La perspectiva de arriba ¿Cómo evalúa el Señor la verdadera adoración?
por Jack Hayford
En mi experiencia, las discusiones teológicas acerca de la adoración tienden a focalizarse en lo cerebral, no lo visceral, en la mente y no en el corazón.
«La verdadera adoración», según nos han enseñado muchas veces, se relaciona más con la capacidad de pensar correctamente acerca de Dios (es decir, utilizar el idioma y la liturgia correctos) más que el hambre del corazón por su persona. Las palabras de nuestro Salvador resuenan con un innegable llamado a una adoración que trasciende el intelecto: «El Señor es espíritu, y los que Lo adoran deben adorar en espíritu y en verdad» (Jn 4.24 – NBLH).
Ha existido una tendencia en nosotros a creer que la mente es el sinónimo correcto de la palabra espíritu en este texto, pero las Escrituras revelan que la palabra corazón es una mejor equivalencia. No cabe duda de que «en verdad» definitivamente señala la participación del intelecto en la adoración, pero inexorablemente ocupa el segundo lugar y depende en primer término de la plena participación del corazón.
Por lo general, miramos con sospechas este orden. Al corazón lo gobiernan los sentimientos y, por lo tanto, resulta más vulnerable al engaño que el intelecto. No obstante, cimentar la adoración sobre el intelecto es abrazarse a un doble engaño: en primer lugar, constituye un error creer que la mente no es tan propensa al engaño como el corazón; en segundo plano, porque se cree que la mente es el medio principal para «conectarse» con Dios en la adoración (observe versículos tales como Job 11.7: «¿Podrás tú descubrir las profundidades de Dios?»).
Sin duda la inteligencia humana contribuye a la adoración, pero la Palabra de Dios señala que él no busca a alguien brillante sino a una persona quebrantada: «Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; Al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás» (Sal 51.17). Los ejercicios de nuestra mente iluminada quizás sirvan para deducir a Dios, pero solamente nuestros corazones llenos de pasión pueden deleitarse en él y, a la vez, experimentar su deseo de deleitarnos.
Para ser más específico, creo que para que la adoración agrade a Dios el adorador debería alcanzar cuatro metas:
Atesorar la presencia de Dios
El Señor les da la bienvenida a su presencia a aquellos que lo anhelan. Puede que la motivación de la búsqueda proceda de la desesperación o el deleite, de una imperiosa necesidad o un profundo deseo de comunión, pero la motivación es siempre la misma, y también lo es el placer que él siente por nuestra llegada.
Los capítulos 33 y 34 de Éxodo relatan un tierno y poderoso intercambio entre Moisés y Dios, que va desde un encuentro cara a cara a la más dramática declaración del Todopoderoso. El eje central de esta experiencia es el clamor de Moisés: «Ahora pues, si he hallado gracia ante tus ojos, te ruego que me hagas conocer tus caminos para que yo te conozca y halle gracia ante tus ojos» (33.13). Dios responde ante esta petición: «Mi presencia irá contigo, y Yo te daré descanso» (33.14). Poco tiempo después el Señor despliega su gloria para Moisés, la señal más certera de su placer y presencia que pueda dar (Ex 40.33–38; 1Re 1.8–11).
Yo llevaba quince años en el liderazgo pastoral cuando mi concepto de la adoración corporativa sufrió una transformación. En lugar de cuidar un espacio estrictamente controlado, preocupados por la estética, los mecanismos y la teología cuidadosamente elaborada, comenzamos a destinar un segmento de nuestro culto para la libre expresión de cánticos de alabanza y adoración. Dentro del curso de dos años nuestra congregación comenzó a experimentar la gloria y la gracia de Dios en formas nuevas y más profundas, una experiencia que aún perdura hasta el presente. Nos mantenemos atentos a la necesidad de buscar renovación continua porque entendemos que aun las más preciosas prácticas espirituales son susceptibles a la artritis de los rituales, donde las formas pierden su dirección. Con ternura el Espíritu insiste en volver a llamarnos a nuestro «primer amor», a renovar el hambre y la inagotable sed por el Dios vivo.
Esta clase de adoración anima a las personas a «enamorarse de Dios». Si la frase «enamorarse de Dios» ofende a alguno (como alguna vez lo hizo en mi vida, por no ser suficientemente objetiva), quizás podamos también aprender a ofendernos por la «razón» que distancia el corazón de la pasión de simplemente conocer y amar a Dios.
Humillar su corazón
La desesperada confesión de un hombre pecador, en Isaías 6.1–8: «Ay de mí, porque soy hombre pecador», no es fruto de un análisis intelectual, sino del autodescubrimiento que resulta de entrar a la presencia de Dios. Isaías confiesa: «vi yo al Señor»; su confesión no contiene arrogancia ni disculpas. Una experiencia de gracia permitió que él fuera quebrantado a causa de su pecado. El profeta, miembro de una elite educada y culta en Judá, demuestra un espíritu enseñable, humilde como el de los niños. Su clamor, que no contiene vestigios de sigilo, revela la disponibilidad, sin reservas, de Dios.
Es exactamente a esto que nos llama el Señor Jesús: «En verdad les digo que si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos […] Miren que no desprecien a uno de estos pequeñitos, porque les digo que sus ángeles en los cielos contemplan siempre el rostro de Mi Padre que está en los cielos» (Mt 18.3, 10).
La importancia de la humildad me llevó, hace muchos años, a animar a la gente a que fuera más expresiva en nuestros cultos, tanto física como verbalmente. Pocas prácticas desafían tanto nuestro orgullo como el sencillo llamado a dar rienda suelta a nuestras expresiones. No llevo conmigo un folleto con instrucciones para una calistenia orquestada en la iglesia, como si una serie de ejercicios pudiera producir una liturgia de mejor calidad. Lo que he aprendido, sin embargo, es que la cuidadosa enseñanza y el sano ejemplo consiguen ayudar a las personas a perder la vergüenza (y la preocupación adulta de ser considerados importantes) para que experimenten la libertad de los niños para expresarse en la adoración.
Uno de nuestros miembros alguna vez sugirió, con la mejor de las intenciones: «Pastor, si usted no enseñara e invitara a las personas a levantar las manos en el culto, creo que nuestra congregación crecería más rápido. Creo —añadió— que corre el riesgo de ofender el orgullo de algunos».
«¿Ofender el orgullo? —le respondí, con una sonrisa—. En realidad esperaba poder matar el orgullo, no solamente ofenderlo». Deseo respetar la dignidad humana, pero existe una apreciación, atrincherada en la iglesia, como también en el mundo, de que la dignidad y el orgullo son lo mismo; al percibirlos así erramos. Precisamente porque valoro a cada individuo en mi congregación, enseño y ejemplifico una forma de «convertirnos en niños delante del Padre». Intento enseñarle a la gente la humildad de Isaías, porque el orgullo tiene la tendencia de insistir en encontrar la forma de justificar y preservarse (aun en el ámbito de la iglesia).
Sacrificarse y esperar algo de Dios
Hebreos 11.6 lo expresa con claridad: «Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que El existe, y que recompensa a los que Lo buscan». Este texto presupone que el adorador siempre trae un sacrificio al Señor, que aquel que viene delante de Dios llega con alabanza, una ofrenda, o una renuncia a algo que el Espíritu le pide; es decir, llega para ofrecerse a sí mismo al Señor.
A la misma vez señala que el adorador debe esperar recibir algo de parte de Dios en respuesta a su sacrificio, algo enriquecedor, bueno y benévolo. Algunos intentan defender a Dios contra el egoísmo humano y se rehúsan a hablar de recompensas. La verdad, no obstante, es que el Señor libremente ofrece la recompensa de su bendición, y se deleita en otorgarla. No refunfuña: «Ni se te ocurra darme algo a mí y esperar que yo te dé algo en respuesta a lo que me ofreces». En lugar de esto, su Palabra sencillamente declara: «Ya que vienes a mí, creería que esperas algo de parte mía para tu vida».
Por supuesto que los diezmos y las ofrendas (que son, de hecho, sacrificios apropiados y bíblicos) no constituyen un intercambio de favores comerciales con Dios. El llamado del Señor a que lo adoremos, sin embargo, se funda en su compromiso de bendecirnos. La promesa de Dios en Malaquías 3.10 («pónganme ahora a prueba en esto;» dice el Señor de los ejércitos «si no les abro las ventanas de los cielos, y derramo para ustedes bendición hasta que sobreabunde») revela la generosidad en el corazón de Dios hacia las ofrendas humanas, y lo justo que resulta esperar una bendición a cambio de esta ofrenda.
La adoración es el regalo de Dios para nosotros, diseñado para nuestro beneficio y bendición. Él no lo necesita. Nosotros sí.
Extender a otros el amor de Dios
Si la adoración que agrada a Dios cubre una necesidad humana, entonces también el adorador extenderá el amor de Dios hacia otros. No debe sorprendernos, por lo tanto, que el «más grande mandamiento» desemboque en el «segundo, que es semejante a este». El llamado vertical de amar y adorar a Dios, es también horizontal: amar al prójimo. Esto significa decisiones tales como:
· Perdonar a los demás, buscando día en día la paz y la reconciliación.
· Cultivar un estilo de vida evangelizador, en palabra y en hechos, que proclame un testimonio creíble e imitable.
· Crecer en servicio al prójimo, sin egoísmo, de manera que procure asistir a otros cubriendo sus necesidades, moldeando un corazón que cuide de aquellos que son víctimas del olvido y la injusticia.
La necesidad de extendernos hacia afuera moviliza los «círculos de oración» que practicamos en casi todos nuestros cultos. El nombre formal de esta experiencia es «tiempo de ministración». En él animamos a las personas a que se dividan en grupos, compartan necesidades y oren los unos por los otros. El momento dura unos diez minutos y es esencial para la vida de nuestra congregación.
Con el tiempo de ministración pretendemos alcanzar cuatro objetivos: 1) proveer un vehículo práctico para expresar el amor de Dios que despierta en nosotros la experiencia de adoración. 2) Ayudar a las personas a usar sus dones en medio de la congregación. 3) Proveer la oportunidad para que la gente se exprese por sí misma y demuestre su cuidado por los otros. 4) Colocar el fundamento para la invitación (resulta incalculablemente más fácil invitar a las personas a abrirse al amor de Dios luego de que han recibido ese amor, de manera práctica, de parte de las personas con las que han compartido). Lo que ha nacido en el corazón, entonces, se expresa con las manos —manos que se levantan con humilde adoración, que ofrendan con sencilla expectativa y que sirven con tierna gracia—. Pareciera que Dios se alegra sobremanera con tales sacrificios.
Se tomó de Leadership, 1999. Christianity Today. Todos los derechos reservados. Se publica con permiso.
Se publicó en Apuntes Pastorales, Volumen XXIX – Número 6, edición de julio – agosto de 2012.