por Roberto Bastante
¿Qué lleva a un líder a abusar de la autoridad que se le ha delegado? ¿Cómo evitar caer en ese abuso? El autor nos ilustra con algunos personajes bíblicos los peligros que enfrentamos en el ejercicio de la autoridad y cuáles podrían ser los patrones que nos protegen de caer en ellos.
No cabe duda alguna de que vivimos tiempos complicados. A finales de 1995 Yitzhak Rabin, primer ministro de Israel caía fulminado por tres balas disparadas por un estudiante anónimo. El asesino justificó su brutal acción aduciendo que obedecía a Dios. En realidad su acción fue hacer valer no la autoridad de Dios sino el poder de los proyectiles.
A veces en la iglesia del Señor sucede lo mismo cuando la autoridad se ejercita fuera de los parámetros de la palabra de Dios. Este principio lo demostraron de manera dramática los hijos del sacerdote Elí (1Sa 24). Ellos quebraron principios elementales del ejercicio de la autoridad. Y las facturas espirituales se pagan como el apóstol Pablo enseña.
Los hijos de Elí introdujeron al culto costumbres ajenas a la Palabra. La Ley fijaba con exactitud la porción que les correspondía pero ellos impusieron sus propias condiciones, aun con violencia. Esta es una tragedia que la iglesia sufre también cuando sus líderes reemplazan los valores eternos de la Palabra por prácticas o tradiciones fundamentadas en el egoísmo. Por ese camino se le da el paso a otro peligro: el autoritarismo. Este mata a la iglesia y en sí constituye la negación del pastorado. Casos ocurridos como el de Jim Jones, cuyo autoritarismo condujo a 900 personas al suicidio, son muestra de un ejercicio de autoridad alejado de los principios de la Palabra.
Aún queda otro peligro que podemos enfrentar si al ejercer la autoridad reemplazamos el consejo de la Palabra por nuestros criterios. Los hijos de Elí fueron amonestados, pero con tibieza, y no quisieron oír la reprensión paterna porque sus propios criterios eran más importantes para ellos.
La Biblia registra otros ejemplos muy formativos. A la muerte de Salomón, su hijo Roboam escuchó el clamor de Jeroboam y de todo el pueblo para que les aliviara la carga tributaria que pesaba sobre ellos (1Re 12). El joven rey pidió consejo a los ancianos, los mismos que habían servido a su padre y que poseían autoridad espiritual. Ellos le aconsejaron que sirviera al pueblo y que les hablara con sabiduría. Pero él dejó el consejo calificado y siguió el de sus contemporáneos, jóvenes e inexpertos como él. Esta insensatez provocó la división del reino. Jeroboam, su adversario, cayó en el mismo error. Escuchó su propio corazón, engañoso como el de todo humano, y del consejo que provenía del temor y la competencia elaboró un culto idolátrico. La autoridad que poseía la había recibido de la mano de Dios, pero, aún así, el temor a perderla era mayor que la confianza en su Señor. No escuchó a Ahías, el profeta que le aseguró que Dios se comprometía con él a afirmar su casa si le fuere fiel a Jehová. Como una tragedia, los cronistas del Antigo Testamento al describir el comportamiento de los reyes malos de Israel repiten como un estribillo: «Anduvo en el pecado de Jeroboam» o «anduvo en los caminos de Jeroboam». Y esto por reemplazar el consejo autorizado por los criterios de su corazón.
Cuántas veces actuamos como estos líderes, sólo escuchamos lo que queremos, y desechamos el consejo autorizado porque se opone a lo que dicta nuestro corazón. El resultado es desastroso, la iglesia se divide, aparecen los partidismos y se frustra el propósito de la congregación. Las rupturas que sufren muchas iglesias y denominaciones proceden casi siempre de la incapacidad de no visualizar estos peligros. Cuántas pujantes congregaciones, que fueron canal de bendición a la generación de su tiempo, terminaron siendo arrasadas o frenadas por algunos de estos excesos.
Sin embargo, la historia de la acción de Dios entre su pueblo, como siempre, ilustra las soluciones que están a nuestro alcance. En medio de esta tragedia que precipitó la caída de la familia sacerdotal y se desató una crisis nacional. El contraste que se levanta es produgioso. Mientras el sacerdocio de Elí se desmoronaba, Dios formaba un sacerdote fiel. En medio de la densa oscuridad reinante, aparecen algunos luminosos versículos que refieren la vida del pequeño Samuel. Su desarrollo muestra tres patrones de cómo ejercer autoridad.
La Escritura habla del crecimiento integral de Samuel, el cual resultaba evidente para quienes lo rodeaban. Este es el principal sustento para el ejercicio de la autoridad. Nuestro crecimiento no puede detenerse, necesitamos seguir creciendo. Si esto no sucede se producirá el efecto contrario. El libro de Malaquías registra el deterioro de la autoridad sacerdotal hasta el punto del desprecio (Mal 2.59). El Señor Jesús afirmó que el discípulo no es mayor que su maestro. Antes de la apostasía del pueblo llega la decadencia de la autoridad ministerial.
El segundo patrón que permite un ejercicio sano de autoridad lo obseervamos en 1 Samuel 2.26. Samuel era acepto a los ojos de Dios y de los hombres. Jehová estaba con él (3.19b). Similar testimonio ofrece el evangelista Lucas acerca del Señor Jesús (Lc 2.52). Y esta comunión tiene una meta: Presentarse aprobado delante de Dios. A veces nuestro ministerio puede gozar de popularidad y aceptación delante de los hombres pero no es suficiente. Apeles (Ro 16.10) no fue un discípulo con fama, pero sí aprobado. Cuando nos enfocamos en el activismo o nos afanamos por llevar una agenda recargad,a nos negamos muchas veces esa comunión vital.
El tercer patrón para el ejercicio de autoridad aparece en 1 Samuel 3.19. Es la fidelidad en consevar la Palabra. «No dejó caer en tierra ninguna de las palabras de Dios». El versículo 20 es un hermoso corolario: Todo Israel de frontera a frontera conoció y reconoció la autoridad de Samuel porque era fiel. Conservó esa autoridad todo su ministerio, y la ocasión en que el pueblo no la respetó, simplemente fue porque Dios quería ilustrarle a Samuel cómo su gente obraba regularmente. Así como habían dejado al Señor para ir tras los ídolos, de la misma forma ahora hacían con Samuel. En la vida de iglesia muchas veces sucede igual. El pueblo de Dios en pecado desconoce la autoridad del siervo fiel, pero es Dios quien desde su soberano gobierno mueve a su siervo a otra función.
El Señor nos ayude a evitar los peligros y afirmar los patrones cuando ejerzamos autoridad en su nombre para cuidar su iglesia. De tanto en tanto aparecerán «diótrefes» en la congregación, que desconocen la autoridad espiritual (3 Jn 910). Pero Dios es soberano y él gobierno. Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos.
Publicado por primara vez en Apuntes Pastorales, Volumen XIII – Número 2 Segunda edición: ©DesarrolloCristiano.com, octubre de 2008, todos los derechos reservados.