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Llevar una vida secreta

Llevar una vida secreta

por Gordon MacDonald

El deseo de mostrarse bien ante los demás puede condenarnos a vivir en la más dura soledad.

Cuando se encuentre en un estado de ánimo reflexivo, lo invito a que vea la película protagonizada por Robert De Niro, Todos están bien. Quizás salga de la sala, noventa minutos más tarde, como me pasó a mí, con un profundo sentimiento de angustia. Yo sentí el deseo de hablar sobre algunas cuestiones que mantuve guardadas en el alma durante mucho tiempo.

 

Todos están bien

De Niro interpreta a Frank, un viejo solitario y enfermo, que ha enviudado hace poco. En la primera escena lo vemos en el supermercado, en donde, sin escatimar gastos, carga su carrito de compras con alimentos, vinos, una parrilla nueva y otros productos esenciales. Espera, para el próximo fin de semana, la visita de sus cuatro hijos adultos, que viven en distintas partes del país. Cuando las personas le preguntan a Frank cómo está su familia, que pronto llegará a visitarlo, él siempre responde: «Todos están bien».

 

Uno o dos días antes de que esta familia, que «está bien», debería llegar, la contestadora del teléfono recibe algunos mensajes desalentadores: a ninguno de sus hijos e hijas les es posible llegar. Las razones suenan convincentes. Pero si realmente prestamos atención, nos damos cuenta de que algo no anda bien. Ya hemos escuchado este tipo de excusas en otras ocasiones, y empezamos a sentir que la «verdad» es que en realidad ningún miembro de la familia quiere visitarnos. Para cada uno de ellos, llegar a casa podría significar una experiencia tóxica.

 

Frank, sin embargo, que había vivido en un mundo de fantasía con respecto a la clase de padre y esposo que pensó haber sido en el pasado, no se percata del significado escondido de cada uno de los mensajes telefónicos. Por lo tanto, se le ocurre una gran idea: si nadie puede llegar a visitarlo, él los sorprenderá visitándolos a ellos. Lo que Frank aprende en cada una de esas visitas acerca de sí mismo y de su propia familia se convierte en la parte más intrigante de la película, que no voy a contársela para no arruinarle la historia.

 

Hasta aquí llegaré. Sin embargo, como seguramente ya habrá adivinado: En la familia de Frank, no todos están bien. Se han acumulado muchos secretos de familia. Hasta que no salgan a la luz y sean confrontados, esta familia seguirá en graves problemas.

 

La esclavitud de las apariencias

Salí de la sala con el deseo de encontrar un rincón para llorar, porque la película me recordó que crecí en un mundo parecido al de Frank: tanto en mi familia como en la iglesia. En mi infancia, las apariencias eran lo importante (doctrina correcta, respuestas correctas, comportamiento correcto), y lo que escondían las apariencias debía mantenerse en ese mismo lugar: sin exposición y sin explicación.

 

Viví al menos tres vidas paralelas durante mi infancia; Adaptarme a cada rol implicaba un desafío diario que requería astucia y falsedad.

 

Mi primer vida la desarrollaba en la iglesia, de la cual mi padre era el pastor. Esta vida me dio la popularidad por la que muchos me envidiaban. Todos me conocían y me aceptaban en la iglesia, porque era el hijo de un excelente predicador y de una mujer hermosa, brillante y con aptitudes musicales.

 

«Qué suerte la tuya de tener unos padres tan maravillosos» —me aseguraban todos. «Quizás, cuando crezcas, seas igual que ellos».

 

Mi segunda vida la pasaba en la escuela pública. Allí mis calificaciones eran bajas (muy bajas) y los maestros expresaban gran preocupación porque no era un niño «aplicado» y por mi falta de concentración. «Gordon es inteligente, pero muy disperso», protestaban. Mis compañeros me rechazaban por ser el chico al que no se le permitían ver películas, ir a fiestas o a bailes «por su religión». Esa transisión, la de la mañana del lunes, en la que pasaba de ser una celebridad en la iglesia a que me vieran como un tonto en la escuela, era difícil de sobrellevar.

 

Mi tercer vida la experimentaba en «casa». Aquí mis padres, aunque querían vivir otra realidad, con suma frecuencia discutían con amargura y destruían mutuamente sus aspiraciones de convertirse en seres humanos saludables. Nunca consiguieron entenderse entre sí, ni tampoco sabían cómo tratarse con dignidad y afecto.

 

Muchas veces, cuando la familia había atravesado uno de estos habituales tsunamis relacionales mi padre salía de casa, dando un portazo. En esos momentos mi madre me encargaba: «Nunca le cuentes esto a nadie. Este es nuestro secreto familiar. Si la gente se enterara de esto», argumentaba, «le destruiría el ministerio a tu padre». Sintiéndome, de alguna manera, responsable por el ministerio de mi padre, adquirí una gran habilidad para guardar secretos.

 

Nuestra familia sobrevivió durante mucho tiempo tratando de demostrar, cuando era necesario, que todos estábamos bien. Solo unos pocos tenían suficiente cercanía con nuestra intimidad como para darse cuenta de la realidad: que ninguno en mi familia estaba bien. De distintas maneras, cada uno de nosotros estaba un poco más triste cada año.

 

Varios años más tarde, justo antes de que mi madre muriera, ella se refirió a ese tiempo pasado de la siguiente manera: «Simplemente no había manera de encontrar ayuda para entender por qué cada uno de nosotros cometíamos constantes errores y nos lastimábamos tanto. ¿A quién podíamos pedirle consejos? ¿Qué hubiera ocurrido con nuestro ministerio si se hubiera descubierto la verdad?» Mi madre murió con el corazón destrozado, con la necesidad de que alguien la escuchara para recibir el perdón, convencida de que había sido un fracaso como madre y como esposa… y, probablemente, también como cristiana.

 

Mi propia redención de esa «vida secreta» comenzó cuando ingresé a un colegio como interno y recibí la influencia de valiosos hombres y mujeres que mantenían relaciones saludables y vivían con gran fe. La redención continuó dentro de mi matrimonio con una mujer extraordinaria, Gail, con quien he compartido, hasta ahora, más de cincuenta años de mi vida. Aprendí de ella que no importaba cuánto me esforzaba por manejar las apariencias, nunca alcanzaría para que yo estuviera realmente «bien». La realidad es que por naturaleza «no estoy bien». El verdadero «bienestar» llega poco a poco y alcanza su climax en el tiempo que solo Dios conoce.

 

Comunidades ficticias

Una segunda razón, al ver la película de Robert De Niro, me produjo deseos de llorar. Tuve la sensación de que Todos están bien no solo me recordó las experiencias familiares de mi infancia, sino que también habló de algunas (no de todas) de las experiencias que he concido en iglesias.

 

Mientras observaba cómo se manejaba la familia fragmentada de Frank, recordé varias iglesias en las que las personas eran amables, bien educadas y serviciales. Sin embargo, con cierta regularidad, uno descubre que, debajo de esa apariencia de compostura religiosa, esta o aquella persona sufre terriblemente: despidos, divorcios, fracasos personales, dudas, adicciones, problemas de identidad sexual… La lista es larga. Pero nadie habla: ni la persona afectada ni los que saben que sufren este tipo de problemas. ¿Por qué? Porque eso pondría en peligro la fantasía de que todos están bien. Este tipo de cultura de iglesia parte de la idea de que se supone que todos están bien hasta que demuestren lo contrario.

 

No ocurre lo mismo en las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Mi amigo, que concurre a diario a estas reuniones, me da testimonio de esta verdad. En el grupo con el que él se reúne, el mensaje es claro desde el primer momento: ninguno de los presentes en esta sala está bien. De hecho, mi amigo es muy contundente cuando le pregunto si alguna vez le incomoda sentarse entre prostitutas o personas desamparadas. «No entiendes. Allí no hay prostitutas, ni personas desamparadas, ni hombres de negocios; todos somos alcohólicos que nos ayudamos unos a otros para lograr sobrevivir un día más». Pensemos en esta frase en términos cristianos.

 

Si la visión de mi amigo hubiera sido asimilada por mi familia cuando yo era niño, muchas situaciones hubieran cambiado. No habrían sido necesarios miles de lamentos. Y sospecho que esta percepción podría cambiar a muchas iglesias. Solo haría falta que unos pocos se atrevieran a confesar «no estamos… yo no estoy… bien» y una sencilla, pero resplandeciente, gracia de parte de nuestro Señor Jesús comenzaría a tomar el control.

 

Por cierto, en caso de que alguien quiera saber cómo estoy hoy: «estoy bien» (lo digo con una sonrisa).

 

Preguntas para estudiar el texto en grupo

 

1.     Según la experiencia del autor, ¿qué motivó en realidad a contruir una vida secreta en su vida familiar?

2.     ¿Qué aspectos de la carne se requieren desarrollar cuando se toma la decisión de construir una vida secreta?, ¿cuáles son las secuelas en nuestro carácter?

3.     ¿Cuáles fueron los factores que ayudaron al autor a escapar de esa vida secreta?

4.     Defina lo que es llevar una vida secreta.

5.     ¿Cuál sería una menera sana y constructiva de derribar la vida secreta en la familia y en la iglesia?

6.     ¿Qué mecanismos recomienda para construir una familia e iglesia sin vida secreta?

Gordon MacDonald es escritor la revista Leadership Journal y vive en New Hampshire.

Se tomó de LeadershipJournal.net. Se usa con permiso. Todos los derechos reservados © 2009 por el autor o Christianity Today International/Leadership Journal.