La última de las grandes palabras

por Philip Yancey

¿Cuál es el mensaje que proclama la Iglesia acerca de la gracia de Dios? La profundidad de la riqueza de la gracia del Señor se da a conocer mejor cuando impacta primeramente nuestra propia existencia.

En mi libro El Jesús que nunca conocí, contaba un relato de la vida real que por mucho tiempo ha permanecido en mi mente. Se lo escuché a un amigo que trabaja en Chicago con indigentes:
Una prostituta acudió a mí en una miseria total, sin techo, enferma e incapaz de comprarle comida a su hija de dos años de edad. Entre sollozos y lágrimas, me confesó que había estado alquilando a su hija —¡con dos años de edad!— a hombres interesados. Sacaba más dinero alquilando a la niña durante una hora, que con lo que podía ganar ella sola durante una noche. Me dijo que tenía que hacerlo para sostener su propia adicción a las drogas y al alcohol. Apenas pude soportar oír su sórdida historia. Para empezar, me creaba una obligación legal, puesto que estoy obligado a informar sobre los casos de abusos a menores. No tenía ni idea de lo que le debía decir a aquella mujer.
Por fin le pregunté si alguna vez había pensado en acudir a una iglesia en busca de ayuda. Nunca olvidaré la expresión de pura honestidad que salió de su boca. «¡Una iglesia? —exclamó—. ¿Para qué habría de ir allí? Ya siento suficiente asco de mí misma. No necesito que ellos añadan aún mayor condenación a mi vida»….
Lo que me impresionó del relato de mi amigo fue la diferencia entre la actitud de esta prostituta con la de las mujeres, muy semejantes a ella, que no huyeron de Jesús, sino que acudieron a él para encontrar refugio. Mientras peor se sentía la persona consigo misma, era más probable que viera en Jesús un amparo. ¿Ha perdido la iglesia este don? Resulta evidente que los derrotados en la vida, que se agolpaban alrededor de Jesús mientras él vivía en esta tierra, ya no son bienvenidos entre sus seguidores. ¿Qué ha sucedido…?
Mientras más meditaba en esta pregunta, más atraído me sentía a considerar como clave una sola palabra. Todo lo que sigue se desprende de ella.
La «gracia» es una palabra con un tremendo contenido teológico que aún no ha sido estropeada.
Un concepto insertado en nuestra cultura
Soy escritor, y paso el día entero torneando palabras. Juego con ellas, estoy atento a sus matices, penetro en ellas y trato de llenarlas con mis pensamientos. He descubierto que con los años las palabras tienden a echarse a perder, tal como la carne, se descomponen. Su significado se va pudriendo. Pensemos por ejemplo en la palabra «caridad». Cuando los traductores de las primeras versiones vernáculas de la Biblia tuvieron que elegir una palabra que expresara la forma más alta del amor, optaron por «caridad». En cambio, hoy en día, oímos decir, con desprecio: «¡No necesito de su caridad!»
Tal vez yo insista en regresar a la gracia porque es una palabra con un tremendo contenido teológico que aún no ha sido estropeada. La llamo «la última de las grandes palabras», porque todos sus usos actuales que he logrado hallar retienen algo de la gloria del original. Al igual que un gigantesco manto acuífero, esta palabra se halla subyacente en nuestra orgullosa civilización, para recordarnos que las cosas buenas no proceden de nuestros propios esfuerzos, sino de la gracia de Dios. Aun ahora, y a pesar de nuestra desviación secular, nuestras raíces se siguen extendiendo en busca de la gracia. Vea las formas en que usamos esta palabra.
Muchas personas «dan gracias» antes de las comidas, reconociendo que el pan diario es un don de Dios. Estamos agradecidos ante la bondad de alguien, las buenas noticias son gratificantes, nos congratulan cuando triunfamos y ejercemos nuestras gracias sociales cuando recibimos como huéspedes a nuestros amigos. Cuando nos agrada la forma en que alguien nos ha servido, le dejamos una gratificación. En cada uno de estos usos puedo captar una sensación de deleite en algo que no ha sido merecido.
El compositor musical le añade a la partitura notas de gracia. Aunque no sean esenciales para la melodía —son gratuitas— esas notas añaden una floritura cuya ausencia se dejaría sentir. Cuando intento interpretar al piano una sonata de Bethoven o de Schubert, primero la toco completa unas cuantas veces sin las notas de gracia. Se escucha la sonata, pero el sonido llega a ser notoriamente diferentes cuando le añado las notas de gracia, las cuales sazonan la pieza musical como especies deliciosas.
Algunos usos en Inglaterra manifiestan con claridad la fuente teológica de la palabra. Los súbditos británicos se dirigen a los miembros de la familia real con el título de «Vuestra gracia». Los estudiantes de Oxford y de Cambridge pueden «recibir una gracia» que los exima de ciertas exigencias académicas.
Como una estrella agonizante, la gracia se disipa en una explosión final de pálida luz, y es tragada después por el oscuro agujero de la «falta de gracia».
El Parlamento declara un «acto de gracia» cuando indulta a un delincuente. También las casas editoras de Nueva York insinúan el significado teológico con su norma de gratificar. Si yo me suscribo a doce números de una revista, es posible que reciba unos cuantos ejemplares extra, aun después de que se haya vencido mi suscripción. Me envían estos «números de gratificación» (gratuitos) para tentarme a renovar mi suscripción. De igual forma, las tarjetas de crédito, las agencias de alquiler de automóviles y las compañías hipotecarias les conceden a sus clientes un «período de gracia».
Además profundizo en el significado de una palabra por sus antónimos. Los periódicos hablan de que el comunismo ha «caído de la gracia», expresión que se ha aplicado de manera similar a Jimmy Swaggart y Richard Nixon. Insultamos a una persona cuando le señalamos su carencia de gracia: «¡Ingrato!» —exclamamos, o peor aún: «¡Eres una desgracia!» Y para la persona que consideramos realmente despreciable: «no hay gracia que te salve». Entre los usos de esta palabra radical, gracia, mi favorito es el que proviene de la frase latina persona non grata: la persona que ofende al gobierno con algún acto de traición es proclamada oficialmente «persona carente de gracia».
Un concepto que escasea
Los numerosos usos de la palabra gracia en los idiomas modernos me convencen de que, ciertamente, se trata de algo asombroso; en verdad, la última de las grandes palabras. Contiene la esencia del evangelio, de la misma forma que una gota de agua puede contener la imagen del sol. La sed de gracia que el mundo padece se manifiesta en formas que ni siquiera reconocemos. No es de maravillarse que el himno «Sublime gracia» se abriera paso en la lista de los diez himnos más populares, doscientos años después de haber sido compuesto. Para una sociedad que, al parecer, va a la deriva, no conozco palabras mejores que estas en las cuales pueda anclar la fe.
No obstante, al igual que las notas de gracia en la música, el estado de la gracia se manifiesta efímero. El muro de Berlín cae en una noche de euforia; los surafricanos de raza negra forman largas y exuberantes filas para votar por primera vez; Yitzkah Rabín y Yasser Arafat se dan la mano en el Jardín de las Rosas; por un instante, desciende la gracia. Y entonces, Europa oriental se entrega malhumorado a la larga tarea de la reconstrucción, Sudáfrica trata de encontrar los medios posibles para llevar adelante una nación, Arafat esquiva las balas, y una de ellas abate a Rabín. Como una estrella agonizante, la gracia se disipa en una explosión final de pálida luz, y es tragada después por el oscuro agujero de la «falta de gracia».
«Las grandes revoluciones cristianas —señalaba H. Richard Niebuhr— no se gestan por el descubrimiento de algo. Estallan cuando alguien toma en sentido radical algo que siempre había estado presente». Es extraño, pero a veces encuentro escasez de gracia dentro de la iglesia, una comunidad creada para proclamar, en palabras de Pablo, «el evangelio de la gracia de Dios».
Leemos, escuchamos y creemos una buena teología sobre la gracia. Sin embargo, no vivimos así.
El escritor Stephen Brown observa que un veterinario puede conocer mucho sobre un desconocido con sólo observar a su perro. ¿Qué logra saber el mundo acerca de Dios cuando nos observa a nosotros, sus seguidores? Indague sobre las raíces de la palabra gracia o xaris en griego, y encontrará el verbo que significa «me regocijo, estoy contento». Sé por experiencia que el gozo y la alegría no son las primeras imágenes que a las personas les vienen a la mente cuando se les habla de la iglesia. Piensan en gente que se cree espiritualmente superior. Conciben las iglesias como lugares a los que pueden ir sólo después de haber enderezado el rumbo de su vida; no antes. Piensan en la moral; no en la gracia. «¡Una iglesia? —protestó aquella prostituta—. ¿Para qué habría de ir allí? Ya siento suficiente asco de mí misma. No necesito que ellos añadan aún mayor condenación a mi vida».
Una asignatura pendiente
Estas actitudes proceden en cierta medida de un concepto erróneo o prejuicioso por parte de los de afuera. Yo he visitado lugares donde reparten comida y ofrecen refugios a personas indigentes, hospicios, y ministerios para los privados de libertad manejados por voluntarios cristianos generosos, movidos por la gracia.
Con todo, el comentario de aquella prostituta resultaba incómodo, porque había identificado un punto débil en la iglesia. Algunos de nosotros parecemos tan ansiosos por evitar el infierno, que nos olvidamos de celebrar nuestro camino hacia el cielo. Otros, preocupados con toda razón por las cuestiones de una «guerra cultural» moderna, descuidan la misión de la Iglesia como refugio de gracia en este mundo carente de ella.
«La gracia está en todas partes» —afirma el sacerdote mientras agoniza, en la novela Diario de un cura rural, de Georges Bernanos. Sí, pero con cuánta facilidad pasamos junto a ella, sordos a su melodía.
Yo estudié en una universidad bíblica. Años más tarde, sentado en un avión junto al presidente de esa institución, él me pidió que evaluara mis estudios: «Unos buenos; otros malos» —le contesté.
«Allí conocí muchos hombres y mujeres de Dios. De hecho, allí me encontré con Dios mismo. ¿Cómo puedo valorar algo así? Sin embargo, más tarde me di cuenta de que en cuatro años, no había aprendido casi nada acerca de la gracia. Tal vez sea esta la palabra más importante de la Biblia; es el corazón del evangelio. ¿Cómo es posible que la haya pasado por alto?»
Más adelante, relaté nuestra conversación en una charla que dicté en esa institución y, al hacerlo, ofendí a los profesores. Hasta hubo alguien que sugirió que no me volvieran a invitar a hablar. Un alma bondadosa me escribió para preguntarme si no debía haber expresado lo mismo de otra forma. ¿No debía haber dicho que cuando era estudiante carecía de los receptores personales necesarios para captar la gracia que me rodeaba por completo? Puesto que aprecio y respeto a este hombre, reflexioné profundamente y por largo tiempo en su pregunta. Sin embargo, al final llegué a la conclusión de que había experimentado tanta falta de gracia entre la gente de aquella escuela bíblica, como en cualquier otro lugar donde había estado en mi vida.
El consejero David Seamands resume de esta forma su carrera:
Hace muchos años que llegué a la conclusión de que las dos causas principales en la mayoría de los problemas entre los cristianos evangélicos son estas: no saber comprender, recibir y vivir la gracia y el perdón incondicionales de Dios, y no saber comunicar ese amor, perdón y gracia incondicionales a otras personas … leemos, escuchamos y creemos una buena teología sobre la gracia. Sin embargo, no vivimos así. La buena noticia del evangelio de la gracia no ha penetrado hasta el nivel de nuestras emociones.
«El mundo puede hacer casi todo tan bien como la iglesia, o mejor —comenta Gordon MacDonald—. No hace falta ser cristiano para construir casas, alimentar a los hambrientos o sanar enfermos. Solo quedan algunas cosas que el mundo no puede hacer. No puede ofrecer gracia». MacDonald ha sabido señalar la contribución más importante de la Iglesia ¿A qué otro lugar podría acudir el mundo para hallar gracia?
El novelista italiano Ignazio Silone escribió sobre un revolucionario perseguido por la policía. Para esconderlo, sus camaradas lo disfrazaron de sacerdote y lo enviaron a una aldea remota al pie de los Alpes. Se regó la voz de la llegada de un clérigo, y pronto apareció junto a su puerta una larga fila de campesinos, llenos de relatos sobre sus pecados y su quebrantada vida. El «sacerdote» protestó y trató de alejarlos, pero no lo consiguió. No tuvo más remedio que sentarse a escuchar las historias de aquella gente hambrienta de gracia.
En resumen, prefiero más comunicar la gracia, que explicarla.
De hecho, me da la impresión de que ésa es la razón por la cual las personas acuden a la iglesia: tienen hambre de la gracia. El libro Growing up fundamentalist (Crecer en el fundamentalismo) habla de una reunión de exalumnos de una academia misionera en Japón. «Con una o dos excepciones, todos nos habíamos apartado de la fe y regresado» —informaba uno de ellos—. Y los que habíamos regresado teníamos un elemento en común: todos habíamos descubierto la gracia».
Cuando miro hacia atrás y veo mi propio peregrinar, repleto de extravíos y callejones sin salida, veo ahora que lo que me llevaba todo el tiempo era la búsqueda de la gracia. Durante un tiempo, rechacé a la iglesia, porque encontré muy poca gracia en ella. Regresé, porque no hallé gracia en ningún otro lugar.
Apenas le he tomado el gusto a la gracia; he dado menos de lo que he recibido, y en ningún sentido soy «experto» en ella. Esas son precisamente las razones que me impulsan a escribir sobre ella. Quiero saber más, comprender más, experimentar más gracia. No me atrevo —y el peligro es muy real— a escribir carente de gracia sobre la gracia misma. Por eso, le pido que acepte ahora mismo que escribo como peregrino, capacitado solamente por mis ansias de gracia.
La gracia no resulta un tema fácil para un escritor. Tomo prestado el comentario de E. B. White acerca del humor: «Se le puede hacer la disección (a la gracia) como a una rana, pero muere mientras lo hacemos, y las entrañas son desalentadoras para todos, con excepción de la mente puramente científica». Acabo de leer en la New Catholic Encyclopedia (Nueva enciclopedia católica) un artículo de trece páginas sobre la gracia, que me ha curado de todo deseo de hacerle la disección y exponer sus entrañas. No quiero que muera. Por esa razón, voy a confiar más en los relatos que en los silogismos.
En resumen, prefiero más comunicar la gracia, que explicarla.

Se tomó del libro Gracia divina versus condena humana, de Phillip Yancey, ©Editorial Vida. Todos los derechos reservados. Se usa con permiso. Publicado en Apuntes Pastorales XXVI-2, edición de enero a marzo de 2009.