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Humildad, parte II

Humildad, parte II

por José Belaunde M.

La humildad es requerida para hallar el favor de Dios y caminar con seguridad por el camino recto, y de esa manera, algún día recibir la esperada recompensa. La humildad es condición necesaria para el desarrollo de todas las virtudes cristianas. Venga y comparta con nosotros este interesante artículo que nos lleva por los distintos aspectos de la vida cristiana.

Terminé la primera parte de esta serie sobre la humildad diciendo que «algún día veremos que los hombres y mujeres que más hicieron por la causa del evangelio no fueron los que más fama alcanzaron en su tiempo ni los que figuran en los libros de historia, sino los desconocidos e ignorados por todos», cuya labor consistió principalmente en interceder. La oración es lo que hace que el Espíritu Santo toque los corazones endurecidos. Y ofrecí dar un ejemplo de la acción desconocida —aunque en este caso reconocida— de un intercesor apenas conocido que acompañó a un famoso predicador.

Charles Finney (1792-1875) fue uno de los grandes evangelistas de los últimos tiempos. Se dice que ningún predicador ha llevado a tantos pecadores a los pies de Cristo como él. Su actividad pública se desarrolló a partir de 1824, cuando comenzó a predicar en las ciudades del interior del estado de Nueva York. A donde quiera que él fuera la atmósfera espiritual cambiaba (1). Aunque él mismo era un hombre de oración, él reconocía que su labor no habría tenido el impacto que tuvo de no haber contado con la colaboración de un humilde hermano que iba con cierta anticipación a las ciudades en donde Finney se proponía hacer campañas y se dedicaba a ayunar y orar durante días. El nombre de este hombre no figura en ningún libro de historia de la iglesia. Sólo lo consignan las biografías de Finney. Se apellidaba Nash. ¿Alguien ha oído hablar de él?

¿Y qué decir de los pioneros desconocidos que, desde finales del siglo XIX, recorrieron nuestras serranías sembrando el evangelio, enfrentando penurias y persecuciones? Si hoy día nuestras ciudades y pueblos serranos están sembrados de pequeñas iglesias es gracias a su labor anónima.

Pero esta mañana mi tema es otro. Quisiera mostrarles cómo la humildad es condición necesaria para el desarrollo de todas las virtudes cristianas.

En primer lugar, nadie puede recibir el don de la fe si no es humilde. Jesús dijo: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5.3). La pobreza a la que Jesús se refiere ahí es la conciencia de la propia necesidad espiritual. El reino de los cielos les pertenece porque creyeron; creyeron porque eran humildes. Los que se creen ricos en espíritu a causa de sus muchos conocimientos, o de su inteligencia, rechazan el mensaje de la cruz como locura (1 Co 1.18,23).

En otra ocasión Jesús dijo: «Te alabo Padre… porque ocultaste estas cosas a los sabios e inteligentes y se las revelaste a los niños.» (Lc 10.21). También dijo: «De cierto os digo que si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18.3). ¿A quién reveló Jesús las verdades que salvan a los hombres que creen en ellas? A los que son humildes como niños, porque las reciben.

La salvación y la fe son un don gratuito del que nadie puede jactarse, nos explica Pablo en un conocido pasaje de Efesios, porque no se adquiere por ningún mérito propio: «Habéis sido salvados por gracia mediante la fe, y esto no proviene de vosotros, sino que es don de Dios. Tampoco es por obras para que nadie se jacte» (Ef 2.8–9). La jactancia es una barrera que la fe no puede atravesar. Así lo da entender Jesús cuando increpa a los fariseos: «¿Cómo podéis creer cuando recibís gloria los unos de los otros…» (Jn 5.44).

La virtud de la esperanza también depende de la humildad, porque el hombre humilde, sabiendo que nada puede por sí mismo, lo espera todo de Dios. En cambio el orgulloso, si algo espera, es de su propia capacidad y de sus propias fuerzas. Él no necesita de ningún Dios que lo ayude, y desprecia a los que, según dice, se apoyan en la noción de Dios como en una muleta.

El amor sobrenatural (ágape o «caridad») se apoya en la humildad reconociendo que nada merece: «¿Qué es el hombre para que lo engrandezcas y te ocupes de él?», pregunta el patriarca Job (7.17). La persona humilde reconoce que todo lo que posee, en bienes materiales o espirituales, lo ha recibido inmerecidamente de Dios y ama, por tanto, al que lo favoreció.

«Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su sierva», exclama María en respuesta al saludo de su prima Isabel cuando va a visitarla (Lc 1.46–48). María se sabía indigna del honor, que Dios había reservado para ella, de llevar en su seno al Salvador del mundo y suyo propio. Y por eso le dio a Dios la mayor muestra de amor que puede darle un ser humano: poner su vida al servicio de su voluntad. «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1.38).

El orgullo impide amar al prójimo, porque se cree superior y sólo siente desprecio por los demás, a los que mira por encima del hombro. Sólo estima al prójimo en la medida en que halague su vanidad, y le gusta rodearse de cortesanos y adulones. Siente envidia por todo el que destaque y le haga sombra, como Saúl estaba celoso de David cuando lo elogiaron más que a él (1 Sa 18.6–9). El humilde, en cambio, no siente envidia porque sabe que si algún talento tiene otra persona «desciende de lo alto, del Padre de las luces» (Stg 1.17). ¿Y cómo va a dolerse por algo que viene de Dios, aunque el favorecido no sea él sino otro?

El que es humilde soporta más fácilmente con paciencia las adversidades que le sobrevengan porque considera que las merece: «La ira del Señor soportaré, porque pequé contra él» (Mi 7.9a). O de lo contrario, porque considera que son pruebas que el Señor le manda para fortalecer su fe (1Pe 1.7).

En cambio, el orgulloso se indigna del maltrato, como Job, en sus momentos de locura, se impacientaba por lo que sufría y aun maldecía el día en que nació (3.3–10), porque estaba convencido de que siempre había caminado en rectitud (29.12–17; cap. 31. Fue necesario que Dios se le apareciera en toda su gloria para que reconociera su error y se arrepintiera [capítulos 38 a 42]).

La paz que trae descanso a nuestras almas es resultado de la humildad: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11.29).

Se ha observado muchas veces que Jesús exhortó sólo una vez a sus discípulos a aprender algo de él y que eso no fue que aprendieran a hacer milagros, o a caminar sobre el mar, o a multiplicar los panes, sino a ser mansos y humildes como él. En ese punto quería él que lo imitaran, y en amarse unos a otros como él los había amado, esto es, hasta dar la vida por el hermano (Jn 13.34).

El orgulloso no ama la paz, es díscolo, contencioso, siempre anda buscando peleas, como dice Proverbios: «Ciertamente la soberbia concebirá contienda» (Pr 13.10a). Pero «la blanda respuesta calma la ira», dice también el sabio (Pr 15.1a). ¿Quién sino el manso y humilde puede dar una blanda respuesta a la injuria y a la palabra airada? Sabemos, de otro lado, que muchas de las grandes guerras del pasado fueron provocadas por soberanos ambiciosos que querían exaltar su poder por encima del de sus rivales.

La humildad es necesaria para cultivar el espíritu de oración ya que, en primer lugar, sólo el humilde reconoce la existencia de un ser superior que lo creó y de quien depende. El orgulloso se cree dueño de su destino y no necesita acudir a ningún ser superior que sea dueño de su vida. La actitud más simbólica de la oración, el arrodillarse, es por sí sola expresión de humildad. El soberbio no se arrodilla ante nadie (2).

La humildad es condición para que nuestra oración sea contestada: «El deseo de los humildes escuchaste, oh Señor» (Sal 10.17). «Porque el Señor es excelso y atiende al humilde, mas al altivo mira de lejos.» (Sal 138.6). El publicano que se humilló y se golpeaba el pecho reconociendo su culpa tornó a casa justificado, dice Jesús, mientras el fariseo que se jactaba de sus muchas cualidades salió del templo tal como vino (Lc 18.9–14).

De ahí deducimos que la humildad es una condición del arrepentimiento. El orgulloso no reconoce sus faltas. ¿No lo vemos constantemente en la vida diaria, en casa y en el trabajo, aun tratándose de simples errores humanos? De hecho en muchos textos de la Escritura humildad y arrepentimiento van juntos, como en el más conocido de todos: «Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtiesen de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos y perdonaré sus pecados y sanaré su tierra.» (2 Cr 7.14).

El temor de Dios es inconcebible sin humildad. Jesús habla de un juez impío que no temía a Dios ni a hombre alguno (Lc 18.1–4). Bien sabemos que el impío es orgulloso. La humildad y el temor de Dios van muchas veces juntos en la Escritura: «Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de Dios» (Pr 22.4). ¿Por qué? Porque el que teme a Dios y no aspira a más de lo que conviene, mide sus pasos con sabiduría.

En efecto, la sabiduría y la prudencia requieren de humildad («…mas con los humildes —según algunas versiones— está la sabiduría» Pr 13.10b). Se requiere de humildad para solicitar consejo y desconfiar del propio juicio. En cambio, el soberbio es irreflexivo, cree saberlo todo («es sabio en su propia opinión.» Pr 26.5) y piensa que siempre tiene la razón, y por eso atropella, para su mal, los derechos ajenos. Algún día recibirá la factura de sus actos.

Hay un pasaje en el salmo 73 que es bastante ilustrativo a este respecto: «Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos… No pasan trabajos como los otros mortales, ni son azotados como los demás hombres. Por tanto la soberbia los corona; se cubren de vestido de violencia. Los ojos se les salen de gordura; logran con creces los antojos de su corazón. Se mofan y hablan con maldad de hacer violencia, hablan con altanería. Ponen su lengua contra el cielo y su lengua pasea la tierra…» (v. 3–9).

Pero más adelante dice: «Meditar para entender esto fue duro trabajo para mí. Hasta que entrando en el santuario de Dios comprendí el fin de ellos. Ciertamente los has puesto en lugares resbaladizos, los arrojas a la destrucción» (v. 16–18).

Dos hilos conductores maestros recorren la Escritura en que se engarzan conceptos opuestos: En uno vemos humildad, paciencia, mansedumbre, obediencia, sumisión, sabiduría, dominio propio… En el otro, soberbia, rebelión, violencia, contienda, necedad, burla, ofensa…

Por eso, bien puede decirse que la humildad es condición para hallar el favor de Dios y caminar con seguridad por el camino recto, y de esa manera, algún día recibir la esperada recompensa: «Humillaos bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte a su tiempo.» (1Pe 5.6). 29.12.01.

Notas

(1) Ch. Finney fue quien introdujo la práctica del llamado al final de los servicios, que se ha generalizado en casi todas las iglesias. Él tuvo que retirarse temprano, a los 40 años, por razones de edad, de las campañas y viajes incesantes. Después de algunos años de pastorado en Nueva York aceptó una posición como profesor de teología en un instituto bíblico recién abierto en una pequeña ciudad del Medio Oeste. Pero mantuvo su influencia a través de sus libros y sermones impresos y de su enseñanza. Su propia predicación y la de sus discípulos contribuyó decisivamente a la abolición de la esclavitud.(2) El verbo griego que traducimos como «adorar» (proskuneo), quiere decir «postrarse». Sólo adora el que se sabe inferior y es suficientemente humilde como para reconocerlo y gozarse en ello. Sobre esto hablaremos en otra ocasión.


Acerca del autor:José Belaunde N. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe