La semana definitiva, parte I

por Philip Yancey

La cruz no es un rodeo o un obstáculo en el camino del reino, ni siquiera es el camino al reino; es el reino que ha venido.

La iglesia en la que crecí solía pasar por alto los acontecimientos de la Semana Santa para apresurarse a escuchar la exultación de la Pascua de Resurrección. Nunca nos reuníamos para un culto el Viernes Santo. Celebrábamos la Cena del Señor sólo una vez por trimestre, desmañada ceremonia en la que solemnes diáconos vigilaban el avance de las bandejas con copitas como dedales y galletas partidas. Los católicos no creían en la resurrección, me decían, lo cual explicaba por qué las muchachas católicas llevaban crucecitas «con el hombrecito clavado». Me enteré de que celebraban la misa con velas encendidas en una especie de rito sectario, síntoma de su obsesión con la muerte. Nosotros, los protestantes, éramos diferentes. Reservábamos para el Día de Resurrección nuestra mejor ropa, nuestros himnos más entusiastas y nuestros pocos adornos del templo. Cuando comencé a estudiar teología e historia de la Iglesia descubrí que mi iglesia estaba equivocada en cuanto a los católicos, quienes creían en la Resurrección con la misma fuerza que nosotros y quienes, en realidad, escribieron muchos de los credos que expresan mejor esa creencia. De los evangelios aprendí que, a diferencia de mi iglesia, el relato bíblico se vuelve más lento, en lugar de acelerarse, cuando llega a la Semana Santa. Los evangelios, dijo uno de los primeros comentaristas cristianos, son crónicas de la última semana de Jesús con introducciones cada vez más extensas. De las biografías que he leído, pocas dedican más del diez por ciento de sus páginas al tema de la muerte; incluso las biografías de hombres como Martín Luther King Jr. y Gandhi, quienes sufrieron muertes violentas y políticamente significativas. Los evangelios, sin embargo, dedican casi una tercera parte del texto a la última semana que culmina la vida de Jesús. Mateo, Marcos, Lucas y Juan consideraron que la muerte de Jesús fue el misterio central de su vida. Sólo dos de los evangelios mencionan los acontecimientos de su nacimiento, y los cuatro incluyen sólo unas pocas páginas acerca de su resurrección. Los cuatro, sin embargo, ofrecen sendos relatos detallados de los sucesos que condujeron a la muerte de Jesús. Nunca antes había sucedido nada ni remotamente parecido. Los seres celestiales habían aparecido esporádicamente en nuestro horizonte antes de la Encarnación (recordemos el ángel con que Jacob luchó y los visitantes de Abraham), y unos pocos seres humanos habían regresado de la muerte. Pero cuando el Hijo de Dios murió en el planeta tierra, ¿como podía ser que un Mesías fuera derrotado, un Dios fuera crucificado? La naturaleza misma se convulsionó ante semejante hecho: la tierra tembló, las rocas se partieron y el cielo se oscureció. Por años, al irse acercando la Semana Santa, he leído juntos los cuatro relatos de los evangelios, a veces uno después de otro, a veces entrelazados en un formato de «concordancia de los evangelios». Cada vez me siento abrumado por el puro drama. La exposición sencilla, sin floreos, tiene un poder demoledor y casi puedo escuchar en el fondo un repique de tambor que resuena lleno de tristeza. No se producen milagros, no hay intentos sobrenaturales de rescate. Es simple tragedia, más que las de Sófocles o Shakespeare. Las fuerzas del mundo, el sistema religioso más complicado de ese tiempo, aliado con el Imperio político más poderoso, se confabulan en contra de un personaje solitario, el único hombre perfecto que haya jamás vivido. Aunque los poderosos se burlan de Él y sus amigos lo abandonan, sin embargo, los evangelios transmiten la fuerte e irónica impresión de que Él mismo está supervisando todo el largo proceso. Se ha encaminado en forma decidida hacia Jerusalén, sabiendo el destino que le aguarda. La cruz ha sido siempre su objetivo. Ahora, al acercarse la muerte, lleva la voz cantante. Un año me adentré en los relatos de los evangelios cuando acababa de leer todo el Antiguo Testamento. En mi itinerario por los libros de historia, de poesía y de profecía, había conocido a un Dios de mucho poder. Caían cabezas, se derribaban imperios, desaparecían naciones enteras de la faz de la tierra. Todos los años los judíos hacían una pausa como nación para recordar la gran hazaña de Dios al liberarlos de Egipto, acontecimiento repleto de milagros. Descubría resonancias del Éxodo en los Salmos y profetas, indicios para una tribu acorralada de que el Dios que en otro tiempo había respondido a sus oraciones, lo podía volver a hacer. Con esos relatos resonando todavía en mis oídos, llegué a la descripción detallada que hace Mateo de la última semana de Jesús. Una vez más los judíos se habían reunido en Jerusalén para recordar el éxodo y celebrar la Pascua. Una vez más la esperanza había salido a flote: ¡El Mesías ha llegado! decía un rumor. Y luego, como un dardo disparado al corazón de la esperanza, llegaron la traición, el juicio y la muerte de Jesús. ¿Cómo podemos nosotros, que conocemos de antemano el final, comprender jamás la sensación terrible que se apoderó de los seguidores de Jesús? Con el paso de los siglos el relato se ha vuelto algo común, y no puedo comprender y mucho menos recrear, el efecto de esa última semana en los que la vivieron. Me limitaré a relatar lo que me parece más destacado en este nuevo repaso del episodio de la Pasión. La entrada triunfal Los cuatro evangelios mencionan este acontecimiento que a primera vista parece la única vez en que Jesús se desvió de su aversión a las aclamaciones. La multitud extendió mantos y ramas de árbol sobre el camino para mostrar su adoración. «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» exclamaban. Aunque Jesús normalmente le tenía aversión a semejantes manifestaciones de fanatismo, esta vez los dejó gritar. A los indignados fariseos les explicó: «Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían.» ¿Se estaba reivindicando el profeta de Galilea en Jerusalén? «Mirad, el mundo se va tras él», exclamaron alarmados los fariseos. En ese momento, con varios centenares de miles de peregrinos reunidos en Jerusalén, le parecía a todo el mundo que el Rey había llegado con todo su poder para reclamar el trono al que tenía derecho. Recuerdo de niño al volver a casa del culto del Domingo de Ramos, cortando de manera distraída las hojitas de las palmas, pasando rápidamente las páginas del boletín trimestral de la Escuela Dominical para llegar al tema siguiente. No tenía sentido. Si la multitud se le arrojaba a los pies una semana, ¿cómo lo arrestaban y mataban la semana siguiente? Cuando leo los evangelios ahora encuentro tendencias subyacentes que ayudan a explicar el brusco cambio. En el Domingo de Ramos lo acompañaba un grupo de Betania, todavía alborozado por el milagro de Lázaro. Sin duda que los peregrinos de Galilea, que lo conocían muy bien, constituían otra gran parte de la multitud. Mateo señala que también lo aclamaban los ciegos, los tullidos y los niños. Aparte de estos grupos, sin embargo, el peligro acechaba. Las autoridades religiosas se sentían ofendidas por Jesús, y las legiones romanas, que había sido traídas para controlar a las multitudes que habían acudido para las fiestas, prestarían atención a la opinión del Sanedrín en cuanto a quién podía significar una amenaza para el orden público. Jesús mismo tuvo sentimientos encontrados durante el clamoroso desfile. Lucas relata que al acercarse a la ciudad lloró. Sabía cuán fácilmente podía cambiar el humor de una multitud. Las voces que gritan: «¡Hosanna!» una semana después pueden vociferar: «¡Crucifícale!» La entrada triunfal está rodeada de un ambiente de ambivalencia. Cuando leo los relatos juntos, lo que me parece que destaca es la naturaleza desconcertante de toda la situación. Me imagino a un oficial romano acudiendo a galope para ver si había disturbios. Ha visto procesiones en Roma, donde hacen las cosas bien. El general triunfador va en un carruaje dorado, con corceles que tiran de las riendas y las espigas de las ruedas resplandecientes a la luz del sol. Detrás de él, soldados en bruñidas armaduras despliegan los estandartes capturados a los ejércitos derrotados. Detrás sigue una procesión destartalada de esclavos y prisioneros encadenados, prueba viviente de lo que sucede cuando se desafía a Roma. En la entrada triunfal de Jesús, el destartalado séquito no es más que la multitud entusiasmada: los tullidos, los ciegos, los niños, los campesinos de Galilea y Betania. Cuando el oficial busca al objeto de su atención, vislumbra a una figura melancólica que llora, cabalgando no en un corcel o carruaje sino a lomo de un pollino, con un manto prestado cubriendo el lomo de la bestia a modo de silla de montar. Sí, se desprendía un aroma de triunfo el Domingo de Ramos, pero no la clase de triunfo que pudiera impresionar a Roma ni por mucho más tiempo a las multitudes en Jerusalén. ¿Qué clase de rey era ése? La última cena Cada vez que leo el relato de Juan me sorprende su tono «moderno». Como en ninguna otra parte, uno de los autores de los evangelios ofrece un retrato realista, a cámara lenta. Juan cita extensos fragmentos de diálogo y subraya la relación emocional entre Jesús y sus discípulos. Tenemos en Juan capítulos 13 al 17, una memoria íntima de la noche más angustiosa de Jesús en la tierra. Hay muchas sorpresas reservadas para los discípulos esa noche en la que celebran el rito de la Pascua, cargado de simbolismo. Cuando Jesús lee en voz alta la historia del Éxodo, la mente de los discípulos puede muy bien haber sustituido «Egipto» por «Roma». Qué mejor plan podía tener Dios que repetir ese ejercicio de fuerza en un momento así, con todos los peregrinos congregados en Jerusalén. La rotunda afirmación de Jesús avivó sus sueños más locos: «Yo, pues, os asigno un reino», dijo con tono magistral, y: «Yo he vencido al mundo.» Al leer el relato de Juan me encuentro volviendo a un curioso incidente que interrumpe la comida. «Sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos», comienza Juan en forma dramática, para luego agregar este final incongruente: «se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.» Vestido como un esclavo, se inclinó para lavar la suciedad de las calles de Jerusalén de los pies de los discípulos. Qué forma tan extraña de actuar del invitado de honor en la última comida con sus amigos. Qué conducta tan incomprensible de parte de un gobernante que luego iba a anunciar: «Yo os asigno un reino.» En esos días, lavar los pies se consideraba tan degradante que el amo no se lo podía exigir al esclavo judío. Pedro palideció ante esto. La escena del lavamiento de los pies se destaca, para el autor M. Scott Peck, como uno de los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús. «Hasta ese momento lo importante en todas las situaciones había sido que alguien llegara a lo más alto y que, una vez ahí, permaneciera en esa posición o tratara de subir todavía más. Pero en este caso, este hombre que ya había llegado a lo más alto —quien era rabino, maestro— de repente desciende a lo más bajo y comienza a lavar los pies de sus seguidores. Con esa sola acción Jesús dio simbólicamente un vuelco completo a todo el orden social. No pudiendo comprender lo que sucedía, incluso sus propios discípulos se sintieron horrorizados ante tal conducta.» Jesús nos pidió a sus seguidores que hiciéramos tres cosas en recuerdo suyo. Nos pidió que bautizáramos a otros, como Él había sido bautizado por Juan. Nos pidió que recordáramos la comida que compartió esa misma noche con los discípulos. Por último, nos pidió que nos laváramos los pies unos a otros. La iglesia siempre ha cumplido con dos de estos mandatos, aunque en medio de muchas discusiones acerca de qué significan y cuál es la mejor manera de cumplirlos. Pero en la actualidad, tendemos a asociar el tercero, lavar los pies, con pequeñas denominaciones escondidas en las colinas de los montes Apalaches. Sólo unas pocas denominaciones practican el lavamiento de pies; para las demás, toda esta idea parece primitiva, rural y poco complicada. Se puede debatir acerca de si Jesús quiso que ese mandato fuera sólo para los doce discípulos o para todos lo que vendríamos después, pero tampoco hay indicios de que los doce siguieran dichas instrucciones. Esa misma noche, algo más tarde, se produjo una discusión entre los discípulos acerca de cuál de ellos era el mayor. De manera intencional, Jesús no negó el instinto humano de competencia y ambición. Simplemente lo orientó en otra dirección: «Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige como el que sirve.» Entonces fue cuando proclamó: «Yo, pues, os asigno un reino»; un reino, en otras palabras, fundado en el servicio y la humildad. En el lavamiento de los pies, los discípulos habían visto un cuadro vivo de qué quería decir. Seguir ese ejemplo no se ha vuelto para nada más fácil en dos mil años. Traición En medio de esta velada íntima con sus amigos más cercanos Jesús dejó caer una bomba: uno de los doce hombre reunidos a su alrededor lo entregaría esa noche a las autoridades. Los discípulos «se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba», y comenzaron a preguntarse unos a otros. Jesús había tocado un punto susceptible. «¿Desde luego que no soy yo?» respondieron los discípulos por turno, poniendo de manifiesto sus dudas subyacentes. La traición no resultaba un pensamiento extraño. En la Jerusalén llena de conspiraciones, quién sabe a cuantos discípulos se les habían acercado los enemigos de Jesús para tantearlos. La misma Última Cena estuvo rodeada de peligro; el aposento alto lo había preparado clandestinamente un hombre misterioso que llevaba un cántaro de agua. Unos momentos después que Jesús dejara caer la bomba, Judas salió sigilosamente de la habitación, sin despertar sospechas. Es claro que el tesorero del grupo quizá se excusó diciendo que iba a comprar suministros o a ocuparse de algún asunto caritativo. El nombre «Judas», común en otro tiempo, casi ha desaparecido. Ningún padre desea poner a su hijo el nombre del traidor más famoso de la historia. Y sin embargo, para mi sorpresa, cuando leo ahora los relatos evangélicos lo que sobresale es su condición de hombre común y corriente, no su villanía. Al igual que los otros discípulos, Jesús lo había escogido después de una larga noche de oración. Como tesorero, obviamente gozaba de la confianza de los demás. Incluso en la Última Cena se sentó en un lugar de honor cerca de Jesús. Los evangelios no ofrecen ninguna pista en el sentido de que Judas pudiera haber sido un «espía» que se infiltró en el círculo más íntimo para planificar esta perfidia. ¿Cómo fue posible, pues, que Judas traicionara al Hijo de Dios? En el momento de hacerme la pregunta pienso en los otros discípulos que abandonan a Jesús en Getsemaní y en Pedro que jura: «No conozco al hombre», cuando lo presionan en el atrio, en la casa del sumo sacerdote, y en los once que obstinadamente se niegan a creer las noticias de la resurrección de Jesús. El acto traicionero de Judas difirió en cuanto a grado, pero no en cuanto a clase de las muchas otras deslealtades. Lleno de curiosidad por ver cómo presentaría Hollywood el acto de traición, proyecté quince versiones de la acción de Judas. Me encontré con muchas teorías. Según unos, codiciaba el dinero. Otros lo presentaban como temeroso, que llega a la decisión de cerrar trato cuando los enemigos de Jesús lo fueron acosando. Otros lo retrataban como desilusionado, preguntándose: ¿por qué Jesús limpió el templo sagrado con un látigo en vez de movilizar un ejército en contra de Roma? Quizá se había cansado de la «blandura» de Jesús: como los militantes en la moderna Palestina o Irlanda del Norte, Judas no tuvo paciencia para una revolución lenta, no violenta. O, por el contrario, ¿esperaba acaso forzar a Jesús a actuar? Si Judas preparaba el arresto, sin duda que Jesús se vería obligado a declararse abiertamente y a establecer su reino. Hollywood prefiere presentar a Judas como un rebelde complicado, heroico. La Biblia simplemente dice: «Satanás entró en él» cuando dejó la mesa para llevar a cabo su acción. En cualquier caso, el desencanto de Judas difirió, de nuevo, sólo en grado de lo que otros discípulos habían sentido. Cuando se vio claramente que la clase de reino que Jesús proponía conducía a una cruz, no a un trono, todos ellos fueron desapareciendo en la oscuridad. Judas no fue la primera ni la última persona que haya traicionado a Jesús, sino la más famosa. Shusako Endo, el novelista cristiano de Japón, tomó la traición como tema central de muchas de sus novelas. Silence (Silencio), la más conocida, habla de cristianos japoneses que negaron su fe bajo la persecución de los shoguns. Endo había leído muchos relatos sobrecogedores acerca de los mártires cristianos, pero no había encontrado ninguno acerca de los traidores cristianos. ¿Cómo hubiera podido encontrarlos? Nadie había escrito ninguno. Sin embargo, para Endo, el mensaje más poderoso de Jesús fue su amor inextinguible, incluso y especialmente por quienes lo traicionaron. Cuando Judas guió hasta el huerto a una turba dispuesta a linchar a Jesús, éste se dirigió a él como «amigo». Los otros discípulos lo abandonaron, pero siguió amándolos. Su pueblo lo hizo ejecutar; pero estando en la cruz, desnudo, en la posición de ignominia definitiva, Jesús, con un esfuerzo supremo, exclamó: «Padre, perdónalos…» No conozco ningún otro contraste más agudo entre dos seres humanos que el que se da entre Pedro y Judas. Ambos tuvieron liderazgo dentro del grupo de los discípulos de Jesús. Ambos vieron y escucharon cosas maravillosas. Ambos pasaron por el mismo ciclo agitado de esperanza, temor y desilusión. Cuando aumentaron los riesgos, ambos negaron al Maestro. Ahí termina la semejanza. Judas, con pesar pero al parecer sin arrepentimiento, aceptó las consecuencias lógicas de su acción, se quitó la vida, y pasó a la historia como el traidor más grande de todos los tiempos. Murió sin querer recibir lo que Jesús vino a ofrecerle. Pedro, humillado, pero siempre receptivo al mensaje de gracia y perdón de Jesús, pasó a dirigir un avivamiento en Jerusalén y no se detuvo hasta que llegó a Roma. Getsemaní Desde el aposento alto en Jerusalén, saturado de olores de cordero, hierbas amargas y cuerpos sudorosos, Jesús y su grupo de once se levantaron para dirigirse a los olivares frescos y espaciosos de un huerto llamado Getsemaní. La primavera estaba en todo su esplendor, el aire de la noche lleno de fragancia de flores. Acostados bajo la luna y las estrellas, en un ambiente pacífico lejos del ajetreo de la ciudad, los discípulos se adormecieron rápidamente. Jesús, sin embargo, no experimentaba semejante paz. «Comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera», dice Mateo. Lo mismo escribe Marcos. Y ambos escritores mencionan sus palabras quejumbrosas a los discípulos: «Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad». Jesús había ido con frecuencia a orar solo, a veces enviando a los discípulos lejos en una barca de modo que pudiera pasar la noche a solas con el Padre. Esa noche, sin embargo, necesitaba la presencia de ellos. Por instinto, los seres humanos necesitamos a alguien a nuestro lado en el hospital la noche antes de una operación, en el hogar de ancianos cuando la muerte se aproxima, en cualquier momento importante de crisis. Necesitamos el contacto tranquilizador de la presencia humana. La reclusión sin comunicación es el peor castigo que nuestra especie haya inventado. Encuentro en el relato de los evangelios acerca de Getsemaní una intensidad profunda de soledad que Jesús no había experimentado nunca antes. Quizá si se hubiera incluido a mujeres en la Última Cena, Jesús no hubiera tenido que pasar esas noches solo. La madre de Jesús, llena de presentimiento, había acudido a Jerusalén; ésta es la primera mención que se hace de ella en los evangelios desde el comienzo del ministerio de su hijo. Las mismas mujeres que se quedaron junto a la cruz, envolvieron su cuerpo rígido y acudieron rápidamente al sepulcro al amanecer, sin duda que hubieran permanecido junto a Él en el huerto, hubieran sostenido su cabeza y enjugado sus lágrimas. Pero a Jesús sólo lo acompañaron amigos. Amodorrados por la comida y el vino, se durmieron mientras Jesús soportaba la prueba solo. Cuando los discípulos le fallaron, Jesús no trató de ocultar que se sentía herido: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» Estas palabras sugieren algo más ominoso que la soledad. ¿Es posible que, por primera vez, no deseara estar a solas con el Padre? Se estaba desarrollando un gran conflicto, y los evangelios describen el tormento de Jesús en una forma muy poco parecida a los relatos judíos y cristianos de martirios. «Pase de mí esta copa», suplicó. No se trataba de oraciones piadosas y formales: «estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra». ¿En qué consistía exactamente el conflicto? ¿Temor del dolor y de la muerte? Desde luego. A Jesús no le agradaba esa perspectiva más que a usted o a mí. Pero algo más estaba en juego, una nueva experiencia para Jesús que sólo se puede llamar abandono por parte de Dios. En esencia, Getsemaní describe, después de todo, el caso de una oración no respondida. La copa del sufrimiento no fue quitada. El mundo había rechazado a Jesús: prueba de esto era el desfile a la luz de las antorchas que se aproximaba por los senderos del huerto. Pronto los discípulos lo iban a abandonar. Durante la oración, la oración angustiada que se topó con un muro de silencio, sin duda debe haber sentido como si también Dios le hubiera vuelto la cara. John Howard Yoder conjetura acerca de lo que habría podido suceder si Dios hubiera intervenido para concederle la petición: «Pasa de mí esta copa.» Jesús no era en forma alguna impotente. Si hubiera insistido en hacer su propia voluntad y no la de su Padre, hubiera llamado a doce legiones de ángeles (setenta y dos mil) para que pelearan una Guerra Santa por Él. En Getsemaní, Jesús revivió la tentación de Satanás en el desierto. En ambos casos hubiera podido solucionar el problema del mal por la fuerza, con una rápida puñalada al tentador en el desierto o una violenta batalla en el huerto. No hubiera habido historia de la Iglesia, ni Iglesia, se hubiera detenido toda la historia humana y hubiera concluido la era actual. Todo esto entraba dentro del poder de Jesús, si hubiera dicho una sola palabra, si hubiera pasado por alto el sacrificio personal y descartado el complicado futuro de la redención. Ningún reino se hubiera desarrollado como una semilla de mostaza; el reino hubiera más bien descendido como una granizada. Sin embargo, como nos lo recuerda Yoder, la cruz, la «copa» que ahora parecía tan terrible, era la razón misma de la venida de Jesús a la tierra. «En la cruz está el hombre que ama a sus enemigos, el hombre cuya justicia es mayor que la de los fariseos, quien siendo rico se hizo pobre, quien dio su manto a quienes le robaron la túnica, quien ora por quienes lo utilizan en forma insultante. La cruz no es un rodeo o un obstáculo en el camino del reino, ni siquiera es el camino al reino; es el reino que ha venido.» Después de varias horas de atormentada oración, Jesús llegó a una decisión. Su voluntad y la del Padre convergieron. «¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas?» es como lo expresó luego. Despertó a sus adormecidos amigos por última vez y se dirigió decididamente, en medio de la oscuridad, hacia quienes querían matarlo.

Tomado del libro «El Jesús que nunca conocí», de Philip Yancey, Editorial VIDA, 1996, pp. 189208. Usado con permiso. ©Copyright 2010. DesarrolloCristiano.com, derechos reservados.