La encarnación y el amor
por José Belaunde M.
La encarnación de Jesús es un misterio. Para Dios todo es posible. Nada es imposible para Él, lo sabemos muy bien. Pero, aun así, la encarnación es un milagro extraordinario. Un milagro que desafía toda explicación. Un milagro tan grande que exige gran fe para creer en él.
El ser humano es concebido por la unión del germen masculino y femenino. Jesús fue concebido sin la intervención de la semilla masculina. Sabemos que el germen masculino provee la mitad de los genes del ser humano. En el caso de Jesús fue el Espíritu Santo quien proveyó la mitad masculina de su capital genético.
¿Cómo lo hizo? No sabemos.
A partir del momento en que los genes masculinos penetran en el núcleo del óvulo femenino y se juntan con los genes que contiene, el óvulo enriquecido por ese aporte se transforma y, convertido en embrión, empieza a reproducirse a una velocidad increíble para formar un cuerpo humano. Si la encarnación de Jesús es un misterio, un milagro, el surgimiento de toda vida humana también lo es.
Vayamos al Génesis. El primer Adán no tuvo padre ni madre humanos. Su padre y madre fue Dios.
Dios insufló su espíritu en el cuerpo que había formado de la arcilla de la tierra. Eva tampoco tuvo padres humanos. Ella, a su vez, fue formada por Dios de una arcilla más refinada que la de la tierra: el cuerpo de Adán. Así como el primer Adán no tuvo padre humano, convenía que el segundo Adán tampoco lo tuviera. Si la arcilla de Eva fue refinada (el cuerpo de Adán), la arcilla con que fue formado el cuerpo de Jesús lo fue aún más: el cuerpo de su madre, María. Él era a la vez Dios y hombre. Dios por el Padre; hombre por la madre. Fue hombre en el sentido pleno de la palabra durante toda su existencia, desde su despojamiento al tamaño de una sola célula microscópica (el embrión humano). Y pasó 9 meses oculto en el seno de una mujer, como después pasaría 30 años de su vida oculto en una aldea.
«Se humilló a sí mismo tomando forma de siervo, de esclavo, hecho semejante a los hombres…» (Flp 3:7)
Y fue en todo semejante a sus hermanos, los hombres: En hambre, en dolor, en cansancio, En fortaleza, en debilidad, En alegrías, en tristezas, En esperanzas, en desilusiones, En tentaciones pero sin pecar. No obstante era mortal como todos nosotros, aunque como Dios era inmortal. La condición humana era para Jesús peor que una cárcel. Él, que era la santidad misma, se dejó cubrir, apabullar, por el pecado humano.
«Al que nunca hizo pecado Dios lo hizo pecado …» (2cor 5:21) ¡Qué asco debe haber sentido! ¡Verse cubierto de nuestra miseria, de nuestro egoísmo, de nuestra lujuria, de nuestras mezquindad y avaricia…!
¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se sometió a esa prueba? ¿Por deporte? ¿Por novelería?
No, de ninguna manera. Lo hizo porque lo necesitábamos, porque necesitábamos un redentor. Y Él quiso serlo. Lo hizo por amor.
«Por que de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo el que en Él crea no se pierda, sino tenga vida eterna» (Jn 3:16).
«De tal manera…» «De tal manera…» que no le importó sufrir. «De tal manera…» que no le importó someterse a las flaquezas humanas «De tal manera…» que no le importó tomar sobre sí nuestros pecados como si fueran propios. «De tal manera…» que no le importó asumir nuestra culpa. «De tal manera…» que no le importó morir de la manera más afrentosa. «De tal manera…»que no le importó ser despreciado y humillado y ser objeto de escarnio. «De tal manera…» que no le importó ser expuesto desnudo a la vista de los curiosos. El Dios omnipotente, colgado como un maldito…Indefenso y escarnecido por las criaturas que vino a salvar.
¿Por qué lo hizo? Lo hizo por amor de ti y de mi. Nos enseñó el camino del amor desinteresado, dándonos ejemplo, para que nosotros nos amemos también mutuamente de esa manera. ¿Amamos nosotros en la misma medida de su amor? ¡Qué lejos estamos! Él vivió prodigándose en gestos de amor para que nosotros lo imitáramos. ¿Amas tú como Él? ¿Amo yo? ¿Es tu amor cercano al suyo? ¿Amas tú a los que te son cercanos como Él amó a los suyos?
El amor se expresa en gestos, muchas veces pequeños. ¿Qué cuesta un gesto de amor?
Sólo la disposición de hacerlo. Pero lo omitimos, lo suprimimos, por timidez, o por comodidad, o apatía, egoísmo, indiferencia. Vivimos encerrados en nosotros mismos. ¡Y cuánto perdemos!
El amor alimenta el alma. Alimenta el alma del que lo da y el alma del que lo recibe. Es el alimento más vigoroso, más sustancioso, pero también el más agradable, el más dulce, el más suave. Nuestro amor alimenta el alma de los nuestros, alimenta el alma de todos aquellos con quienes entramos en contacto.
¿Alimentas tú a los tuyos? ¿Alimentas al prójimo que la casualidad pone a tu lado? ¿Les das amor a tus hijos? ¿Le das amor a tu esposa? ¿No sólo físico? El amor físico es el único amor que a veces los hombres saben dar. Si no le das amor espiritual a tu esposa, estará desnutrida, famélica, anémica… A eso se deba quizá su mal genio. ¿Les das amor a tus hijos? ¿o están subalimentados?
Dios nos pone ocasiones sin límite para prodigar amor y no las aprovechamos. El día de Navidad regresaba a casa en carro. Al llegar a la esquina de me detuvo el semáforo. Unos chiquillos que se encontraban ahí vendiendo golosinas se me acercaron a ofrecerme su mercancía. Saqué la única moneda que me quedaba y le dije a la niña que estaba más cerca: la mitad es para ti y la mitad para tu compañero. Y los caramelos se los comen en mi nombre. Un tercero se me acercó y tuve que decirle: Ya no tengo más. Pero le di un caramelo que tenía en la gaveta. Me sonrió. Pero detrás había un muchacho un poco más grande, de rasgos indígenas y ojos profundos. Se acercó como ansioso y me gritó: Regálame tu gorra. Le dije: La necesito para tapar mi cabeza del sol. Ves, yo no tengo pelo. Mira todo el pelo que tú tienes. No la necesitas. Me miró intensamente, resentido. En ese instante cambió la luz, arranqué y me fui. Cuando atravesé la esquina pensé: ¡Qué tonto he sido! Ese chico, que no recibirá ningún regalo en Navidad, no quería mi gorra. Quería que yo le diera un gesto de amor dándole algo mío, aunque no lo necesitara. Sería para él más que un regalo. Debí haber dado la vuelta y regresado a la esquina para darle mi gorra. ¡Cómo le hubiera alegrado! Pero no lo hice. Le negué a Jesús mi gorra?. ¿Cuántos veces habrá esto usted lo mismo? Reflexionemos hermanos, y empecemos a seguir el magno ejemplo de amor que nuestro Señor Jesús nos enseño y que inevitablemente nos viene a la memoria justo en esta época del año. No esperemos más el tiempo es hoy, el tiempo es ya!