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La Vía Apia; Parte III de: El mártir de las catacumbas

La Vía Apia; Parte III de: El mártir de las catacumbas

por Anónimo

¿Cuáles pensamientos pueden generarse cuando visitamos un cementerio? ¿Cuál es la reflexión que surge frente a la tumba de personajes célebres? o ¿frente a la de gente sencilla pero que para nosotros es célebre porque marcó nuestras vidas? Este artículo es el tercero de la serie continuada basada en el libro El mártir de las catacumbas, de autor anónimo. La historia original de esta serie fue publicada hace muchísimos años.


Sepulcros en despliegue de melancolía,


Guardan de los poderosos las cenizas


Que duermen en la Vía Apia.

Marcelo se entregó de lleno, y sin perder un momento, a cumplir la comisión que se le había destinado. Al día siguiente se dedicó a la investigación. Como se trataba de una simple indagación, no se hizo acompañar por ningún soldado. Partiendo del cuartel de los pretorianos, tomó la Vía Apia hacia las afueras de la ciudad.


Una sucesión de tumbas se alineaba a ambos costados de esta vía famosa, cuya magnífica conservación corría a cargo de las cuidadosas familias a quienes pertenecían. A cierta distancia del camino quedaban las casas y las villas, tan apiñadas como en el centro de la ciudad. Mucha distancia aún quedaba por recorrer para llegar a campo abierto.


Finalmente, el caminante llegó a la enorme torre redonda, que se levantaba a unas dos millas de la puerta. Construida con enormes bloques de travertino, había sido ornamentada con la más imponente belleza y sencillez al mismo tiempo. El estilo austero de tan sólida construcción le daba un aire de firme desafío contra los embates del tiempo.


Marcelo se detuvo para contemplar lo que había recorrido. Roma tenía la virtud de ofrecer una vista nueva e interesante a aquel observador que recién la conocía. Lo más notorio aquí era la interminable fila de tumbas. Hasta este punto de reposo inevitable, habían llegado en su marcha triunfal los grandes, los nobles y los valientes de los tiempos pasados, cuyos epitafios competían en hacer públicos sus honores terrenales, en contraste con la incertidumbre de sus perspectivas en los desconocido de una vida, por azar, sin fin. Las artes al servicio de la riqueza habían erigido estos pomposos monumentos, y el afecto piadoso de los siglos los había preservado hasta el momento. Precisamente frente a él estaba el mausoleo sublime de Cecilia Metella. Más allá, las tumbas de Catalino y los Servili. Aún más allá, su mirada se encontró con el lugar de reposo de Escipión, cuya clásica arquitectura clasificaba su contenido con «polvo de sus heroicos moradores».


A su mente acudieron las palabras de Cicerón: «Cuando salís por la puerta Capena, y veis las tumbas de Catalino, de los Escipiones, de los Servili, y de los Metelli, ¿os atrevéis a pensar que los que allí sepultados reposan son infelices?»


Allí estaba el Arco de Druso limitando el ancho de la vía. En uno de los lados estaba la gruta histórica de Egeria, y a corta distancia el lugar elegido una vez por Aníbal para lanzar su jabalina contra las murallas de Roma. Las interminables hileras de tumbas seguían hasta que, a la distancia, terminaban en la monumental pirámide de Gayo Cestio, ofreciendo todo este conjunto el más grande escenario de magnificencia sepulcral que se podía encontrar en toda la tierra.


Por todos lados, la tierra se hallaba cubierta de las moradas del hombre, porque hacía largo tiempo que la ciudad imperial había rebasado sus límites originales, y las casas se habían desparramado a todos lados por el campo que la circundaba, hasta el extremo que el viajero apenas podía distinguir dónde terminaba el campo y comenzaba la ciudad.


Desde la distancia parecía saludar al oído el barullo de la ciudad, el rodar de los numerosos carros, el recorrer multitudinario de tantos pies presurosos. Delante de él se levantaban los monumentos, el blanquísimo lustre del palacio imperial, las innumerables cúpulas y columnas formando torres elevadas, como una ciudad en el aire y, por encima de todo, el excelso Monte Capitolino, en cuya cumbre se eleva el templo de Jove.


Empero, tanto más impresionante que el esplendor del hogar de los vivos era la solemnidad de la ciudad de los muertos.


¡Qué derroche de gloria arquitectónica se desplegaba alrededor de él! Allí se elevaban orgullosos los monumentos de las grandes familias de Roma, el heroísmo, el genio, el valor, el orgullo, la riqueza, todo aquello que el hombre estima o admira, animaban aquí las elocuentes piedras y despertaban la emoción. Aquí estaban las formas visibles de las más altas influencias de la antigua religión pagana. Empero sus efectos sobre el alma nunca correspondieron con el esplendor de sus formas exteriores o la pompa de sus ritos. Los epitafios de los muertos no evidenciaban ni un ápice de fe, sino amor a la vida y sus triunfos; nada de seguridad de una vida inmortal, sino un triste deseo egoísta de los placeres de este mundo.


Tales eran los pensamientos de Marcelo, mientras meditaba sobre el escenario que tenía delante de sí, repitiéndosele insistentemente el recuerdo de las palabras de Cicerón: «¿Os atrevéis a pensar que los que allí sepultados reposan son infelices?»


Siguió pensando ahora, «Estos cristianos, en cuya búsqueda me encuentro, parecen haber aprendido más de lo que yo puedo descubrir en nuestra filosofía. Ellos parecen no solamente haber conquistado el temor a la muerte, sino que han aprendido a morir gozosos. ¿Qué poder secreto tienen ellos que llega a inspirar aún a los más jóvenes y a los más débiles de ellos? ¿Cuál es el significado oculto de sus cantos? Mi religión puede solamente tener esperanza que tal vez no seré infeliz; pero, la de ellos, les lleva a morir con cantos de triunfo y de regocijo».


Pero, ¿qué iba a hacer para poder continuar su búsqueda de los cristianos? Multitud de personas pasaban junto a él, pero él no podía descubrir uno solo capaz de ayudarle. Edificios de variados tamaños, murallas, tumbas y templos lo rodeaban por todas partes, pero él no veía lugar alguno que pudiera conducirle a las catacumbas. Se hallaba completamente perdido y sin saber qué hacer.


Entró por una calle caminando lentamente, tratando de hacer un escrutinio cuidadoso de cada persona a quien encontraba, y examinando minuciosamente cada edificio. Con todo, no obtuvo el menor resultado, salvo el haber descubierto que la apariencia exterior de cuanto le rodeaba no mostraba señales que se relacionasen con moradas subterráneas. El día pasó, y empezó a hacerse tarde; Marcelo recordó que le habían dicho que había muchas entradas a las catacumbas, y fue así que continuó su búsqueda, esperando hallar un derrotero antes de la caída del día.


Al fin fue compensada su búsqueda. Había caminado en todas direcciones, a veces recorriendo sus propias pisadas y volviendo de nuevo al mismo punto de partida para orientarse de nuevo. Las sombras crepusculares se acercaban y el sol se aproximaba a su ocaso. En estas circunstancias su ojo avizor fue atraído hacia un hombre que, en dirección opuesta, caminaba seguido de un pequeñuelo. La vestimenta del hombre era de burda confección y además manchada de arena, barro y arcilla. Su aspecto era enjuto y su pálido rostro evidenciaban que era alguien que había estado largo tiempo en prisiones. Toda su apariencia exterior atrajo la atenta mirada del joven soldado.


Se acercó a aquel hombre, y no sin antes ponerle la mano sobre el hombro, le dijo:


—Tú eres cavador. Ven conmigo.


Al levantar el hombre la mirada, se dio con un rostro severo. Y la presencia del vestido del oficial le atemorizó. Al instante desapareció, y antes de que Marcelo pudiera dar el primer paso en su persecución, había tomado un camino lateral, y se había perdido de vista.


Pero Marcelo cogió al muchacho.


—Ven conmigo —le dijo.


El pobre niño no pudo hacer más que mirarlo, pero con tal agonía y miedo que Marcelo fue conmovido.


—Tenga misericordia de mí, le pido por mi madre. Si me detiene, ella morirá.


El niño se echó así a sus pies, balbuceando solamente aquello en forma entrecortada.


—No te voy a hacer ningún daño; ven conmigo. —y así lo condujo hacia el espacio abierto apartado del lugar por donde tanta gente estaba circulando. —Ahora que estamos solos —le dijo deteniéndose y mirándolo —dime la verdad. ¿Quién eres tu?


—Me llamo Polio —dijo el niño.


—¿Dónde vives?


—En Roma.


—¿Qué estás haciendo aquí?


—Salí a hacer un mandado.


—¿Quién era ese hombre?


—Un cavador.


—¿Qué estabas haciendo con él?


—Él me estaba llevando un bulto.


—¿Qué contenía el bulto?


—Provisiones.


—¿A quién se lo llevabas?


—A una persona menesterosa por allá.


—¿Dónde vive esa persona?


—Acá cerca, no más.


—Ahora muchacho, dime la verdad. ¿Sabes tú algo sobre las catacumbas?


—He oído hablar de ellas —dijo el niño tranquilamente.


—¿Nunca estuviste dentro de ellas?


—Sí, he estado en alguna de ellas.


—¿Conoces a alguien que vive allí?


—Sí, algunas personas. Los cavadores viven allí.


—¿Tú ibas a las catacumbas con él?


—¿Qué voy a ir a hacer allí a esta hora? —dijo el niño inocentemente.


—Eso precisamente es lo que quiero saber. ¿Ibas para allá?


—¿Cómo me voy a atrever a ir allá, cuando es prohibido por la ley?


Marcelo dijo abruptamente:


—Ya es de noche. Vamos al servicio nocturno en aquel templo.


El menor vaciló, y luego dijo:


—Tengo prisa.


—Pero en este momento tú eres mi prisionero. Yo nunca dejo de ir a adorar a mis dioses. Tú tienes que venir conmigo y ayudarme en mis servicios devocionales.


A lo que el niño contestó francamente:


—Yo no puedo.


—¿Por qué no puedes?


—Pues soy cristiano.


—Yo lo sabía. Y tienes amigos en las catacumbas, y vas para allá ahora. Ellos son la gente menesterosa a quienes les estás llevando esas provisiones, y el mandato que dices es en beneficio de ellos.


El niño inclinó la cabeza y guardó silencio.


—Quiero que me lleves ahora mismo a la entrada de las catacumbas.


—Oh, veo que usted es un oficial generoso, ¡tenga misericordia de mí! No me pida tal cosa, porque no puedo hacerlo. Jamás voy a traicionar a mis amigos.


—Tú no vas a traicionarlos. No quiere decir nada que me muestres una entrada entre las muchas que conducen allá abajo. ¿Crees que los guardias no las conocen a cada una?


El muchacho reflexionó por un momento, y finalmente manifestó su asentimiento.


Marcelo lo tomó de la mano y se entregó para que lo condujese. El niño volteó hacia la derecha de la Vía Apia, y después de recorrer una corta distancia, llegó a una casa inhabitada. Entró en ella y bajó al sótano. Allí había una puerta que aparentemente daba a un sencillo depósito. El niño señaló ese lugar y se detuvo.


—Deseo bajar allí —dijo Marcelo firmemente.


—¿Seguro que no se atrevería a bajar allí solo?


—Dicen que los cristianos no comenten delitos. ¿De qué habría de temer? Sigamos.


—No tengo antorchas.


—Pero yo tengo. Vine preparado. Vamos.


—No puedo seguir más.


—¿Te niegas?


El muchacho replicó:


—Debo negarme. Mis amigos y mis parientes se hallan allá abajo. Antes que conducirle allá, donde están ellos, moriría cien veces.


—Tú eres muy osado. Pero no sabes lo que es la muerte.


—¿Qué no lo sé? ¿Qué cristiano hay que tema a la muerte? Yo he visto a muchos de mis amigos morir en agonía, y aun he ayudado a sepultarlos. No lo conduciré allá. Lléveme a la prisión.


El niño dio media vuelta.


—Pero si yo te llevo, ¿qué pensarán tus amigos? ¿Tienes madre?


El niño inclinó su cabeza y se echó a llorar amargamente. La mención de aquel nombre querido lo había vencido.


—Ya veo que tienes madre y que la amas. Llévame abajo y la volverás a ver.


—Jamás les traicionaré, ya le he dicho. Antes moriré. Haga conmigo lo que quiera usted.


—Si yo tuviera malas intenciones ¿crees tú que bajaría sin hacerme acompañar por soldados? —dijo Marcelo.


—Pero, ¿qué puede querer un soldado, o un pretoriano, con los perseguidos cristianos, sino destruirlos?


—Muchacho, yo no tengo malas intenciones. Si tú me guías abajo, te juro que no haré nada contra tus amigos. Cuando esté abajo, yo seré un prisionero, y ellos pueden hacer conmigo lo que quieran.


—¿Me jura usted que no los traicionará?


—Yo juro por la vida del Cesar, y por los dioses inmortales, —dijo Marcelo solemnemente.


—Vamos, entonces —dijo el niño—. No necesitamos antorchas. Sígame cuidadosamente.


Y el menor penetró por la estrechísima puerta.


(Continúa en la Parte IV: Las catacumbas)

© Editorial Portavoz, 1986. Usado con permiso. Tomado del libro: El mártir de las Catacumbas de autor anónimo.

Los Temas de la Vida Cristiana, volumen III, número 4. Todos los derechos reservados.



El libro fue reimpreso en varias ocasiones, después de ser publicado por Editorial Portavoz en 1986, fue concedido a Desarrollo Cristiano Internacional. Si usted desea la historia completa puede adquirir el libro mencionado en su librería cristiana o buscar los capítulos siguientes en este sitio.

Otros títulos de la serie continuada:


Parte uno: El Coliseo


Parte dos: El campamento pretoriano


Parte tres: La Vía Apia


Parte cuatro: Las catacumbas


Parte cinco: El secreto de los cristianos


Parte seis: La gran nube de testigos


Parte siete: La confesión de fe


Parte ocho: La vida en las catacumbas


Parte nueve: La persecución


Parte diez: La captura


Parte once: La ofrenda


Parte doce: El juicio de Polio


Parte trece: La muerte de Polio