La Visión
Posiblemente, después o junto con “el llamado”, sea “la visión” la expresión más escuchada con referencia a lo que los enviados y los que envían deberían tener bien claro.
Aunque no resulte fácil distinguir una perspectiva completa y detallada de toda la obra, nuestro espíritu como que reconoce hacia el horizonte,
las pinceladas divinas que dibujan el panorama de lo que Él quiere de nosotros y hacia dónde nos lleva.
Se usa el término “visión”, porque es obvio que no alcanza con el mayor conocimiento producto de la información recibida y asimilada.
Existe una percepción espiritual que no necesariamente se halla en cuantos sean expertos eruditos en temas como eclesiología y misionología. Indudablemente que a mayor conocimiento más son las
herramientas que el Espíritu de Dios podrá usar para clarificar la visión;
pero si ésta no viene de Dios, el cúmulo de información que hoy día nos
es accesible, para muy poco cuenta.
La visión de la que ahora hablamos, no supone esfuerzo intelectual alguno, sino que muchas veces se trata simplemente de captar el pensamiento de Dios, aunque parezca locura a nuestro propios ojos.
Así que, por un lado, esta visión no proviene de la elucubración mental,
pero tampoco necesariamente se presenta como un fenómeno místico;
aunque no podemos soslayar antecedentes neotestamentarios como los de
Cornelio, Pedro (Hch. 10:3, 10, 17), Pablo (Hch. 16:9; 18:9) y Juan
(Ap. 1:9-12).
El cómo es que Dios nos llama y muestra la visión de su propósito en
nuestra vida, es otra faceta del divino y supremo artista que no calca sus
obras anteriores, sino que se especializa en su constante originalidad.
Así como no todos los oídos son sensibles y educados para captar la belleza expresiva de la música, ni todos los ojos podrán de veras admirar los cuadros de los más famosos pintores, así también es necesario que nuestros oídos estén afinados y en sintonía con el Dios que hoy todavía nos habla por el Hijo, y que el colirio divino sobre los ojos nos haga tan diáfana la vista como para percibir la gama de luces y colores con los que el Señor nos revela el camino, la obra y la meta a la que nos llama.
Parecería que más que darnos un mapa detallado y una fotografía de lo
que vamos a estar haciendo en nuestro punto de destino, la visión de Dios frecuentemente alimenta y se retroalimenta de nuestra fe, de modo que muchas veces, paso a paso, y de fe en fe, seguimos al Señor, “como viendo al Invisible”. Más importante que la claridad de la visión, es el
hecho de que realmente provenga de Dios y no de nuestra imaginación.
La fantasía puede producir imágenes que no tienen su origen en Dios ni
son reflejadas en nuestra mente por su Santo Espíritu.
Solamente cuando Dios nos abre los ojos podemos percibir aquella visión celestial a la que no podríamos resistirnos ni rebelarnos. Ya
sea que estemos orando, alabándole, leyendo su Palabra, escuchando
la predicación o meditando en lecturas edificantes, y de cualquier otra
forma, de repente es descorrido el velo y entonces vemos lo que nunca
antes habíamos visto. Esto no es producto del raciocinio ni del cálculo.
Algo en lo profundo de nuestro espíritu es impresionado de una forma
fuerte y especial; no lo hemos buscado, pero nos ha sobrevenido. Sea
en el sueño o durante la vigilia, con ángel o sin ángel, la visión nos toma
y como que bulle y resplandece en nuestro ser interior convenciéndonos
que es efectivamente de Dios.
El que muchos santos hayan testificado de este especial obrar de Dios en sus vidas, también marca una tendencia a que esto sea cada vez más
general y corriente, al grado que nadie pueda quedar sin su “llamado” y
su “visión”. De esta manera, lo que originalmente responde a los tratos
de Dios con sus siervos, pasa a ser moneda común de cuantos aspiran al
ministerio pastoral o misionero.
Cuando el “llamado” y la “visión” proceden de Dios, generalmente hay
confirmación de ello. Recordamos que Samuel fue llamado por su nombre
en cuatro oportunidades, y que la visión que tuvo Pedro de un gran lienzo que descendía del cielo le fue mostrada tres veces.
A fin de que estemos alertas y seamos cuidadosos a este respecto, nos convendrá repasar Jeremías 23:16-40, no sea que incurramos en hablar “visión de su propio corazón”, o “visión vana” como Ezequiel la llama.
De manera similar a como vimos en otro lugar respecto al “llamado”, presentado como un documento de acreditación que no puede ser recusado, así muchas veces se invoca la “visión” que se tiene o se ha
recibido, esperando que toda boca se cierre y toda lengua enmudezca: si alguien dice que ha recibido la visión de Dios para hacer esto o aquello de tal o cual manera, “¿quiénes somos nosotros para osar cuestionarla?”.
Que en muchos casos el llamado y la visión de veras procedan de Dios, no significa que lo sea en todos. La autenticidad de unos no se hace
extensiva legitimando los demás casos en que “llamado” y “visión” son presentados para acreditar determinadas posiciones en la Obra.
Por otro lado, el fracaso ante tantos “visionarios” tampoco debería
hacernos demasiado circunspectos ante cualquier caso que se nos
presente, sino discernir con la ayuda de Dios lo que ya fue atado o
desatado en el cielo, para aquí en la tierra hacer otro tanto. Cualquier
dificultad con este discernimiento, tampoco puede ser resuelta según el
humor que se tenga, aprobando o reprobando, sólo para no gastar más
tiempo en ello. Es bueno aprender a esperar en Dios.
Quizá pueda decirse que el secreto de toda visión auténtica es cuando
vemos las huellas del Señor que nos precede en el camino. Pero nunca
deberíamos acometer una empresa nada más que por verla tan promisoria imaginamos que el Señor finalmente se involucrará en ella.
Ricardo Estévez Carmona Noviembre 23 de 2001