por Enrique Zapata
El desarrollo de la democracia y la derrota de las dictaduras en casi todo el continente ha avanzado mucho. Y el impacto conceptual del desarrollo democrático ha influido en las mentes de las multitudes que afectan nuestras iglesias y ministerios.
En democracia cada persona tiene su voto. Cada voto tiene el mismo peso, no importa el grado de conocimiento de la persona en cuanto a los hechos o asuntos. Se respetan las emociones, intuiciones y convicciones de cada uno y se les da el mismo valor. Nadie desea ser visto como alguien que promueve un elitismo donde se concede que aquel que sabe más de la verdad o tiene más experiencia en cierta área deba tener más poder de decisión en relación a su área de conocimiento o preparación.
Muchas iglesias han sufrido por la aplicación de esta mentalidad. La idea de que todos tienen acceso directo a Dios y a la verdad ha sido sutilmente cambiada por la de que todos tienen igual posesión de la verdad y espiritualidad. La intuición de cada persona es vista como igualmente válida. Cuando unimos esta idea a la de que todos tienen igualdad en la iglesia, igualdad del Espíritu, etcétera, suele ocurrir una mezcla peligrosa.
La primer área afectada es la de la conceptualización de la teología. Si la intuición de cada persona es de igual valor, de veracidad y validez en relación a quién es Dios, a qué es lo que El requiere del hombre y cómo debe ser la vida, etcétera, entonces disminuye la demanda «para descubrir la verdad». Todos hacen su propia teología y crean su propio dios, convencidos de que es el verdadero. La autoridad de las Escrituras es cambiada por lo que «yo siento» o «yo creo». Y en muchos casos lo que opina la mayoría es visto como lo correcto. La ciencia de la interpretación de las Escrituras (hermenéutica) se vuelve en la ciencia de los sentimientos, impulsos personales o declaraciones de un grupo.
Al desconocer que Dios es diferente, superior y fuera del hombre, donde sus caminos y pensamientos no son los nuestros, el hombre no encuentra la gran necesidad de estudiar, de hacer una teología en el sentido histórico. Es la gran diferencia entre Dios y los hombres lo que históricamente ha contribuido para que las personas se sientan motivadas a dedicarse al estudio de la persona y de las obras de Dios para llegar a conocerlo verdaderamente. El encontrar a un Dios tan grande, tan diferente, tan sabio, justo y santo, quien ha obrado en formas dignas de admiración es lo que ha desafiado a los cristianos de otros siglos a escudriñar las Escrituras para conocerlo mejor. Hoy la concentración está en uno mismo.
Cuando nos vaciamos de una teología seria los resultados inmediatos serán un vacío en la predicación, en la adoración, en el servicio, en la reflexión y en los patrones de espiritualidad auténtica. Las predicaciones terminan siendo nada menos que pláticas con lindas historias y experiencias para motivar a las personas o satisfacer sus necesidades. Cuando uno lee muchos de los grandes sermones del pasado, los que llevan a uno a maravillarse en Dios y a saber en Quién hemos creído, nos damos cuenta que muchos de los sermones modernos son antropológicos: sobre y para los hombres. En muchos de ellos no sólo falta el estudio serio de Dios, sino que a la vez cada persona siente la libertad de dar su propia «profecía» de parte de «su dios», generada por los preconceptos que la persona desea imponer por razones personales o para sentirse importante. Nadie puede dudar que sea auténtico, sin ser tratado como elitista.
El crecimiento evangélico en las Américas ha sido relacionado con el escape de un sistema católico, altamente autoritario, donde hay una gran diferencia entre el clero y el laicado. En las iglesias evangélicas, cada persona tiene importancia y potencialmente podría ser «un predicador». La iglesia evangélica se identificó con el pueblo y le dio lugar, animando a la participación de todos en su gran misión. Los héroes de la fe terminan siendo los hombres comunes, quienes toman las cosas en sus manos y actúan. La preparación, el conocimiento de la doctrina, etcétera, son vistos como lo que impide que uno actúe con coraje e impulso «del Espíritu». Estas cosas han sido la fuerza y la debilidad de la Iglesia.
A la vez, se ha levantado un liderazgo acorde con las masas. Los predicadores y los líderes «exitosos» tienen éxito, precisamente, porque saben escuchar y responder a lo que el pueblo está pidiendo. El que mejor interpreta al pueblo tiene mayor éxito porque «interpreta» la Biblia para responder a las necesidades, a los sueños de los participantes. El «buen pastor» o «líder» necesita, para ser popular, dar pláticas de inspiración y emotivas, mientras que evita enseñar lo que choca con los conceptos de cada miembro. Los sermones carecen del estudio de Dios y florecen con historias, apelaciones, humor, ataques, experiencias personales y aplicaciones. Todo esto constituye un «mensaje poderoso».
Como pueblo de Dios necesitamos una gran transformación. Necesitamos saber discernir los valores de la democracia y rechazar los elementos que destruyen la vida espiritual, de comunidad y el rol pastoral. No hemos sido llamados a predicar a un dios popular, ni hemos sido electos presidentes para servir a los gustos de nuestros apacentados, sino que hemos sido llamados a conocer y a proclamar al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios; a El sean la gloria, la honra, ahora y por todos los siglos.
Amén, y ¡Adelante!