La madurez: prenda preciada…
por Christopher Shaw
Cuando es consultado, el consejo del maduro suele ser el más difícil de ser asimilado sentimentalmente, recordemos que viene de un corazón en el que los instintos y sentimientos están en segundo lugar. El consejo del inmaduro, en cambio, es tentador y fácil de echar a andar…
Cuando el historiador nos lo presenta, no podemos resistir el asombro. Siendo seleccionado especialmente para esa tarea por el mismo Creador del Universo, ungido como rey por un gran profeta y poseedor de imponentes cualidades personales, este hombre trae consigo toda la promesa de ser un poderoso instrumento en la vida del pueblo de Dios. Pocos hombres han comenzado sus carreras con credenciales tan impecables o han suscitado tanta esperanza en aquellos que les rodean. Con justificada expectativa esperamos ver el desarrollo de esta impresionante figura.
Pero cuando la Biblia nos hace partícipes de una nueva escena en esta misma vida, nos sobreviene la desazón. Con un sentimiento de desilusión, seguimos la historia en el tiempo, esperanzados en un resarcimiento. Pero en las escenas que siguen vemos una inquietante tendencia que se agudiza marcadamente con los años.
Por momentos lo vemos orgulloso, suficientemente seguro de sí mismo como para intentar mejorar la inmejorable ley de Dios. La auto confianza no le permite reconocer sus errores y rápidamente se evade de responsabilidad por el pecado. En otras situaciones no es más que un niño malcriado y caprichoso, consumido por la ira, los celos, el temor. En otras escenas lo vemos quebrantado, llorando desconsoladamente y exhibiendo arrepentimiento de corta duración.
El trágico desenlace de esta vida forma una de las páginas más negras en la historia del pueblo de Dios. ¿El hombre?: Saúl. ¿Su problema?: nunca llegó a madurar como persona, ni cómo siervo de Dios.
La falta de madurez no es un problema que ha quedado enterrado en el triste ejemplo del rey Saúl. Como la sabiduría, presentada con tanta hermosura en las páginas de Proverbios, la madurez es una prenda preciosa que todos los hombres desean tener pero que pocos alcanzan. Y de todos los problemas que afectan a la iglesia, ninguno parece ser tan agudo como la casi universal falta de madurez en sus miembros. En nuestras congregaciones hay una abundancia de miembros que nunca han llegado más allá de los primeros pasos de la vida cristiana.
Debemos entender que tal situación no es aceptable en el Reino del cual la iglesia es parte. Durante su ministerio terrenal el Señor exhortó a sus discípulos a que «sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt. 5.48). Pablo resumió su ministerio diciendo: «a quien anunciamos, amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre» (Col. 1.28).
En Efesios 4.11-16 se nos dice que la razón por la cual se capacita y los santos hacen la obra del ministerio, es para la edificación del cuerpo de Cristo, » hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto…» El autor de Hebreos (5.12;6.1), así como Pedro (5:10) y el apóstol Juan (Un.4.17) también aportan su enseñanza en esa dirección.
De modo que una iglesia donde un alto porcentaje de miembros no hayan alcanzado esa perfección, es una iglesia que no ha conocido la plenitud de vida que Cristo ha entregado a su cuerpo; su promedio hablará de una iglesia niña o adolescente, pero no de una comunidad adulta, aunque tenga más de cuarenta años de existencia. En tal congregación se verá poca evidencia de vidas radicalmente transformadas por el poder que operó en Cristo cuando fue resucitado de entre los muertos. Cuando persiste esta situación por mucho tiempo, tanto el pastor como la congregación deben entender qué es, para la iglesia, un serio llamado de atención. Corresponde hacer preguntas que ayuden a clarificar la situación: «¿Porqué es que se nos hace tan difícil lograr la madurez? ¿Qué cosas están impidiendo el crecimiento de la congregación?» Y, fundamentalmente, «¿qué pasos debemos tomar?»
Evidentemente, gran parte de las respuestas se encuentra en una correcta comprensión del concepto de madurez o perfección presentada en la Palabra. El término es un tanto vago en la sociedad; sabemos identificar rápidamente las consecuencias de actos inmaduros, pero tenemos más dificultad en detectar la falta de madurez, tomando ésta como virtud.
También está la frecuente confusión de los elementos que contribuyen a la madurez, con la madurez en sí. El tiempo caminado con Cristo es un elemento importante en la madurez. Sin embargo, el tener muchos años de convertido no equivale a tener madurez espiritual. De la misma manera es indispensable un conocimiento de la Palabra de Dios. Pero el conocimiento extenso de las Escrituras no garantiza perfección espiritual. Del mismo modo sucede con la experiencia ministerial, pero el haber avanzado grandemente en el uso del don recibido del Señor no convierte a las personas en maduras.
La madurez no se consigue con una correcta mezcla de los ingredientes necesarios. No consiste en no decir malas palabras, diezmar con regularidad, no fumar ni emborracharse, etc. En realidad, estas cosas nunca pueden en sí producir la madurez, porque la madurez es, ante todas las cosas, un estado del corazón, de la vida espiritual. Es un cambio interno que se manifiesta en un estilo de vida externo. Por eso, el intentar imitar algunas de las formas no va a producir transformación de largo alcance, y con el tiempo va a dejar en evidencia el verdadero estado de la persona.
EL LUGAR DE DIOS
Una característica que resalta en la relación vertical es que el maduro es una persona que «por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y el mal» (He. 5.14). Ningún elemento es tan importante para el cristiano, porque el discernimiento de lo correcto le permite afrontar con confianza las múltiples situaciones diarias que se le presentan donde debe elegir entre el bien y el mal, y donde no siempre es clara la definición. El hábito de buscar poner por obra las verdades que el Señor le va revelando, es lo que más lo ha ayudado a ejercitar este discernimiento. El inmaduro no lo posee y, por lo tanto, vive en una constante incertidumbre. A menudo se pregunta: «¿Debo hacer esto o debo hacer aquello?» No está acostumbrado a hacer lo correcto delante de Dios (He. 5.13 ) y por esto le cuesta discernir la voluntad del Omnipotente. Se mueve más por prueba y error que por guía del Espíritu Santo.
En segundo lugar, el maduro vive su experiencia cristiana en forma personal. El no solo tiene conocimiento de las verdades de la persona y obra de Dios, sino que también las ha comprobado en la vida diaria. Así como el apóstol Juan pudo dar testimonio de «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos» (Un. 1.1), el maduro también tienen amplio testimonio de haber gustado los poderes del siglo venidero (He. 6.5). El inmaduro no puede testificar de lo mismo. Su cristianismo es meramente intelectual, donde otros experimentan lo que él sólo cree. Sabe mucho acerca de Dios, pero poco por descubrimiento personal. Cuando necesita ejemplificar la vida victoriosa debe usar cómo ejemplo la vida de otros, porque carece de experiencias propias.
En una tercer área, el maduro es una persona que ha aprendido el verdadero sentido de la oración. Su vida de oración se caracteriza por conversaciones de Dios, tiempo en el cual simplemente se deleita en estar en la presencia de su Creador. Tiene presente que Dios ya tiene conocimiento de sus necesidades (Mt. 6.8). El inmaduro, en cambio, solamente ve la oración como un medio de conseguir lo que necesita. Cuando llega a la presencia de Dios no puede alabarlo sin también pedirle algo. Su vida de oración es un constante hablar, y es para pedir a Dios lo que le hace falta.
CONSIGO MISMO
La persona madura crece constantemente en un conocimiento progresivo de sí mismo. Con el pasar del tiempo, conoce con mayor claridad cuáles son sus áreas débiles y cuáles las fuertes. Reconoce donde necesita trabajar más en su vida, y cada vez confía menos en sus propias habilidades para correr la carrera que tiene por delante. Cuando piensa en sí mismo lo hace con «buen juicio», no distorsionando la realidad ni escondiéndola (Ro. 12.3); constantemente examina su propia vida (2 Co.13.5). El inmaduro no tiene este mismo conocimiento, por lo que su vida gira en un constante circulo vicioso. Lucha por años con los mismos problemas y hábitos, sin lograr tener victoria en ellos.
Por su parte, el primero a aprendido del costo de trae aparejado el no resolver los problemas y permanecer en el pecado, mientras que el segundo, en su naturaleza camal puede rechazar la confesión y la sanidad del alma que de ella viene.
LO QUE CREE
El maduro posee convicciones sólidas y bien fundadas en cuanto a lo que cree. Son sólidas porque provienen de un conocimiento intelectual de la Palabra de Dios, el cual ha sido comprobado y aprobado en la realidad de su propia vida. Su teoría esta respaldada por un caminar diario donde ha comprobado la veracidad de lo que conoce en teoría. En cambio, el inmaduro tiene convicciones que rara vez han sido sometidos a prueba en la escuela de la vida. En este último, esto produce dos resultados: primeramente es sacudido por las olas y «llevados por doquiera de todo viento de doctrina» (Ef. 4.14). Y en segundo lugar, siempre se los encuentra discutiendo acaloradamente acerca de sus teorías. Se han entregado con pasión a las palabrerías vacías y atrevidas, controversias necias, genealogías y sucesiones, contiendas y discusiones acerca de la Biblia y la doctrina, las que son sin provecho y sin valor ( II Ti. 2.16; Tito 3.9). Su escasa experiencia de la vida cristiana no les ha enseñado que Dios es mucho más grande que los hombres y que no puede ser limitado a afirmaciones radicales.
LA ORIENTACIÓN Y LOS SENTIMIENTOS
El hombre maduro también tiene una clara comprensión del propósito de Dios para su vida. Sabe en qué dirección debe estar moviéndose, tiene metas a largo al canee y trabaja para lograrlas. Sabe esperar para el cumplimiento de estos planes y no se distrae en el camino. Desea llegar al fin de la meta y decir, como lo dijeron el Señor y Pablo en sus respectivos ministerios: «He cumplido con mi tarea» (Jn. 17.4; II Ti. 4.7). El inmaduro no tiene metas claras, por lo que siempre esta cambiando de dirección. Un día quiere lograr una cosa, al día siguiente se mueve en dirección opuesta. Además, busca en todas las cosas resultados instantáneos. No puede esperar para los resultados y se desanima cuando no se producen inmediatamente.
La persona madura sabe también vivir independientemente de sus emociones; mejor dicho, ha aprendido a que sus emociones dependan de su cabeza y no al revés. No se deja dominar por ellas sino que él es dueño de todas las situaciones sentimentales, sujetándolas a la obediencia de lo correcto a los ojos de Dios. Su vida cristiana no depende de su estado emocional sino del compromiso que ha asumido con el Señor. Y aunque sus emociones, a veces, se rebelen contra esta sumisión, él las vuelve a sujetar a la fe. En su vida se evidencia el fruto del Espíritu (Ga. 5.22-23). Pero el inmaduro vive sujeto a sus emociones. Por esta razón es buen cristiano «de a ratos», porque con frecuencia sus emociones lo desaniman. Vive en un constante vaivén, preocupándose por todo, sujeto a la hipersensibilidad y necesitando con regularidad experiencias emocionales que lo levanten de su estado apático.
Una última característica del hombre maduro que quiero resaltar es que su lenguaje es el de la alabanza y gratitud. Esta persona, por haber superado el estar sujeto a cosas terrenales, vive «cantando y alabando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef. 5:22). Ha aprendido que no merece siquiera la vida, y sabe que todo lo que tiene y vive es por la gracia de Dios; nada más que por eso. Lo opuesto ocurre en la vida del inmaduro: su lenguaje es el de las quejas. Vive quejándose por lo que tiene, por lo que recibe y por lo que lo rodea. Aunque esté agradecido por estas cosas, siempre encuentra un elemento que despierta su insatisfacción.
LOS DEMÁS
En cuanto a quienes lo rodean, el maduro está pensando en qué debe dar. La persona madura tiene cómo primer interés el compartir con otros lo que tiene, aun cuando tenga poco. Ha comprendido el principio de Jesucristo, que es más bienaventurado dar que recibir (Le. 6.38, He. 20.35) y vive para dar de su tiempo, dinero, amistad, recursos, etc. Con el inmaduro ocurre exactamente lo opuesto. El vive pendiente de lo que va a recibir, y su participación en actividades cristianas, mayormente, tiene como meta el salir personalmente beneficiado. Frecuentemente sus quejas giran alrededor de que él no está recibiendo nada y que por eso no puede dar. No ha comprendido que no recibirá mientras no comience a dar.
La persona madura también conoce sus dones y responsabilidades para con el ministerio, como también sus responsabilidades familiares, a las que cumple con fidelidad y competencia (I Co. 12.1). No permite que otras actividades lo distraigan de lo que debe hacer y administra sabiamente su tiempo, en el cumplimiento de estas responsabilidades. El inmaduro es doblemente irresponsable; primeramente por que no cumple lo que ha prometido, y en segundo lugar porque no cumple lo que debería estar haciendo primariamente (Stgo. 4.17). Su vida es una inconstancia permanente.
Además, la persona madura está abierta al diálogo con otras personas, dispuesto a recibir críticas aun cuando sean injustas. El sabe que en toda crítica hay algo que se puede rescatar, y aplica el principio de examinar todas las cosas y retener lo bueno (I Ts. 5.21). Tiene un corazón deseoso de aprender y mejorar en su vida cristiana; no teme a las críticas ni a las exhortaciones. La integridad de su persona no depende de su propia defensa sino de Dios (I Co. 4.4-5). Pero el inmaduro ve toda crítica como un ataque contra su persona y rápidamente se ofende. Nadie puede señalarle un error o una debilidad porque su reacción es la de salir a su propia defensa para reivindicarse. No tiene deseos de aprender de otros hombres. Todo lo que aprende debe ser por revelación directa de Dios o por propia intuición personal.
Por último, la persona madura sabe relacionarse correctamente con otros. Tiene una actitud de humildad, considerando a los demás como dignos de más honor que si mismo, y por eso no tiene dificultad de entablar y establecer relaciones con aquellos que le rodean (Flp. 2.3-4). El inmaduro lucha constantemente en esta área, logrando solamente relacionarse con aquellos que piensan y se comportan de igual manera que él. Pero aun en estas relaciones, experimenta dificultad en hacer de ellas algo duradero y saludable. Como en las otras áreas de su vida, sus amistades están sujetas a sus fluctuantes emociones; más aun, si busca amigos como él, estos peligros se multiplican.
LA FILOSOFÍA DE LA VIDA
No quiero hablar en extenso de la diferencia entre sabiduría y conocimiento sobre la cual todos ya conocemos, sólo señalar que quien ha comenzado a gustar la madurez es porque ha empezado a ser sabio, con esa sabiduría que le ha enseñado el valor inapreciable de ser justo, sencillo y misericordioso, de esperar los tiempos de Dios y ver que el camino de los malos termina antes que el de los justos, incluso ha aprendido a callar muchas veces porque sabe que las apariencias engañan y que no todos los malos realmente lo son, como así también que no todas las ovejas son tales.
Cuando es consultado, el consejo del maduro suele ser el más difícil de ser asimilado sentimentalmente, recordemos que viene de un corazón en el que los instintos y sentimientos están en segundo lugar. El consejo del inmaduro, en cambio, es tentador y fácil de echar a andar por venir de una mente camal.
Comenzamos nuestro estudio con el triste ejemplo de un hombre que nunca maduró. Durante cuarenta años Israel fue sujeta a todos sus caprichos, la mayoría de ellos dedicados a cumplir con metas completamente ajenas a la necesidad del pueblo. Mucho antes de la muerte de Saúl, Dios ya estaba formando un nuevo hombre para ocupar su puesto y cumplir con el ministerio que le había sido originalmente encomendado a él. Este segundo hombre no llegaba al trono con las imponentes cualidades de su predecesor, no era más que un pastor de ovejas. Pero el Señor había visto su corazón (ISa. 16.7) y había encontrado allí los deseos ardientes de agradar en todas las cosas a Jehová. Todavía quedaban muchos tiempos de extremada dureza por delante, tiempos de vida en el desierto, de pecado y de derrota. Pero cuando todo hubo acabado. Dios mismo dio testimonio de él diciendo que había andado: «en integridad de corazón y en equidad, haciendo todas las cosas que yo… he mandado, y guardando mis estatutos y mis decretos» (IRe. 9.4 ).
David fue un hombre maleable en las manos de Dios, dispuesto a aprender a ser siervo cualquiera fuera el precio; un hombre que llegó a ser maduro. Su ejemplo perdura a través de los tiempos como uno de los gigantes de la fe.
Dios puede hacer mucho con personas maduras. «Por tanto, dejando de lado las enseñazas elementales acerca de Cristo, avancemos hacia la madurez!…» (He. 6.1 BLA).
Apuntes Pastorales, Volumen V, Número 3. Todos los derechos reservados.