La era de la simpasión
por José María Rodríguez Olaizola
El vértigo de la existencia moderna nos ha tornado poco sensibles frente al sufrimiento y la angustia de nuestros prójimos
Un motor muy poderoso para la acción es la compasión. Si la entendemos bien, no es una relación de arriba abajo; de alguien que, desde una situación superior y distante, hace concesiones a otro que le es ajeno. La compasión es, más bien, una posición en la que prevalece la igualdad y dignidad básica y común del ser humano. Es ese tipo de disposición que, para llegar a ubicarse en el lugar del otro y actuar por y para él, es capaz de saltar las barreras y condicionantes que impiden la vinculación fraterna entre los seres humanos.
La compasión es la capacidad de sentir con el otro; en particular con el otro golpeado por las circunstancias de la vida. Es la valentía para compartir su pasión, sufrir —un verbo que no debe tomarse a la ligera— con sus penas y buscar con él la esperanza, el alivio o la alegría. Es anteponer al otro a las muchas urgencias de la vida. Algo que comprendemos de inmediato cuando lo referimos a nuestra relación con aquellos a quienes queremos bien.
Las personas, por más individualistas que seamos, seguimos cultivando amores y amigos, gentes cercanas, con quienes vibramos y por quienes daríamos mucho o todo. Sin embargo, lo que me aventuraría a afirmar es que la compasión se ausenta cada vez más de la esfera pública y de nuestra consideración en los otros distintos y en los otros lejanos. Y esa ausencia es la médula de la incapacidad de nuestra sociedad para responder al dolor del que somos testigos.
Uno de los rasgos que definen a nuestra época es el ser —al menos en contextos de bienestar y en lo que se refiere a las relaciones sociales (salvo las más cercanas y familiares)— una era de simpasión1, un tiempo en el que resulta muy difícil vibrar de verdad con los otros, y, en especial, con los otros peor tratados por la vida.
¿Qué es la simpasión?
La incapacidad para colocarte en el lugar del otro distinto y del otro lejano que sufre, de modo tal que te afecte, te involucre y te movilice (es decir, te apasione), es la dificultad real para sentir e intuir lo que el otro golpeado vive, cuando ese otro es diferente, y para sentirte vinculado a esas vivencias ajenas. Es una mezcla de distancia e impotencia, costumbre y desconocimiento, ignorancia y renuncia a asomarte de un modo personal a otras vidas.
¡Ojo!, no estoy diciendo que nuestra sociedad sea fría o insensible, ni que los otros resulten indiferentes.
El asunto es que se ha generado un mundo de respuestas demasiado vagas. Donde debería haber compasión, vemos a veces una solidaridad mediática de impulsos instantáneos y memoria frágil. Donde debería haber apasionamiento, encontramos un leve sentimiento de pena, sazonado por expresiones como «¡qué se le va a hacer…!» y «¡cómo está el mundo…!». Lo que debería ser demanda para nuestra propia vida termina siendo únicamente noticia, sepultada por la avalancha de información que nos llega continuamente.
Y así convive en nuestra época la mejor de las voluntades con un cierto hermetismo del que no sabemos bien cómo salir. Me atrevería a decir que esta simpasión es una enfermedad social, un problema colectivo, que absorbe más y más esferas, de tal modo que las personas cada vez vibramos con menos gente, en círculos más íntimos, y únicamente con quienes nos son particularmente cercanos.
¿Por qué este letargo?
Las causas pueden ser muchas. Trataré de entresacar algunas con pinceladas rápidas. Entre ellas, unas nos impiden sintonizar con los otros lejanos. Otras nos vuelven sordos y ciegos hacia quienes, aun siendo cercanos, son diferentes.
La privatización de la vida2
Los objetivos vitales que uno persigue son personales. Un lema de nuestra época podría ser «yo a lo mío», y en el mejor de los casos «nosotros a lo nuestro»; pero ¿quién quiere comprometer hoy su vida por algo como «el bien común»? ¿Qué altruismo se sostiene hoy?3
La sensación de impotencia ante las tragedias
Me atrevería a afirmar que muchas veces es un cierto mecanismo de defensa el que no dejes que te afecte demasiado lo que ves. Después de todo, «¿qué podemos hacer?». Ante la dificultad de responder a esto, o ante la desproporción entre la magnitud de las heridas que vemos y la concreción real de soluciones a nuestro alcance, resulta hasta sensato renunciar a la respuesta, cerrar los ojos o, sencillamente, conformarse con responder: «no hay nada qué hacer». En algún punto del camino te acostumbras a la lógica de este mundo, que deja de sorprenderte o inquietarte. Por eso es importante no impermeabilizar el corazón. Si no podemos hacer otra cosa, al menos en nuestra mano está el no olvidar.
La incomunicación
¿Y los males pequeños? ¿Y las otras penas? Porque parece que únicamente estuviera aludiendo a pobreza económica y grandes problemas estructurales, como si la compasión tuviese que referirse siempre a ellos. ¿Qué decir entonces de la soledad cercana?, ¿o de la tristeza?, ¿de la desmotivación? ¿Por qué no se perciben? Quizá porque la comunicación queda reservada para los más íntimos, e incluso en estos casos es una comunicación cada vez más difícil de lograr. Y no es por mala voluntad ni porque nos hayamos vuelto insensibles unos con otros. Es que muchas veces no hay espacios ni tiempos4.
La falta de motivación
¿Por qué dejar al otro invadir mi vida, mi espacio, o llenarme de inquietud? Cualquier involucramiento con «el otro» requiere una justificación vital profunda. No basta con la sensibilidad o el sentimiento. De esos vamos relativamente sobrados. ¿Quién no se conmueve o se estremece ante ciertas imágenes? Todos nos inquietamos. Seríamos monstruos si permaneciéramos indiferentes cuando el dolor de otros entra en nuestras salas de estar. El problema es que, tan rápido como llega, el sentimiento se va. Y en muchos casos no moviliza porque no tiene puntos de enganche en la propia concepción de la realidad o del orden de las cosas. El otro me resulta demasiado ajeno como para sentirlo mío.
¿Por qué querer al otro hasta el punto de padecer con sus penas, acompañar sus angustias y curar sus heridas? Es más, hoy en día, cuando la dinámica de la exclusión vuelve cada vez más invisibles (y prescindibles) a los desheredados del mundo, ¿qué sensibilidad
puede traerlos a primera fila?
La dificultad para comprender la diferencia
No es fácil salir de ciertas burbujas. Aunque quieras. Si nos descuidamos, terminamos tratando únicamente con quienes son como nosotros.
Lo curioso hoy es que, allá donde ocurre el contacto cotidiano con quien es diferente, dicho contacto es aséptico, impersonal, anónimo o profesional. Conocer personalmente a los otros se reserva para el ámbito íntimo.
¿Por qué luchar contra la simpasión?
Más arriba definía la simpasión como una enfermedad social. Alguien podría objetar que, más allá de la descripción de la situación, la valoración no tiene por qué ser sombría. Sencillamente, hoy en día, cada quién se relaciona con los similares y respeta o ignora al resto. No podemos solucionar muchas de las heridas del mundo; luego ¿quién querría sentirlas?
Entonces, ¿por qué señalar la simpasión como un mal social? Y por qué oponerse a ella o pretender cultivar un corazón compasivo.
Es una cuestión de «salud» mental, de riqueza personal y de profundiad
Considero que una visión lo menos burbuja posible del mundo le da a nuestra vida una densidad que, de otro modo, se nos iría en mil frivolidades5.
Es también cuestión de perspectiva
Es la capacidad de interpretar las situaciones que uno se pierde cuando convertimos el propio yo en la medida de las cosas, algo que, en general, produce una visión distorsionada —y a menudo victimista— de la realidad.
Es, además, una cuestión de cercanía y encuentro
La simpasión genera una incapacidad real para entender la diferencia y la fragilidad ajena (y con ella, querámoslo o no, hay que lidiar en la vida). Muchos problemas cotidianos se provocan por la dificultad de las personas para ubicarse afectivamente en el lugar del otro: vecinos, hermanos, jefes y subordinados, miembros de una comunidad religiosa… Nos encontramos a veces desoladoramente solos en medio de muchedumbres. Y, sin embargo, es profundamente humano el aprender a respetarnos y comprendernos.
Por último, es una cuestión de compromiso
Compromiso con aquellos que no tienen quien les defienda. Con los que verdaderamente siguen esperando que las promesas, la fraternidad, la humanidad… muestren que en su seno late un corazón lleno de amor infinito. Para no olvidar ni vivir adormecidos. Para buscar caminos de encuentro y de vida.
Caminos para abandonar la simpasión
No existen recetas. Sería pretencioso querer ofrecer soluciones. Quizá la alternativa frente a la dinámica de simpasión colectiva ha de ser individual. De hecho, y pese a todo lo dicho, hay muchas personas capaces de vibrar y movilizarse por otras. A falta de soluciones estructurales, o mientras damos con ellas, las personas tenemos a nuestro alcance el mantener un toque de humanidad.
La reflexión y la formación sobre los problemas
¿Queremos entender a las personas y a sus historias? Dediquemos algo de tiempo a enterarnos de lo que ocurre. Evidentemente, no es suficiente, pero es vital y enriquece el sentimiento con buenas dosis de cordura.
La actitud de apertura y la disposición a una comunicación profunda
En este mundo, en que el anonimato impera y una cortés desatención parece ser lo conveniente, quizá la compasión empiece por la capacidad de mirarnos a la cara desmontando los prejuicios. O… por la posibilidad de preguntarle al otro por su vida, sus sueños, sus preocupaciones, sus anhelos y su dolor. Tratar de entender sus motivos sin pasar demasiado pronto a interpretarlos, a etiquetarlos o a juzgarlos. Aprender a escuchar sus historias y a acompañar sus inquietudes. Algo que lo mismo vale para los de cerca que para los de lejos.
El tiempo dedicado a los «otros» extraños y distantes
En esta sociedad de vértigos e hiperocupación, al final se trata de buscar espacios de encuentro con esas otras personas que son diferentes de uno mismo y que tal vez llevan mucho más sufrimiento dentro. No es fácil ni automático. Implica búsquedas activas y una disposición a salir de las fronteras de lo conocido y lo habitual, de los circuitos más familiares y de las dinámicas más rutinarias.
¿Y esto, para qué? Hay quien diría (y tal vez con algo de razón) que bastante tiene con solucionar sus propios problemas: crisis, hipotecas, desamores, educar a sus hijos o cuidar de sus padres, y otras mil posibilidades, como para abrir la puerta a más dosis de desazón. Y, sin embargo, no es incompatible. Es solo darte la oportunidad de encontrar tu lugar y perspectiva en un mundo real. Porque el corazón también late con latidos prestados (y quizá es un latido más completo).
Conclusión: vive con pasión
Al final, esto no es más que otro apunte. Otro trazo minúsculo en la manera de mirar nuestra sociedad y nuestra época.
Pero quiere ser un grito y una llamada a vivir con pasión,
la pasión auténtica de las causas que merecen la pena.
La pasión compartida con otros.
Esa pasión que es fuego y motivo,
acicate y bandera,
horizonte y camino.
Pasión que a veces nos entierra
y luego nos resucita,
cuando la vida se bebe
en la fe y el evangelio.
Apasionados por los otros,
sin los cuales solo somos islas solitarias.
Creciendo al vivir vidas ligadas a otras vidas,
trenzando con mil brazos redes de alegría y ternura,
de reposo y alivio,
en las que podemos encontrarnos quienes somos,
al fin y al cabo, hermanos.
1 Utilizaré de aquí en adelante el término «simpasión», sabiendo que es un concepto
inexistente, pero creo que muy sugerente al contraponerlo a la compasión.
2 Richard SENNETT, El Declive del Hombre Público, Península, Barcelona 2002.
El original es de 1976, y tres décadas después muchas de las tendencias descritas
(distancia, silencio, la amenaza del extraño y la difuminación del sentido
de comunidad) son, si cabe, más actuales.
3 Helena BÉJAR, en El mal samaritano (Anagrama, Barcelona 2001), señala que
«El fundamento del altruismo moderno es la reciprocidad, no la compasión» (p. 32).
4 Creo que el uso del tiempo condiciona enormemente la capacidad de compasión.
5 Timothy RADCLIFFE, ¿Qué sentido tiene ser cristiano? (Desclée, Bilbao 2007)
señala que «cualquier felicidad que pretenda basarse en la insensibilidad, en
huir de la compasión, demuestra a la larga ser insostenible, porque supone descartar
la felicidad de aquellos que en realidad forman parte de mi propio ser.
[…] Si nos aislamos para protegernos del dolor del mundo, jamás podremos ser
felices en el sentido más profundo» (p. 107)
El autor es sociólogo. Trabaja en pastoral universitaria. Valladolid, España. jmolaizola@yahoo.com
Se tomó y adaptó de la revista SalTerrae, edición 95, año 2007, pp. 931–942. Se publica con permiso del autor. Todos los derechos reservados por el autor.