La crisis de la muerte
por Norman Wright
El duelo es el proceso que sigue a la pérdida, y del cual la pena y la aflicción forman parte, pero se extiende más allá de las primeras reacciones a un período de reorganización, de búsqueda de una nueva identidad para volver a vincularse a nuevos intereses y personas.
Un domingo por la mañana, mientras usted predica, observa a un hombre sentado entre la congregación que viene asistiendo a las reuniones durante varios meses. Si bien su comportamiento ha sido siempre muy correcto, y aún atento, no ha mostrado mucho interés en confraternizar con los demás. En esta ocasión nota en él cierto aire depresivo. Después del servicio le habla y le pregunta qué tal se encuentra. Su respuesta lo sorprende: En este momento estoy un poco confuso y quizás algo tenso. Me pregunto dónde se halla esto Dios del que usted habla constantemente. Lo necesito ahora mismo, pero tengo la sensación de que no va a ayudarme ni va a contestar mis oraciones. He estado leyendo las Escrituras y orando, pero no me ha servido de nada. El médico me dijo hace tres semanas que tengo cáncer. Que es irreversible… hace una pausa y me ha dado seis meses de vida… Y… ¡yo… no quiero… morir! ¿Dónde está ese Dios?
Su ministerio de consejería con esta persona empieza en ese preciso momento. ¿Qué le aconsejará y cómo lo hará? ¿Podrá usted lidiar con los sentimientos de este hombre sin sentirse agobiado? ¿Podrá manejar los sentimientos de depresión e ira? ¿Y los sentimientos que usted mismo tiene ante la muerte, y a los que se verá forzado a enfrentarse cuando vea morir a este hombre? ¿Cuáles son los estadios por los que atravesará en esta experiencia?
Un lunes por la mañana recibe una llamada de uno de los miembros del consejo de su iglesia. Apenas logra entender lo que le dice, pues está llorando. La esposa y la hija acaban de fallecer en un accidente automovilístico, y él le pide que vaya a verlo. Tanto él como sus dos hijos más pequeños están en casa. Cuando parte para verlos, en su mente se acumulan un sinfín de preguntas. Quisiera saber qué puede decirle a este hombre. ¿Cómo puede, frente a la situación, cuidar a sus hijos? ¿Cómo van a sobrellevar los hijos la pérdida de su madre? ¿Qué puede esperar usted de ellos en la iglesia durante los próximos dos años? ¿Cómo pueden los otros miembros de la congregación ayudar a estos seres desolados durante este tiempo?
Son preguntas que debe hacerse y que requieren respuestas concretas.
¿Qué es la muerte?
Es el cese permanente e irreversible de las funciones vitales del cuerpo.
Las Escrituras tienen mucho que decir sobre la muerte. «Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos.» (Sal 116.15) «Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio…» (He 9.27) «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.» (Ap 21.4)
¿Por qué tememos tanto a la muerte? El hombre moderno no quiere pensar en la muerte y rehusa hablar de ella. Se le teme al dolor físico y al sufrimiento, a lo desconocido y a aquello que no entendemos, al hecho de dejar a nuestros seres queridos.
Por otro lado, se crea una reacción de temor porque las personas no quieren estar solas cuando mueren. Si queremos entender la muerte, lo primero que precisamos es entender nuestro temor hacia ella. Aún muchos cristianos le temen.
Cuando hablamos de la muerte es esencial que definamos algunos términos que describen la pena y pérdida que nos acarrea y que con ella experimentamos.
Duelo y pérdida
La pérdida es el verse privado de algo a lo que damos valor, o quedarse sin alguien a quien uno ha tenido junto a sí y ama. Hay cuatro categorías importantes de pérdida, que son: pérdida de un ser amado y apreciado; pérdida de alguna parte de nuestro cuerpo; pérdida de objetos que valoramos, y, por último, pérdida psicológica. La muerte de un ser amado se considera como la más grave.
El duelo es el proceso que sigue a la pérdida, y del cual la pena y la aflicción forman parte, pero se extiende más allá de las primeras reacciones a un período de reorganización, de búsqueda de una nueva identidad para volver a vincularse a nuevos intereses y personas.
La pena es un sufrimiento emocional intenso motivado por una pérdida, desastre o desgracia. En ocasiones ocurre cuando se anticipa un acontecimiento inevitable. La pena crónica es mantenida durante un periodo considerable.
La pena, expresada en lágrimas, es un sentimiento abrumador de pérdida, un deseo de estar solo y de restringir o eliminar los contactos sociales. Durante este periodo, algunos suelen hacerse preguntas sobre la sabiduría y amor de Dios, y los sentimientos de culpa son comunes. Son normales las reacciones como «¿por qué no fui yo…?», «si yo lo hubiera tratado mejor…», «si yo me hubiera ocupado antes…», «si hubiese llamado a otro médico mejor, u otro hospital, esto no habría sucedido».
La primera respuesta es una conmoción devastadora y anonadante, que se produce al recibir la noticia de la muerte. Esta conmoción va seguida, durante un mes o más, de un sufrimiento intenso y un sentimiento de soledad extrema. En ocasiones, durante el primero o segundo año se produce una estabilización de la mente y las emociones. Pero para la mayoría de las personas el proceso de la pena puede durar hasta dos años.
¿Cómo reaccionamos ante aquella persona que se siente desolada?
Normalmente oramos por ella durante dos o tres semanas, y seguimos mostrándole, de forma tangible, cierto interés en su problema durante dos o tres meses, ya sea con el envío de tarjetas, llamadas telefónicas o el llevarle algo de comida. Este es el momento en que más necesitan de nuestro apoyo, pero por regla general, es cuando, creyendo erróneamente que ya nada podemos hacer, cesamos en nuestro ministerio. Debe existir en la iglesia un ministerio de apoyo para que el desolado sea atendido por espacio de dos años en el proceso de su aflicción.
Los estadios de aflicción por los que atraviesa la persona son diversos, y pueden ser inmediatos o retardados. Es muy importante que la persona afectada reciba aliento de nuestra parte en cada uno de ellos y que mantengamos en mente el principio de que la ayuda en estos momentos es crucial.
El duelo retardado
Hay personas que tienen la tendencia a retardar este periodo de duelo, lo cual desemboca en una depresión. En lugar de sentirse tristes, se muestran apáticos y entumecidos. Por desgracia, hay iglesias en las que se enseña en exceso que hemos de pensar siempre de modo positivo, controlar nuestras emociones y tener el control de nuestra vida. Este tipo de enseñanza no ayuda a las personas que se sienten desoladas.
El negar el proceso del duelo es una respuesta poco afortunada, pues llegará el momento en que el dolor saldrá a la superficie. Procesar la pena de esta forma produce inquietud, conflicto y depresión.
Junto con el duelo retardado también es posible hallar cierta dosis de ira retardada. Ésta debe ser admitida, identificada y expresada. Aceptar la pérdida como algo normal ayuda a la persona afectada. De otro modo, sus ataques de enojo pueden generarle un sentimiento excesivo de culpa.
Reacción patológica
Otro problema que enfrenta el consejero es la reacción anormal o patológica a la pena, que se manifiesta de distintas formas y que es vital poder identificar. El Dr. V.D. Josephthal, psiquiatra, identifica tres procesos:
El primero se apoya sobre el mecanismo de la negación. El afectado ignora la muerte y sigue funcionando como si nada hubiera sucedido. Esta patología se agrava cuando se admite la muerte a nivel mental pero no en la práctica. Al evitar el proceso de duelo la recuperación se demora.
El segundo es la interiorización. Para evitar el dolor de la pérdida, el afectado trata de preservar la relación con lo perdido persona u objeto creando una imagen interna del mismo y aferrándose a ella.
El tercer proceso es la externalización. El afectado controla el duelo conservando y aferrándose a un objeto que está asociado con el finado, y en su obsesión, lo hace sobrevivir en el objeto.
Los estadios de la pena
Demos ahora una mirada rápida a los estadios normales de reacción que se dan cuando una persona pierde a un ser querido:
Estadio 1: Conmoción y llanto. No debemos negarle a la persona este desahogo, puesto que es normal. Es un momento de dolor súbito. La conmoción, o estado de estupefacción, a veces protege al afectado del pleno impacto emocional de la tragedia. Algunos cristianos, mal informados, hacen
comentarios como los siguientes: «Deja de llorar. Después de todo, tu marido está ahora con el Señor.» Tales palabras no son útiles y muestran falta de sensibilidad. El Salmo 42.3 confirma: «Mis lágrimas han sido mi comida día y noche.» Deje que la persona llore. Lea asimismo el Salmo 38.17 y 2 Samuel 18.33. Este es un momento de aflicción y abatimiento profundos.
Estadio 2: Culpa. Es casi un fenómeno universal. Son muy corrientes las afirmaciones del tipo: «Si yo hubiera…» «¿Por qué no pasé más tiempo con él?» «¿Por qué no llamé a otro médico?» Muchas reacciones de culpa son un intento de volver hacia atrás, de conseguir de nuevo el control después de este suceso súbito y penoso.
Estadio 3: Hostilidad. Se genera ira hacia los médicos, contra el personal del hospital, contra la misma persona que ha muerto. Un esposo puede decir: «Por qué murió dejándome solo con los tres hijos?» El afectado se siente abandonado. Un adolescente puede sentir ira porque uno de los padres no hizo más para detener la muerte del otro. Incluso la ira puede dirigirse hacia Dios. Siguen a la ira nuevos sentimientos de culpa por haber tenido estas respuestas espontáneas de ira. El consejero debe hacer entender al afectado que estas reacciones son totalmente normales.
Estadio 4: Actividad sin descanso. La persona desolada empieza una serie de actividades febriles, pero pierde interés y pasa de una a otra. Le es difícil regresar a sus rutinas normales.
Estadio 5: Las actividades corrientes pierden importancia. Esto produce más depresión y sentimientos de soledad. Este sentimiento se agrava o disminuye según el grado en que compartía sus actividades con la persona fallecida.
Estadio 6: Identificación con el difunto. La persona se identifica con los gustos del difunto y los adopta como propios.
Granger Westbergen desarrolla los seis estadios ya mencionados en diez, que según su criterio son los pasos que sigue una persona normal:
1. Conmoción. Es la anestesia temporal de la persona, su escape breve de la realidad. Habiendo llegado el afectado a este nivel, debemos permanecer cerca de él y ser de fácil acceso para ayudarlo, sin permitir que la relación llegue a la codependencia.
2. Liberación emocional. El afectado debe ser alentado para que llore o hable en voz alta.
3. Depresión y soledad. El consejero debe estar accesible y despertarle la conciencia de que, lo acepte o no, esto es temporal.
4. Ansiedad. Posiblemente se produzcan síntomas de ansiedad. Alguno puede originarse de emociones reprimidas.
5. Pánico sobre uno mismo y sobre lo que puede traer el futuro. Eso puede deberse a que la muerte está siempre presente en su mente.
6. Culpa. La persona sufre sentimientos de culpa por la pérdida. Es
importante que hable sobre estos sentimientos con otro.
7. Hostilidad y resentimiento.
8. Incapacidad para regresar a las actividades normales (y de recordar sanamente los eventos realizados con el difunto).
9. Esperanza. Gradualmente vuelve la esperanza.
10. Consolación. El estadio final es la lucha para consolidar la realidad. Esto no significa que la persona vuelva a ser igual que antes. Su respuesta a la situación lo hará más fuerte o más débil.
El doliente necesita completar su proceso de duelo, lo cual implica:
1. Emanciparse del difunto (véase 2 S 12.23)
2. Ajustarse a la vida sin el finado
3. Formar nuevas relaciones y establecer nuevos vínculos.
El proceso del duelo es el rememorar la vida junto al finado. Implica pensar en la persona; recordar fechas, sucesos, ocasiones felices y ocasiones especiales; mirar fotografías y acariciar objetos y trofeos que eran importantes para el difunto. En un sentido, todas estas actividades van implícitas en el proceso psicológico de enterrar a los muertos.
Nuestra tendencia es, muchas veces, negar al afectado la oportunidad de sentir y expresar su pena. Supongamos que entramos en la casa de una viuda y la encontramos llorando mientras mira fotografías de su marido. ¿De qué forma reaccionamos generalmente a esto? Tal vez decimos: Anda, vamos a hacer esto o aquello y procura sacarte esto de la cabeza. Pero sería mejor que entráramos en su mundo de pena, sintiéramos el dolor junto a ella, y quizás, incluso, lloráramos con ella. Romanos 12.15 nos exhorta a «llorar con los que lloran».
Es bueno llorar; las lágrimas son naturales. Joyce Landorf dice: «No debemos sentirnos avergonzados de las lágrimas. Jesús lloró cuando le comunicaron la muerte de su amigo Lázaro, aún sabiendo que ¡él mismo iba a darle un nuevo plazo de vida! Llorar no significa ser culpable de falta de fe, ni es un signo de falta de esperanza. El llorar es una parte natural del proceso de duelo».
Cuando no se expresa la pena, se produce un alto grado de lo que llamamos reacciones psicosomáticas, como colitis crónica e hipertensión. Durante el proceso del duelo se puede notar irritabilidad y una forma tensa de reaccionar en la relación con los demás. De nuevo aclaramos que esto es normal.
El sobrevivir y reedificar
Este es otro aspecto del duelo. Como las mujeres viven más que los hombres, probablemente usted tendrá que ejercer su ministerio con más viudas que viudos. Por lo tanto, vamos a referirnos a este estado en relación a la viudas.
El sobrevivir y reedificar implica tres periodos: 1) tender un puente con el pasado; 2) vivir el presente; y 3) hallar un camino hacia el futuro.
Tender un puente con el pasado
Aún con el dolor de la pérdida, durante los primeros días, es necesario que la persona que ha enviudado tome decisiones de importancia, como el funeral, arreglos financieros. Pero en los asuntos domésticos es donde, tanto la familia como los amigos, pueden prestarle mayor ayuda.
La primera tarea es soltar los lazos con el fallecido y empezar a aceptar el hecho de su defunción. Las experiencias compartidas con el cónyuge deben trasladarse al reino de los recuerdos, esto incluye aprender a usar la palabra «yo» en lugar de la palabra «nosotros».
Vivir el presente
Después del entierro queda la necesidad de hacer cambios en la estructura familiar. Cambios de funciones, reasignar deberes, a fin de que se puedan seguir realizando con normalidad las tareas cotidianas.
Es importantísimo aconsejar a la viuda que en este tiempo de emoción intensa no tome decisiones que operen cambios singificativos, como venta de propiedades, o desprenderse de posesiones del difunto. Es mejor dejar pasar varios meses.
Este periodo es la mejor oportunidad para renunciar a viejos hábitos y establecer nuevos. Muchas viudas han relatado que durante el mismo los lazos entre ella y sus hijos se han hecho más fuertes. Sin embargo, no es sorpresa que se produzcan conflictos por causa del testamento, posesiones o funciones familiares.
Las señales significativas de que la viuda vive ya el presente se dan cuando va a comprar sola por primera vez, acepta un empleo, sale con nuevas amistades, hace cambios en la casa, y así sucesivamente.
Hallar un camino en el futuro
Durante este periodo la viuda adquiere estabilidad al funcionar de nuevo, y se va viendo a sí misma capaz de reorganizar su vida sin su cónyuge. Ha desarrollado nuevos papeles y puede operar con un nuevo estilo, independientemente.
¿Qué podemos decir, o hacer, durante este periodo de duelo?
1. Empiece allí donde se halla la persona desconsolada, y no donde usted piensa que debiera estar en ese momento de su vida. No se ofusque en sus propias expectativas sobre el comportamiento de la viuda. Ella puede estar más trastornada y deprimida de lo que usted cree que debiera estar.
2. Clarifique los sentimientos que ella tiene al hablarle. Puede hacerlo repitiendo lo que diga la viuda a modo de eco para que ella escuche qué es lo que está diciendo. Ayúdele a sacar sus emociones a la superficie. Puede decir:
¿Sabe una cosa? En toda esta semana no la he visto llorar. Si yo estuviera en su situación, probablemente estaría llorando.
Si la persona está deprimida, permanezca a su lado y asegúrese de que llegue a superar la depresión. Probablemente le pida que la deje, pero no se sienta ofendida por ello.
3. Empatice, sienta lo que ella siente.
4. Sea sensible con sus sentimientos y no hable demasiado. Lo importante es estar presente y hablar menos. «Lo lamento» es sincero; «Sé exactamente cómo se siente», generalmente no lo es, aún cuando usted haya experimentado el dolor por la muerte de un ser querido como la persona que ahora está llorando. Si la persona afectada se da cuenta de que usted lo comprende, se lo dirá. No trate de «demostrar» nada. Un brazo sobre el hombro, un firme apretón de manos, un beso si es apropiado, son las pruebas de dolor compartido suficientes y necesarias; nada de razonamientos lógicos.
Recuerdo una ocasión en que estaba sentado, desgarrado por la pena, cuando alguien vino y me habló de los planes de Dios, del porqué había sucedido aquello, de la esperanza más allá de la tumba. Siguió hablando, diciéndome cosas que yo sabía sobradamente que eran verdad. No obstante, permanecí inmóvil, sin sentir otra emoción respecto a esa persona excepto el deseo de que se marchara. Finalmente lo hizo. Vino otro y se sentó a mi lado. No me hizo pregunta alguna. Simplemente estuvo sentado junto a mí por más de una hora, escuchó cuando dije algo, contestó brevemente, oró sencillamente. Me sentí conmovido. Y consolado. Me causó pena verlo marcharse.
5. No use garantías deficientes tales como «Te vas a sentir mejor dentro de unos días», o «Con el tiempo te sentirás mejor» ¿Cómo lo sabe usted?
Recuerde que no debe dejar de ayudar a la persona antes de tiempo.
Consideraciones claves cuando se ministra
Una persona desconsolada, no importa cuál sea su edad, necesita un hogar, un lugar seguro. Necesita su propia casa. Mucha gente prefiere abandonarla porque les trae recuerdos de la pérdida que han sufrido, pero renunciar al hogar y trasladarse a otro sitio aumenta el sentimiento de pérdida. Un cambio o traslado temporal puede ser bueno, pero el entorno familiar es beneficioso.
La persona desconsolada necesita de personas seguras con las que se sienta bien. Los amigos, parientes y el pastor, son imprescindibles para proporcionarle el apoyo emocional que necesita. Es mejor visitar a una persona cuatro veces por semana durante diez minutos que ir a verla durante una hora una sola vez. La frecuencia es un sostén y apoyo continuo, sin que llegue a agotar al afectado.
Finalmente, la persona que se ha quedado sola necesita situaciones seguras. Cualquier clase de cosa que le proporcione alguna ocupación que
valga la pena realizar la beneficia. Se recomienda que dichas ocupaciones sean simples y sencillas y que en modo alguno le puedan crear ansiedad.
Pero, por encima de todo, lo que más necesitamos para ministrar de modo efectivo a los demás en este tipo de crisis es una compresión clara de lo que es la muerte. Para el cristiano, la muerte es una transición, un túnel que nos lleva desde este mundo al otro. Quizás el viaje nos asuste un poco debido a que hemos de abandonar la seguridad que sentimos aquí y hacer frente a lo desconocido, pero, por el destino final, valela pena pasar la incertidumbre presente. ap
Tomado y adaptado de Cómo aconsejar en situaciones
de crisis de NormanWright (c)1990 CLIE. Usado con permiso.
El autor es un consejero ampliamente conocido, y
profesor de consejería durante muchos años en la Universidad de Biola y en el Seminario de Talbot.
Ha escrito más de 50 libros. Es también fundador y Director de Christian Marrioge Enrichment
and Family Counseling Enrichment.