llegado para ofrecernos trabajo. Entre otras tareas, me pidió que pintara algunos carteles para unos inmensos silos para depósito de cereales que su propia fábrica estaba construyendo en una ciudad cercana. Para que no me distrajera de mis estudios, me facilitaría la tarea llevándome al seminario las partes metálicas donde debía pintar las gigantescas letras. Luego, una vez pintada la inscripción, esas partes serían montadas por sus operarios en lo alto de dichas construcciones. Nos pusimos de acuerdo sobre cuándo comenzaría el trabajo, así que en el tiempo en que mis responsabilidades académicas me lo permitían fui pintando esos carteles.
Al terminar la tarea, unas dos semanas después, este hombre se acercó y me preguntó: «Muy bien, Miguel, ¿cuánto te debo?». Hasta ese momento, toda mi experiencia laboral había sido remunerada mensualmente, con un salario al finalizar el mes. Nunca había determinado el valor de mi propio trabajo. Así que en ese momento me sentí más desorientado que aquel mayordomo timorato con el talento en la mano. No sabía qué responder ni cómo proceder. Este buen hermano había venido a darme un trabajo de calígrafo, como para un profesional, aun cuando yo era un neófito en este arte. Había sido un verdadero acto de amor y hasta sentía que el mismo gesto de traerme trabajo ya era bastante paga. «Y…, no sé, hermano; déme lo que usted crea conveniente en estos casos», atiné a responderle.
«No. Es tu trabajo y tú tienes que señalar cuánto vale. Dime lo que sea que yo te lo pagaré. Y apúrate porque ya estamos comenzando otra obra en otra ciudad y necesito que también pintes otro cartel para ese lugar».
A esa altura de la conversación me encontraba bastante confundido. Había terminado el trabajo como un profesional. Los trazos de las letras me habían salido con excelencia y prolijas, pero no sabía cuánto cobrar por ese trabajo. Así que le pedí que me otorgara unos días para averiguar y luego le diría cuánto le costaría el trabajo. Él estuvo de acuerdo y me trajo las otras partes para comenzar el segundo proyecto.
Por mi cuenta me entregué a la tarea de investigar cuánto cobraba un calígrafo profesional por un trabajo de tal magnitud. Llegado el momento, y tratando de ser razonable, di «mi precio», que sería 30% del que se cobraba en el mercado, ya que yo no era un profesional. Este hombre me pagó sin ningún comentario, pero al pagarme mi segundo trabajo, me advirtió: «yo también he averiguado cuánto cuesta este trabajo». Y a renglón seguido me pagó el doble de lo que yo pedía, agregando: «Tu trabajo vale más de lo que pides, porque lo has realizado bien».
Todos nosotros somos, de alguna manera, empleadores. Posiblemente no poseamos una fábrica, un comercio o una granja con personal trabajando a nuestro servicio, pero preste atención: ¿Ha contratado a alguna persona para que ayude en las tareas domésticas en su casa, como el lavado y planchado de la ropa, o con el aseo de la casa? ¿Viene alguna enfermera vecina a inyectarle cuando usted se enferma? ¿Alguna muchacha, de vez en cuando, cuida a sus niños cuando ustedes necesitan asistir a alguna actividad? ¿No es, acaso, una especie de «empleador» cada miembro de una iglesia que sostiene a un pastor o misionero? Sí; vivimos en un mundo mercantilizado y en ocasiones estamos de un lado de la ventanilla y en otras del otro lado.
No pretendo ofrecer una apología sociopolítica, sino hablar de la ética personal en mi consideración de lo que el trabajo de mi prójimo merece. Una verdadera ayuda práctica de sugerencias en remuneraciones deberá escribirse en un artículo más amplio, pero déjeme citar aquí algunas palabras de profecía pura. Jeremías, exhortando al pueblo a vivir en la práctica de la justicia, le deja una advertencia al que quiera perseverar en lo contrario: «Ay del que edifica su casa sin justicia y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde y no dándole el salario de su trabajo» (v. 22.13 – BA).Convirtámonos en instrumentos de Dios para la provisión del prójimo y para obrar a su favor con justicia. Este buen hombre podría muy bien haberse quedado tranquilo si me hubiera pagado el precio que yo le había indicado, pero él sabía que mi trabajo valía mucho más que eso. Algunas personas argumentan que pagan los salarios que la ley del país establece, pero todos sabemos bien que lo establecido por las leyes resulta por debajo de un sueldo honorable, en especial en nuestro tercer mundo.
Creo que debemos formularnos dos preguntas para aseguramos que caminamos con rectitud: 1) ¿Obro con justicia con lo que le pago a mi empleado? y 2) Mientras que permanezca a mi lado y a mi servicio, ¿podrá progresar esta persona?
Cuando estemos de este lado de la transacción, cuando nos toque jugar de «patrón», recordemos a Jeremías cuando le hablaba a Joacaz, el hijo del Rey Josías, y le advertía: «Ay del que edifica su casa sin justicia y sus salas sin equidad». En ese momento convirtámonos en instrumentos de Dios para la provisión del prójimo y para obrar a su favor con justicia.
Primera publicación en Apuntes Pastorales XXVI – 1, ©Copyright 2009, todos los derechos reservados.