La canción de Ruth
por Mary Elizabeth Malberg
Muchos piensan que las discapacidades que resultan de un derrame cerebral no solo imposibilitan a su víctima físicamente sino que también en su capacidad de servir a otros. La autora nos relata cómo una mujer, víctima de un ataque cerebral, dejó profundas huellas en su vida.
Conocí a Ruth en, quizás, el día más triste de mi vida el día en que dejé a mi mamá en un hogar de ancianos. Yo suponía que allí vivía gente extraña y la desesperanza prevalecía. El cuarto de Ruth quedaba a dos puertas del de mi mamá. Algunos años atrás, un ataque cerebral había dejado a Ruth sin habla y con su lado derecho inservible. Los doctores tuvieron que amputarle su pierna derecha.
Pero, a menos de una hora, y determinada a conocer a mi mamá, Ruth estaba golpeando la puerta de la habitación de su nueva vecina, quien también había sido víctima de un ataque cerebral.
Al día siguiente, luego que terminé la visita a mi mamá, Ruth estaba esperándome para mostrarme su nuevo calzado. Entonces, haciendo un gesto para que la siguiera, movió su silla de ruedas y me guió por el pasillo. «¡Hey, espérame!», le grité mientras trataba de alcanzarla.
Cuando llegué al cuarto de Ruth, la encontré cerca de la ventana sonriéndome porque me había ganado.
«Bueno, ahora sé que no debo correr carreras contigo» le dije, ya sin aliento. «Con esas ruedas tienes ventaja y yo odio perder.»
El pequeño cuarto de Ruth reflejaba su vida, familia y su colección favorita: «Frutillas». Estaban por todos lados; en su almohada, aplicadas sobre su abrigo y pintadas sobre un cuadro. Pequeñas canastas estaban repletas con réplicas de frutillas hechas artesanalmente.
Las fotos de la familia estaban colgadas del otro lado de la habitación. Estaba ansiosa de que yo no dejara de mirarlas: en una había tres niñas pequeñas, en otras dos de ellas estaban más grandes. Después supe que una de las tres había muerto de pequeña.
Ruth acercó su silla. Con su dedo huesudo, amorosamente trazó el perfil de sus vestidos.
«¿Son tus hijas?», pregunté. Ruth hizo una mueca y asintió con la cabeza, llegando a decir: «Sip, sip». «Son adorables», agregué.
Ruth me hizo mirar una fotografía de un tono marrón sobre la otra pared. Aunque estaba algo borrosa, pude distinguir dos mujeres jóvenes vestidas con uniformes de enfermeras. «Eres tú, verdad», le dije mostrándole una de las mujeres. «¿Eres enfermera?».
Ruth levantó sus hombros; sus labios se curvaron como tratando de elaborar una frase. Pero otra vez replicó con una corta respuesta: «Sip, sip».
El verano reemplazó a la primavera y mis visitas se habían expandido a dos habitaciones. Consistentemente, Ruth preguntaba por mi mamá. Se comunicaba con ella moviendo su silla hasta la habitación de mi mamá y la abrazaba amorosamente. A veces, cuando Ruth se daba cuenta de que estaba preocupada por mi mamá, tomaba un pequeño cuadro de Cristo que tenía sobre su mesa de noche y lo sostenía delante de mis ojos. «Sí Ruth le decía, yo sé que confías en él. Estoy tratando fuertemente de hacer lo mismo.»
Cuando mamá recuperó algo de fuerza, la sacaba a pasear en su silla de ruedas. Hacíamos paradas intermitentes en el comedor, al final del pasillo. Antes de su ataque, Mamá acostumbraba buscar paz tocando viejos himnos en el piano. A causa de que yo no sabía tocar el piano, me preguntaba si mi método de tocarlo con un dedo le causaría el mismo efecto.
Una vez, mientras buscaba las teclas del piano y cantaba, no me di cuenta de la entrada de Ruth. Ella había ido hasta el comedor y se había ubicado al lado de mi mamá, detrás de mí. Una voz suave pero confiada se unió a la mía: «Jesús me ama la Biblia me lo dice él es fuerte » Esa simple canción había sido marcada en la memoria en la infancia de Ruth. Ella cantó frases cortas, claramente y con convicción.
Un breve silencio siguió a la canción. Me di vuelta y vi a Ruth sosteniendo tiernamente la mano de mi mamá. Las lágrimas empapaban el sonriente rostro de mi mamá su primera sonrisa significativa en semanas. Ruth sonrió y dio su aprobación: «Sip, sip».
Desde aquel día, el piano fue nuestra cita. Mis tristes vueltas a casa brillaban cuando sopesaba la compasión, el sostén, la comunión y el amor ofrecido en aquellos momentos.
Mi mamá y yo manteníamos cortas reuniones de comunión en el comedor. Su pastor venía a menudo para ministrar. En una ocasión, la curiosidad de Ruth la trajo cerca. Le pedí que se nos uniera. Mientras que yo aceptaba el sacramento con reverencia rutinaria, la postura de mi mamá reflejaba una devoción más profunda.
Lo mejor que pudo, Ruth verbalizó su agradecimiento por el don de Cristo.
«Toma, come, este es mi cuerpo » El pastor comenzó.
«Sip, sip».
« dado para ti».
«Sip, sip».
Yo pensé: «¡Oh! si pudiera estar tan segura como Ruth de mi testimonio por Cristo.»
Un año después, mamá sufrió otro ataque. Una terrible tormenta igualaba mi humor mientras abandonaba el estacionamiento del hogar de ancianos. Cuando llegué a casa, todo estaba silencioso por los que dormían la siesta, por lo tanto me quedé abajo leyendo.
Recién había comenzado mi lectura cuando un rayo de luz cruzó el cuarto dos veces. Encendí una radio portátil.
«Un tornado ha llegado». Al mismo tiempo, el teléfono sonó.
«Su madre ha sido herida alguien me dijo. Fue herida por vidrios que volaban por el tornado. ¿Puede venir a ayudarnos?»
Árboles caídos bloqueaban mi bien transitada ruta. Estacioné al lado de ambulancias y camiones de bomberos. Enormes ramas, vidrios y otras cosas estaban diseminados en el jardín.
El quinto piso era un laberinto oscuro y caliente. Sollozos indistinguibles se mezclaban con sonidos de los vidrios crujiendo bajo mis pies. Podía adivinar siluetas en las camas mientras iba por el pasillo, pero no podía distinguir caras. Sillas de ruedas con ocupantes asustados obstaculizaban mi paso.
Las voces consoladoras de las enfermeras profundizaban mi pánico. Cuando conseguí llegar al cuarto de mi mamá, había una enfermera administrándole los primeros auxilios. La temblorosa joven estaba luchando con un porfiado rollo de cinta adhesiva.
«¿Puedo ayudar?» pregunté.
La enfermera me miró acongojada. «El viento vino tan rápido dijo. No tenemos mucho personal esta noche . Vine con su madre lo más rápido que pude.»
Mamá parecía tontamente calmada. Numerosos cortes pequeños sangraban persistentemente sobre su piel, brazos y piernas. Ruth estaba sentada al lado de su cama aplicando presión sobre una gran herida en el brazo de mi mamá.
«Sostén esta gasa en su lugar, Ruth le pidió la enfermera, y le pondremos un poco de tela adhesiva para que la sostenga.» Ruth reposicionó la gasa. Su sonrisa hablaba de logro, quizás plagada de memorias de su tiempo como enfermera. Pero su voz tenía un tono serio. «Sip, sip».
A su tiempo, el quinto piso recuperó alguna semblanza de normalidad. Mamá, Ruth y yo volvimos a nuestros musicales en el comedor. Ahora tenían un propósito doble: generar gozo y olvidar la pesadilla de la impetuosa tormenta.
La fiesta de las canciones continuó por meses, hasta que mamá estaba demasiado débil para dejar su cama. Ruth se sentaba resueltamente a la puerta de la habitación de mi mamá y esperaba. Su vigilia parecía recordar la frase: «A donde tú vayas yo iré.»
A mediados de setiembre, el Señor se llevó a mi madre al hogar celestial. En aquella clara mañana de otoño, el increíble atardecer marcaba la silueta de los hombros de Ruth y de su cabeza inclinada sobre la ventana de su habitación. Hablé suavemente para no asustarla.
«Ruth, vine a decirte que » Ella levantó su cabeza y estiró su mano. Me detuve para recibir un delicado beso. Su frágil brazo rodeó mi cuello, acercando mi cabeza hacia ella. Juntas, lloramos.
Le di a Ruth una rosa de seda que colgaba de la puerta del cuarto de mi madre. «Pon esto con tus frutillas, Ruth le susurré,como un recordatorio de que ella te amó.»
Durante la semana de Pascuas del año siguiente, en el tercer aniversario de conocernos, Ruth murió.
«Esta tarde estaba bien me dijo una enfermera. Estaba feliz y cantando.» Como usualmente era.
Nunca olvidaré sus ejemplos de fe que me guiaron en aquellos días desesperantes. En tono con el amoroso corazón de su Señor, Ruth había hecho su trabajo para él.
© Moody Monthly, Octubre 1983. Usado con permiso. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen V, número 1.