Por: Carlos Padilla Esteban
¿Cuántas cosas hay en mi vida que realmente quiero hacer? Hay muchas. Me levanto y quiero. Quiero luchar por la vida, por los proyectos que encienden el corazón. Quiero una vida santa, quiero llegar hasta la cima del monte.
Aunque a veces no sé bien lo que quiero. Quiero todo y nada. Quiero dar la vida y retenerla. Muchas veces ese querer mío parece opuesto al de Dios y no quiero lo que me conviene. Y entonces le pregunto: «Y Tú, Jesús, ¿qué quieres?».
Una persona rezaba: «Me gustaría tenerte siempre cerca, Jesús. Me da miedo alejarme. Descubro mi torpeza cada mañana. Hago lo que no quiero. No hago lo que Tú quieres. Evito lo que anhelo y sueño.
Me encuentro caído en mitad de mi tormenta. No me creo que tu voz pueda calmar mis olas. Digo que confío y no suelto. Te digo que te quiero y no te sigo. Te prometo ser fiel hasta el final del camino y caigo alejándome de ti casi sin darme cuenta.
Quisiera tener tus sentimientos y deseos. Quisiera atarme a ti como un náufrago. Quisiera amar como Tú amas. Soñar como Tú sueñas. Quisiera ser pobre como Tú. Descubrir otros mares en medio de mi mar, en lo más hondo.
Jesús, quiero ser santo. Hacer lo que Tú quieres. Querer lo que Tú haces. Seguir tus pasos. Caer y levantarme. Otra vez, siempre de nuevo. Me gusta besar tu cruz. Déjame empezar de nuevo. Déjame quererte en silencio. Jesús, te busco y te sigo. Quiero las cumbres. Sueño los valles. Espero y tiemblo al escuchar tu voz de nuevo».
Nuestro querer a veces se confunde. No sabemos bien lo que queremos. O queremos cosas que se contraponen.
O no hacemos luego lo que queremos. Es, como decía San Pablo, esa debilidad del alma que no nos deja hacer lo que queremos: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago». Rom 7,19.
Hacemos lo que no deseamos. Y nos vemos enfrascados en caminos que no son los que queremos. Aspiramos a las cumbres y deambulamos por los valles. Deseamos tocar el cielo y tocamos el barro. Queremos y no queremos. Anhelamos y no alcanzamos. ¡Qué frágil es tantas veces nuestro querer!
O está enfermo y nos lleva a hacer aquello que no nos sana. Queremos lo que no es un bien para nuestra vida. Y no queremos lo que realmente nos haría crecer como personas.
Cuando decimos que nuestro corazón tendría que ser como el de Jesús estamos diciendo algo muy grande. Como decía el Papa Francisco: «Haz nuestro corazón semejante al tuyo. De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo».
Un corazón como el de Jesús es un corazón que quiere lo que Dios quiere. Son palabras mayores. Nos cuesta pensar en un corazón que se asemeje de tal forma al de Jesús que acabe deseando lo que Dios desea. Esa es la verdadera santidad.
El Padre José Kentenich hablaba de la necesidad de inscribir nuestro corazón en el de Cristo. Es una gracia que Dios nos concede: «Es una fusión de los corazones. Se adentra inmediatamente en la región del subconsciente. Fusión de los corazones: esto prende en la vida subconsciente del alma»[5].
Es un verdadero milagro que tenemos que pedir cada mañana. Que el amor de Jesús penetre hasta lo más íntimo de mi ser. Que pueda sentir como Jesús siente. Hasta lo más hondo de mi mar. Hasta el subconsciente. Para acabar deseando lo que Él desea.