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Los amigos también tienen que morir (parte 02)

Los amigos también tienen que morir (parte 02)

Allí Dios les revelará a su propio y único David: al Señor Jesucristo, perfecto en hermosura, feliz remedio para sus males, y único contentamiento para su alma. En ese lugar oscuro podrán ellos comprobar cuán maravillosa es su luz esplendente; en ese lugar inhóspito podrán ellos ver que se puede estar muy bien en su compañía, que, en realidad, no necesitan nada más, que no desean nada más. En ese lugar serán sanados de toda dolencia del alma, y vendados de toda herida de muerte. Sus amarguras serán trocadas en paz; sus rencores darán paso al perdón generoso. Toda tiniebla dejará de ser y la luz irrumpirá, irresistible.
Con Cristo en la cueva de Adulam compartirán la dicha del auxilio oportuno y del exilio feliz. Afuera rugirán los Saúles, con sus armas sofisticadas, y sus ejércitos incontables. Pero ¿qué importa? Aquí adentro está el Dechado de hermosura, que hace bien al corazón, que quita el temor, y da perfecto descanso al alma.

Aquí conocerán el verdadero compañerismo, el amor fraterno que está sólo un punto más bajo que el amor sumo (2ª Pedro 1:7).

Conocerán, además, al verdadero amigo, al que les socorrerá en el día malo, al compañero de milicia, al dulce hermano. Los títulos quedaron allá afuera, aquí somos todos hermanos. Ahora podremos conocer de verdad la familia de Dios, a Dios como nuestro Padre y a Jesús como el Primogénito de ella.

Perfil psicológico de los fracasados

Definir la sicología de un fracasado (o de un quebrantado por Dios) es de lo más difícil. Su semblanza podría parecer la de un loco, o de uno clínicamente desahuciado. Los quebrantados por Dios son gente extraña.

Ellos pudieron haber alcanzado en el pasado algunos títulos, algunas honras humanas, pero hoy no cuentan con nada de eso. Y no es porque, en un acto de humildad, accedan a renunciar a eso con una escondida satisfacción. Más bien, no quieren hablar ni oír hablar de ello. Hasta pueden sentirse avergonzados de haberlos tenido. Todo aquello ha sido pesado en la balanza de Dios, y de ello no ha quedado nada en pie. Lo espantoso de tal certeza llena el alma de una profunda contrición, de un sentimiento de irreparable pérdida, porque saben que, en lo futuro, todo lo que salga de ese cauce llevará el mismo estigma de muerte, ¡que nada de eso servirá de nada, para absolutamente nada!

Ellos tuvieron en el pasado una cierta firmeza de carácter, un repertorio de principios muy claros y definidos, por los cuales podían darlo todo. Hoy ya no están seguros de nada, sino sólo de que Dios es bueno y de que para siempre es su misericordia. Si pueden tener alguna certeza, algún rasgo de firmeza, es totalmente extraña a ellos, algo que saben que no procede de su deleznable corazón.

Ellos, tal vez, amaban el arte, las sutilezas del “espíritu” humano. Ellos creían en las cosas buenas del mundo, en la grandeza de los hombres, en la nobleza de las buenas intenciones. Ellos podían mezclar con la fe todas las innumerables ciencias humanas, podían hacer una perfecta simbiosis de fe y razón. Ellos se sentían orgullosos de tener en sus filas profesionales “cristianos”, artistas “cristianos”, políticos “cristianos”. Les parecía que aquellos cristianos inmersos en el gran mundo podrían reivindicar la fe, y hacer más noble la profesión cristiana. Les parecía que ellos podrían vengarles de tantos ultrajes que los cristianos recibieron en el pasado. Cada concierto, cada intervención pública, cada página de los diarios era una palmada más en la espalda de Cristo, de lo cual hasta él mismo debería sentirse orgulloso.

Estos derrotados por Dios vieron que todo eso no tenía sentido. Que era una pura farsa, una presunción que a Dios no le interesaba en absoluto. Que a Dios no le interesa que su Cristo sea levantado de esa manera. Su Cristo es mucho más, es infinitamente más grande, como para necesitar ser manoseado, exhibido, como imitando la grandeza del mundo.

Los derrotados por Dios no sienten ninguna satisfacción en nada de la tierra, ni aunque aparezca asociado al precioso Nombre.

Antes bien, una sensación de horror y espanto suele embargarlos cuando se le representa tan mal, cuando se le muestra como deseando alguna reivindicación histórica.

Los derrotados por Dios son una gente extraña. Ellos perdieron la fisonomía de un carácter ordinario, contemporizador, amoldado a los cánones de la cosmovisión de turno. Ellos no piensan -no al menos en el sentido de los que aman sus propios pensamientos-, porque sus pensamientos son inseguros, son corruptos, son indignos de confianza.

Ellos vuelven su mente a la Fuente de la inteligencia, de la eterna sabiduría. Saben que sólo en Cristo hay seguridad. Los moldes humanos se han roto. Las estructuras mentales en boga en el mundo (léase Aristóteles y compañía, Kant y compañía, Heidegger y compañía) cayeron, o van cayendo estrepitosamente. ¡Escuchen: Parece el sonido de mil espejos que se quiebran!

Antes gozaron de los razonamientos de la filosofía aristotélica, del racionalismo alemán y del idealismo inglés. Pero ahora ¡lo han perdido todo! Ellos ahora han retrocedido a épocas remotas cuando la gente podía llorar en público ¡sin avergonzarse!. Su debilidad es evidente, y suele causar lástima en quienes los rodean. Ellos, mientras hablan, tiemblan, mojadas las manos – sus rodillas amenazan con doblarse. Son gentes con evidentes síntomas de irracionalidad.

En realidad, tal cuadro no es tan extraño a la luz de las Escrituras. David, el rey de Israel, era permanentemente aquejado de estos mismos males. Al leer sus salmos, vemos su alma desnuda, sus penitencias, temores y fracasos. David era también un fracasado.

Sin embargo, de alguna manera, por alguna extraña razón, él era un hombre que agradaba el corazón de Dios, más aun, era un hombre “conforme a su corazón”. (1 Samuel 13:14). El hecho de que él haya sido un rey, el mejor de todos, el más victorioso, es casi una simple anécdota. Lo que contaba para Dios era su corazón contrito y quebrantado.

Los fracasados saben que Dios hace una doble obra en el corazón de sus hijos. Que destruye y que edifica. Y que en ese trabajo, Dios no se detiene nunca. Aunque duela. Cuando un hombre se ha abierto a la obra de Dios, Dios lo tomará para no soltarlo jamás.

Y aunque cada golpe destructor trae un ¡ay! lastimero, en su lugar va quedando más palpable el dulce carácter de Cristo. Los fracasados lo saben, y tan a gusto lo sufren, que han llegado a amar la mano que los lastima.

Son una extraña gente estos hombres, pero son los únicos que Dios utiliza para su obra. Y son los únicos que estarán dispuestos a perderlo todo en aras de la unidad. Si tú, por casualidad, ves alguno que no lleva estas marcas, tal vez te hayas equivocado de hombre, o bien tendrás que mirar más atentamente, para ver que detrás de esa aparente normalidad -y aun de esa entereza-, hay un yo hermosamente quebradizo, ¡hay un milagro de Dios!

Una visión

Como ya se ha dicho, la unidad -como toda obra de Dios- sólo es posible a partir de una visión. Si hemos visto algo de parte de Dios, podemos adherir a ella. Si hemos visto algo de parte de Dios, podemos ser convencidos por ella.

Ocurrirá algo en la esfera de nuestro espíritu, superior a nuestros razonamientos, que nos llevará a consentir con Dios. Algo sucederá dentro de nosotros inexplicable, tal vez, o al menos, muy difícil de expresar con palabras humanas. Habrá ocurrido un acto de revelación, de descubrimiento. Algo de Dios, alto y sublime se habrá metido en nuestros huesos y arderá por dentro. Algo superlativamente más grande de lo que habíamos conocido hasta entonces nos llenará la mirada, y nos sobrecogerá el alma.

Entonces se acabarán los argumentos, y nuestras pequeños glorias desaparecerán. Nuestros pequeños feudos serán derribados, nuestros grandes planes parecerán irrisorios, y nuestras grandiosas ideas parecerán tan sólo imaginación de niños.

La iglesia no será más vista como una organización, un sistema, sino será vista como Dios la ve: como un Cuerpo. La iglesia es un Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Entender esto tiene profundas y gloriosas implicancias.

Quien ha visto el Cuerpo de Cristo no ve cristianos de primera o de segunda clase. No ve tampoco organizaciones admirables. Ve simplemente hijos de Dios por aquí y por allá diseminados, más o menos alimentados, más o menos despiertos, y que necesitan ser bendecidos, alentados, edificados. Ve la obra de Dios salvando y edificando. No ve reductos humanos creciendo en rivalidad unos con otros. Simplemente, ve hijos de Dios, y procurará alcanzarlos a todos, abrazarlos a todos, servirles a todos.

Ver el Cuerpo de Cristo es ver a todos los hijos de Dios unidos a la Cabeza, recibiendo su vida, y su suministro. Es ver a la iglesia viva, y muchísimo más amplia que la reunión de los hermanos con quienes camina día tras día. Es trascender los límites -todos los límites- para sentir cómo siente el corazón de Dios, y pensar cómo piensa él.

Siendo muy diversa la condición de los hijos de Dios -sea por su grado de crecimiento o por cualquiera otra consideración-, verá que hay una base mucho más sólida que toda diferencia para reunirnos eternamente: el precioso Nombre de Jesús y la autoridad del Espíritu Santo. Luego, observando atentamente esa diversidad de condiciones, podrá comprobar cuáles hijos de Dios le están buscando de verdad, le están amando con todo el corazón, y verá en ellos las marcas de la obra que Dios está haciendo en estos días.

No todos los hijos de Dios permiten que Dios los guíe. Todos tal vez lo pidan, pero muy pocos lo aceptan a la hora de la verdad. Dios tiene serios problemas -por decirlo así- para llegar al corazón de sus hijos. El Espíritu Santo hace denodados esfuerzos para llamar la atención de los cristianos, pero pocas veces éstos le prestan atención.

La unidad no es posible sin ver qué cosa es el Cuerpo de Cristo. Por eso la unidad es una obra de Dios, no del hombre.

Más que acuerdos

Así que, el camino de la unidad es más que un ponerse de acuerdo, porque el mejor de los acuerdos es un hilo tan frágil como una hebra de cáñamo puesta al sol. El camino de la unidad se halla delante del trono de Dios y pocos son los que lo hallan. La diversidad, la disparidad, la atomización, son la triste realidad del pueblo cristiano hoy en el mundo. Y este es el fruto de la diversidad, la disparidad, la atomización de sus pensamientos, opiniones, propuestas, hipótesis y conclusiones.

Sólo en Cristo somos uno. Cristo único y suficiente. Es en el amor de Cristo que somos amasados, en él perdemos las pequeñas y las grandes diferencias. En él nos sumergirnos para que no se levante más lo que antes éramos. En Cristo desaparecemos definitivamente todos, y nos levantamos uno solo, precioso y perfecto.

Por dónde va el camino de la unidad

El camino de la unidad corre al margen de los promotores de unidad, de los vendedores de doctrinas acerca de la unidad, de los grandes líderes del pasado, de los sistemas religiosos -cualquiera sea el nombre, calidad, fundador, énfasis, estructura, extensión, solvencia, o doctrina fundamental.

El camino de la unidad sigue la escondida senda del silencio y de la sencillez de los quebrantados por Dios, de la visión del Cristo glorioso y de su bendito Cuerpo, de los que han apegado su corazón al corazón de Dios para oír su delicado latir.

Quienes aman la unidad no procurarán buscarla en conciliábulos con los hombres, como para lograr algún acuerdo que llene sus expectativas. No se producirá en una mesa de diálogo ni en una reunión de negocios. La unidad se producirá en el trono de Dios, y él tomará la iniciativa, ordenará las circunstancias, nos pondrá a los unos en el camino de los otros, y juntos seremos testigos de una obra que Dios habrá hecho en nuestros corazones.

A lo más, nuestra participación será testimonial. No seremos artífices de la unidad, sino testigos, declaradores de lo que Dios ya ha hecho. Así dadas las cosas, y en ese preciso momento, el Espíritu nos mostrará que nuestros caminos se han unido, que tenemos un mismo norte, una misma esperanza, y que no podemos seguir separados. Llegaremos a sentir la convicción nítida de que separarnos equivaldría a negar todo lo que Dios ha hecho y de lo cual somos responsables.

La unidad del Cuerpo de Cristo es obra de Dios, y él la llevará a cabo paso a paso, sin descansar. A los que amamos al Señor, y amamos la unidad del Cuerpo, lo único que nos resta por hacer es esperar, con el oído atento, con los ojos muy abiertos, para ver las señales que el Señor irá poniendo a nuestro paso, y que nos irán guiando en esta preciosa obra de restauración postrera, para que todos seamos uno, para que todos seamos reunidos y amasados perfectamente en Aquel único digno de ser amado, exaltado y servido: Cristo Jesús, nuestro Señor, bendito por los siglos de los siglos. Amén.

20
Unidos (II)
(Morir para ser uno)
Juan 17:21-23; 11:52

Dos remezones

En Juan 17 hay dos aspectos fundamentales de la obra de Dios que no tienen cumplimiento aún en el pueblo de Dios, pese a que fueron objeto de la oración íntima del Señor:

a) la disociación de los cristianos y el mundo.
b) la unidad de los que son de Cristo.

Tal parece que los procesos han resultado al revés: hay una amalgama de los cristianos con el mundo, y una disociación de los cristianos entre sí.

Por eso, es preciso que volvamos a nuestros fueros. Que la cordura vuelva, al menos en los que aman de verdad su santo Nombre.

La unidad es posible, como se ha dicho, sólo en aquellos que han visto su gloria (Juan 17:22). Cuando ésta se manifiesta, toda boca se cierra (Mateo 17:5).

También es preciso que haya revelación de Dios acerca de la unidad indisoluble entre los que son de Cristo con Él (Yo en ellos), y de la unidad del Padre y el Hijo (Y Tú en mí). La visión de estas dos cosas hará que sean “perfectos en unidad”.

Cuando Cristo está en un hombre, caen todas las demás cosas ante la gloria de su Presencia. Lo que antes nos diferenciaba y separaba, cae (Ef.2:14-16).

¿Qué impedía la unidad entre judíos y gentiles en días de Jacobo? (Hechos 15). Algunos asuntos relacionados con la circuncisión (15:1). Y eso -la circuncisión- no es Cristo, sino parte de un sistema mediante el cual los hombres (los judíos) se acercaban a Dios en el pasado. Cuando se dejó claro que la circuncisión no era un requisito para la justificación, se dio un importante paso hacia la unidad de los cristianos. Cuando comienzan a caer los sistemas en el corazón de los hombres, nos acercamos a la unidad.

¿Cómo y cuándo caerán si ellos están tan arraigados en el corazón? Esto ocurrirá cuando venga un remezón fuerte en el corazón de los cristianos, y en el mundo. Deseamos que vengan algunas experiencias gloriosas -y también algunas dolorosas- que permitan ver que los sistemas son inútiles, que secan el espíritu, y que separados no podemos caminar. Entonces buscaremos la unidad.

Cuando veamos, por otro lado, que el mundo se nos opone más y más; y cuando comprobemos que realmente está bajo el Maligno, que su corrupción desborda todo límite, que nada podemos esperar ya de él, entonces estaremos dispuestos a dejar el mundo, y a amar la comunión con todos los hijos de Dios.

Estos dos terremotos, uno en nuestro corazón y otro en el mundo, nos ayudarán a soltar lo que excede a Cristo (y nos separa), para llenarnos de Cristo y de amor por todos los hijos de Dios.

La Casa ha estado dividida, y una casa dividida no puede permanecer. ¿Será necesario que amenace un enemigo externo para que los díscolos miembros de la familia de Dios olviden sus diferencias y refuercen sus lazos fraternos? Así ocurrió en los países tras la cortina de Hierro hace algunos años, y así ocurre en China hasta nuestros días bajo la represión comunista. Aunque sea una paradoja, allí no hay obstáculos para la unidad. El común peligro externo los ha derribado. ¿Deberá ocurrir una persecución generalizada en Occidente antes que la unidad de los hijos de Dios sea posible?

Morir para que la unidad sea posible

Pero hay otro asunto aun más importante que lo que venimos diciendo.

En Juan 11:52 dice que el Señor Jesús murió no sólo por Israel, “sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.”

Allí, Caifás fue usado por el Señor -por causa de que era sumo sacerdote aquel año- para profetizar la muerte del Señor Jesús, necesaria para la salvación, y también para la unidad de los hijos de Dios.

Respecto de la muerte expiatoria de Cristo, ningún cristiano puede aducir que la ignora. Pero el otro aspecto que le llevó a la muerte -la unidad de los hijos de Dios- no ha sido suficientemente enfatizado. Cristo no sólo oró por la unidad en Juan 17, sino que murió por ella. Debemos ver esto con claridad para poder tomar conciencia de lo que esto significa para Dios.

Respecto de lo primero, podemos afirmar sin lugar a dudas que Jesús no murió en vano, pues por la eficacia de su muerte en la cruz fueron borrados nuestros pecados. Pero respecto de esto otro, ¿qué diremos? ¿qué murió en vano?

Pablo demostró en sus días que la muerte de Cristo había operado eficazmente para derribar la pared que separaba a judíos y gentiles, y producir la unidad. Pablo lo creyó, lo predicó y lo defendió. Pablo tuvo “éxito” en su misión. ¡Qué duda cabe!. Mas no ha sido creído ni defendido de la misma manera por los cristianos de nuestros días. Las paredes divisorias se alzan por doquier y nadie parece incomodarse por ello.

Se hace preciso rescatar del olvido este aspecto de la muerte de Cristo. El murió para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Espiritualmente, eso se cumplió ya, porque los hombres son uno en Cristo delante de Dios. Sin embargo, no estamos viviendo ni disfrutando esa unidad hoy. Ni ella está siendo un testimonio para el mundo (Juan 17:21,23).

Pablo se tomó muy en serio este asunto, y batalló para lograrlo en su generación. Por decirlo así, él murió también por eso. Esto era para él motivo de oprobio (Gálatas 6:12-17), y por ello tuvo que pagar el más alto precio. Pero estuvo dispuesto a pagarlo.

Es preciso, pues, que en nuestro días los hijos de Dios que han visto algo en su secreto, amen la unidad, la propicien y la defiendan, no sólo por lo que la unidad es en sí, sino, sobre todo, porque Cristo murió por ella.

Aunque para alcanzarla, sea preciso que ellos mueran también.

El problema de Pablo

Gran parte de las persecuciones que Pablo sufrió en sus días se debió a que él predicó la unidad de los creyentes en torno a Cristo, al margen de la ley. Por supuesto, los judíos (que tenían mucho que perder) lo atacaron, en tanto los gentiles se gozaban. (ver Efesios 2:14-22; Gálatas 6:12-17).

Nosotros no tenemos el mismo problema que tenía Pablo en sus días, como tampoco Pablo tuvo el problema que tenemos nosotros hoy. Hoy los judíos no son un problema para nosotros, como tampoco los muchos sistemas cristianos eran un problema para Pablo.

Este es nuestro problema hoy: la cristiandad está dividida. Hay casi tantas divisiones como arena en el mar. Primeramente, hay dos grandes corrientes. Estas son muy fuertes, están muy bien definidas desde los días de la Reforma. Pero esas dos grandes corrientes están también divididas en sí mismas. Hay multitud de bandos, multitud de paredes que las separan, de manera que la división ha venido a ser algo normal.

La división de la Iglesia universal no es tan dolorosa, sin embargo, como la división de la iglesia local, en casi cada ciudad y aldea en el mundo. Allí los cristianos, que se ven casi todos los días, han aprendido a ignorarse y aun a aborrecerse unos a otros.

¿Cómo recuperaremos la unidad del principio?

La unidad producida por un fuerte liderazgo (como ocurre en una de las principales corrientes cristianas) no es real, no es espiritual.

Entre los que aman al Señor ese tipo de unidad no podría prosperar. La unidad entre los que aman al Señor sólo la puede producir el Espíritu Santo, al llevarnos a la visión de la gloria de Cristo (Juan 17:22).

El camino de la unidad tiene otra dirección.

¿Cómo habríamos enfrentado nosotros el problema de Pablo? ¿Cómo hubiera enfrentado Pablo el problema nuestro? Pablo no derribó el judaísmo. Pero multitud de iglesias fueron levantadas al margen de él por todo el mundo. Pablo no pudo lograr la unidad dentro del sistema judaico (era demasiado fuerte y estaba demasiado estructurado como para permitirlo), así que tuvo que salir de él para hallarla.

Dentro de los sistemas hoy existentes tampoco hallaremos la unidad, así que debemos salir de ellos. La única forma en que los sistemas pudieran alcanzar alguna forma de unidad es por la vía de los acuerdos, para formar un macrosistema. Pero como la iglesia no es un sistema (es un Cuerpo) no puede llegar a la unidad por vía de los acuerdos, ni puede llegar a ser un macrosistema.

La iglesia es espiritual, y sólo el Espíritu de Dios puede lograr la unidad, si es que le dejamos obrar.

Muy posiblemente, la unidad de los sistemas religiosos para formar un macrosistema ocurrirá. Y como los sistemas son instrumentos muy útiles a la política y al poder, este macrosistema será codiciado por los sistemas del mundo, y buscarán establecer alianzas con él, y de hecho lo lograrán. Cuando esto ocurra, el macrosistema cristiano ya no tendrá ninguna fuerza espiritual. Si hasta ahora los muchos sistemas cristianos han podido ejercer alguna influencia espiritual en el mundo, este macrosistema no podrá hacerlo más. Será una sal sin sabor.

En esa encrucijada, los cristianos sinceros que todavía estén allí, se darán cuenta de que la salida es inevitable. Si todavía guardaban alguna esperanza de que era viable, entonces la perderán por completo. Y entonces oirán la voz del Espíritu resonar muy claramente en sus oídos:

– Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré. (2ª Corintios 6:17).

El problema de los líderes

¿Se cumplirá, pues, en nuestros días el segundo de los objetivos por los cuales Cristo murió? ¿Se congregarán en uno los hijos de Dios?

Hay todavía un problema más que debe ser resuelto. Hay un problema con los líderes, porque los más de ellos están ensimismados en su propia obra, y hacen alarde de sus dones.

¿Cómo atacar este problema doble? ¡Sólo Cristo revelado en el corazón y experimentado! ¡Sólo la cruz de Cristo operando en un líder puede sanarlo de su egolatría! ¡Los dones no le sanarán de esta enfermedad! Al contrario, ellos contribuirán a agravarla. Es la cruz y los tratos disciplinarios del Espíritu Santo; es la disciplina del Padre y los tratos del Espíritu Santo los que le pueden sanar.

Normalmente, los llamados a la unidad que hacen los líderes tienen como centro su propia bandera. Quien así hace no logra disimular bajo ese buen discurso un gran afán de liderazgo y hegemonía.

Los que de verdad están en condiciones de colaborar con la unidad son los que se menosprecian a sí mismos; los que consideran a los demás como superiores a sí mismos; los que, en definitiva, están dispuestos a ir a la cruz y permanecer en ella todos los días de su vida.

Los líderes que han sido conducidos por el Señor a ministrar colectivamente tienen una primera oportunidad de vivir -al menos en un esbozo- la unidad del Cuerpo. Sin embargo, éste es sólo el primer paso, porque puede haber todavía un abismo que los separe de otros ministerios colectivos. Para servir colectivamente (y en un mismo espíritu) se precisa una profunda operación de la cruz, pero para servir junto a otros conglomerados de hermanos más allá de mi colectividad es preciso todavía una operación más profunda.

Si Dios, en su gracia, obra en muchos conglomerados cristianos derribando todo aquello que excede a Cristo – mediante los tratos a su alma, y mediante la disciplina, entonces ellos estarán más y más dispuestos a caminar junto a otros cristianos. Entonces los líderes ya no serán un problema.

Entonces, el camino de unidad se abrirá ante nosotros.

21
¿Cómo morir?
(El itinerario de la cruz)

Cuando un cristiano se postra ante el Señor y decide hacer su voluntad, él le guiará por su camino. En este camino hay mucha gloria, pero también está la cruz. Sobre todo, está la cruz.

Como la cruz es una experiencia permanente, conviene al discípulo saber cómo opera y cómo él ha de reaccionar cada vez que ella opere.

Así, pues, el asunto es este: ¿Cuál es la forma correcta de morir? Para saberlo, tenemos que mirar al Señor Jesús. ¿Cómo murió él? ¿Cuál fue el itinerario de su muerte?

Su muerte no sólo fue sustitutiva, sino también el modelo de la muerte de todos sus discípulos. Sus padecimientos vienen a ser también una metáfora de los nuestros; su cruz, lo es de la nuestra.

Revisemos atentamente estos episodios, para que después, cuando los estemos viviendo, no nos extrañemos. Si los vivimos, será porque estaremos yendo en el camino correcto.

Dios te ayudará a sufrir, pero no te ayudará para no morir

Cuando Jesús estaba en Getsemaní (esa terrible “prensa de aceite”) orando intensamente; cuando su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra, se le acercó un ángel del cielo para fortalecerle (Lucas 22:43); sin embargo, ninguno de los ángeles que formaban las incontables legiones celestiales movió un dedo para evitarle la cruz.

Ninguno se movió tampoco después, para impedir que los clavos taladraran sus manos, o la lanza su costado. Ninguno de los ángeles hirió a los soldados romanos encargados de crucificarle. El poder de los cielos estaba como impotente el día de su muerte.

Dios te ayudará a morir, pero no te evitará morir.

Hay un amigo entre los matadores

He aquí algo espantoso: hay un amigo -un íntimo, un familiar- entre los matadores. “Y estaba también con ellos Judas, el que le entregaba” (Juan 19:5). “El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar” (Juan 13:18). Judas no es el enemigo declarado, sino el traidor solapado, de quien no se habría esperado tal cosa: “Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; no se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios” (Salmos 55:12-14).

Lo que hace más dolorosa la muerte es la traición del amigo, es el beso en la cara y, al mismo tiempo, la puñalada por la espalda.

Sin embargo, ¿cómo le recibió el Señor aquella noche en el huerto? ¿Con una mirada furibunda? No, él le dice:

-Amigo, ¿a qué vienes? (Mateo 26:50)

O, como traduce la Versión Moderna:

– Compañero, ¡a lo que has venido …!

Su voz es una exhalación de tristeza por su amigo, tantas veces acogido y bendecido, ahora convertido en traidor.

La puñalada por la espalda no provoca ninguna reprensión: sólo un profundo dolor por el amigo que se ha perdido.

Puedes escapar, pero no quieres

Cuando la compañía de soldados llegó a prender a Jesús, ellos cayeron a tierra con sólo el hablar del Señor. (Juan 18:6). Cuando Pedro cortó la oreja de Malco, él la restauró con solo tocarlo. (Lucas 22:51). Su poder estaba intacto, pero no lo quiso usar para escapar de la cruz. Tenía poder para sanar, pero no para rechazar a sus capturadores.

Sin duda, hubiera podido hacerlo si hubiese querido. Él dijo a Pedro:

– ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? (Mateo 26:53).

Así también será contigo. En el trance previo a tu muerte, tú te das cuenta que podrías escapar, si quisieras. Pero no lo haces. Tienes a la mano alguna argucia, algún escape, pero te lo quedas mirando, y lo dejas ir como si fueras un tonto. Otros, tal vez, te digan que eches mano a él, pero tú sabes que es la hora de morir, así que no lo harás.

No acarreas a otros contigo

Cuando prendieron al Señor, él dijo a los capturadores:

– Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos (Juan 18:8).

La turba buscaba al Señor, así que el Señor rogó por sus discípulos. Los sentimientos humanos buscan la solidaridad de los demás. Uno se sentiría acompañado, alentado, si comparte su dolor con otros. La angustia de la propia muerte se mitigará si hay otros muriendo con él (especialmente si son más culpables que él).

En el mundo se oye decir:

– Si caigo, no voy a caer solo.

Con eso, el que es sorprendido en alguna falta amenaza con arrastrar a otros. Su venganza será ver que otros también llevan el oprobio.

Sin embargo, ¡fue tan diferente con el Señor! Él llevó solo nuestra vergüenza, cargó solo el pecado de todos nosotros. Y pidió que sus discípulos fueran dejados libres.

Cuando nos llega la hora de nuestra muerte -en esta metáfora de la muerte al yo- no debemos acarrear a otros con nosotros. Es a nosotros a quien “buscan”, así que nosotros debemos morir. Los demás tendrán su hora, si es que al Padre le place así. Por ahora, sólo importa que muramos nosotros, y que muramos de la manera correcta.

La muerte es la copa del Padre

En la vida de todo cristiano que desea servir al Señor llegará el día en que se dará cuenta que la voluntad de Dios para él y su muerte son una misma cosa. Entonces, la muerte no será para el una desgracia, ni habrá deseo alguno de buscar culpables, ni tampoco deseo de escapar a ella.

La muerte es, simple y claramente, la copa que el Padre nos da a beber.

– La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber? (Juan 18:11).

Los amigos te abandonan

“Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Marcos 14:50).

Los discípulos son los que compartieron más de tres años de amistad, y de sueños con el Señor. Seguramente, hubo innumerables momentos en que le prometieron fidelidad, como aquella tan sonada de Pedro (Lucas 22:33), o aquella de Tomás (Juan 11:16).

Ellos se sentían llamados a una gran misión, junto a su Maestro. Sin embargo, a la hora de la prueba, todos escapan a una, como una pequeña manada de conejos.

El más fiel te niega

Pedro era el que tomaba la iniciativa en todo. Para ofrecerse y para servir. También en la hora de la cruz, fue el primero en maldecir jurando que no le conocía.

Pedro estuvo en la intimidad de la transfiguración, en la casa de la muchacha resucitada, y en Getsemaní. Negarle era la bajeza mayor. Pero Pedro no pudo escapar a ella.

Nosotros también le negamos en Pedro. ¿Nos extrañaremos, entonces, que nuestro amigo, el más íntimo, niegue que nos conoce?

¿O que se avergüence de conocernos?

Vas de mano en mano y de boca en boca

Después que el Señor Jesús fue apresado, fue enviado a Anás, quien le interrogó. Luego, éste le envió, atado, a Caifás, el sumo sacerdote. Éste, después de oírle, le declara blasfemo y decreta su muerte. Entonces, se le lleva ante Pilato, al pretorio.

Pilato le recibe, le interroga, le saca al pueblo, y lo introduce de nuevo en el pretorio. Luego, lo vuelve a sacar. Negocia largamente con los judíos. Cuando supo que Herodes estaba en Jerusalén, le envía a él. Herodes lo quería conocer, pero le zahiere.

De vuelta a Pilato, éste, después de lavarse las manos, le entrega a los soldados para su ejecución.

En todo este ir y venir, Jesús es sometido a las mayores vejaciones y a los más humillantes denuestos. La autoridad religiosa y la autoridad política se confabulan contra él. Y por su causa, dos de ellos se hacen amigos desde ese día. Pero él es enviado a la cruz, como un malhechor.

Pablo, cuando era detenido, tenía alguna defensa y podía exigir algunos derechos, porque era ciudadano romano, pero nuestro Señor y Maestro, no tuvo defensa ni derechos. Antes bien, fue de mano en mano y de boca en boca.

Es posible que esto te ocurra -en alguna pequeña medida- alguna vez a ti. Debes estar consciente de ello.

Porque tú eres un amigo de Jesús.

Que no se sepa quiénes ni cómo te pusieron los clavos

No hay ninguna referencia en los evangelios acerca de cuál haya sido la reacción de Jesús en el momento en que fue clavado.

Ninguna descripción hay que despierte en nosotros algún sentimiento de compasión. El relato es parco, preciso y hasta frío.

Cuando estés en la cruz no has de hacer ninguna alharaca. Que nadie sepa cuánto estás sufriendo. Y después, que nadie conozca el nombre de quienes te clavaron (tú los sabrás), ni la forma en que lo hicieron.

La crucifixión ha de ser vista por Dios, porque es su demanda, y es grata para él. Los hombres se han de enterar de ella sólo por la vida que fluye de tu muerte.

Ah, y no olvides esto: Si mueres rápido (si eres obediente para morir), nadie te quebrará las piernas.

No buscas refugio en tu madre, sino buscas refugio para tu madre

Cuando Jesús vio a su madre junto a Juan al pie de la cruz, le dijo a ella:

– Mujer, he ahí tu hijo.

Y a Juan:

– He ahí tu madre.

A la hora de morir (y de morir una muerte injusta), los sentimientos afloran y reclaman su lugar. En Jesús no fue así. No hay ningún reclamo, ni autocompasión. No pensaba en sí mismo, sino en los demás. También en su madre.

Esa mujer tenía una espada traspasada en su alma (Lucas 2:35) viendo morir a su primogénito, sin poder hacer nada para evitarlo, aun sabiendo quién era. A eso se sumaba el que, probablemente, no tenía marido a esa altura de su vida. Ella necesitaba cobijo, y un hijo que reemplazase al que perdía. Entonces, el Señor se lo procuró desde la cruz.

Tú debes morir, pero debes procurar que los tuyos estén bien.

De tu boca sale bendición, y de tu costado, agua

Cuando Jesús estaba en la cruz, dijo:

– Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. (Lucas 23:34).

Y más tarde, una vez ya muerto, cuando uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, al instante salió sangre y agua (Juan 19:34).

Estar dispuesto a morir no es suficiente. La demanda es morir bendiciendo a los matadores y rogando por los enemigos. La voluntad de Dios es que a causa de nuestra muerte, el agua de vida lave a muchos.

No basta morir; hay que morir como Cristo murió.

Los que se compadecen

Luego de muerto el Señor, José de Arimatea y Nicodemo se acercaron para ungir su cuerpo y sepultarle. Ellos no formaban parte del círculo íntimo de sus discípulos, pero en ese momento quisieron ayudar. No pudieron evitar su muerte, pero al menos quisieron honrarle después de muerto.

Así también sucederá contigo. Otros, los más ajenos pero compasivos, te querrán ayudar. Tú verás llenarse sus corazones de una gran nobleza, y ellos intentarán mitigar un dolor que no han causado.

La resurrección

Después que has muerto, las cosas cambian: los amigos secretos se manifiestan, y te favorecen. Aun los ángeles te acompañan.

Tu cuerpo ha cambiado: ahora puedes llegar a lugares donde nunca pensaste. Tu ex-amigos se asombran de ti, y te siguen con ánimo renovado.

Los hermanos de sangre, que antes te despreciaban, tal vez ahora te honren (Santiago 2:1; Judas 1:1). Dios multiplicará tu vida en otros muchos a través de ti, porque el Espíritu Santo habrá descendido para llenarte hasta rebosar.

Hay tres procesos casi simultáneos que tú experimentarás entonces: hay un tránsito del llanto a la risa, porque habrá llegado la mañana de la resurrección (Juan 20:11-18); del estupor pasarás al gozo, porque comprobarás que estás vivo de nuevo, pero en una dimensión más gloriosa y real (20:19-29); y de la escasez pasarás a la abundancia, porque Cristo mismo ha multiplicado sus dones sobre ti (21:1-14).

Cuando lo compruebes, entonces dirás con tu corazón ensanchado:

– ¡Gracias, Señor, porque no quitaste tu mano hasta lograrlo! ¡Tuyo es el mérito, y toda la gloria!

22
El golpe de gracia
(El último diálogo de Jesús y Pedro)
Juan 21

El Señor pregunta

Algunos pudieran pensar que Pedro, después de la negación y de la restauración que el Señor hizo de él en esa mención sutil pero tan precisa de Marcos 16:7, ya estaba bastante preparado para asumir el servicio al cual el Señor lo había llamado.

Sin embargo, no era así. Faltaba aun un toque final y definitivo. Un toque absolutamente demoledor.

El golpe de gracia ocurrió aquella mañana junto al mar de Tiberias (Juan cap.21). Después de la pesca infructuosa de aquellos siete discípulos, y de comprobar la abundancia que hay en Cristo, se produjo un diálogo altamente significativo entre el Señor y Pedro.

Hay tres preguntas de Jesús y más adelante una respuesta. Pedro, por su parte, tiene tres respuestas y una pregunta.

Las tres preguntas de Jesús tienen un diferente grado de intensidad, y están hechas en orden descendente.

El Señor pregunta, en sucesivos momentos:

– Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?

– Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?

– Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres? 1

Las preguntas tienen una especial fuerza y solemnidad, al ir encabezadas por el nombre completo de Pedro.

Como puede verse, las preguntas pretenden demostrarle al primero de los discípulos que su amor no tiene mucho valor. Ese amor no sirvió a la hora de ser interrogado por las criadas en el patio de Anás, así que ahora es puesto en su verdadero lugar. Una tras otra, las preguntas lo desnudan, y lo demuelen. No acaba aún de reponerse de la primera, y ya va la segunda, y en seguida la tercera, sin la más ligera pausa.

No sólo no estaba claro ahora si Pedro amaba al Señor más que los otros discípulos; tampoco estaba claro si le amaba de verdad, o si siquiera le quería.

Veamos ahora las respuestas de Pedro:

– Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

– Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

– Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. (Ésta fue dicha con tristeza).

Pedro nunca dice que lo ama. De modo que, de partida, reconoce que no hay la debida intensidad en su afecto como para usar la palabra “amor”.

En la segunda respuesta, no sale todavía de su sorpresa por la repetición de la pregunta, y contesta igual que la vez anterior. Pero en la tercera, la respuesta dada y la tristeza que la acompaña, son reveladores del conocimiento que Pedro ha alcanzado de sí mismo. Que era lo que, en definitiva, el Señor quería que Pedro alcanzara.

Pedro dice:

– Tú lo sabes todo.

Bajo esa frase hay el reconocimiento de su precariedad, y de que el Señor le ama a pesar de eso. ¿Qué podrá esconderle a él?

Antes había presumido; ahora deja en manos del Señor la valoración de su amor.

Pedro sabe que, de alguna manera, él ama al Señor. Pero ya no confía en sí mismo como para ni siquiera decirlo.

La presunción de Pedro es definitivamente hecha pedazos.

De ahora en adelante, la prueba concreta de su amor al Señor no será una hermosa y vehemente respuesta, sino un hecho concreto, reiterado tres veces por el Señor: Apacentar al rebaño de Dios.

Amar al Señor no será decir algo bien, sino hacer lo que el Señor le pide que haga.

El Señor responde

Pero todavía falta la estocada final, para que otro aspecto del viejo Pedro caiga. Después de esto, ya estará preparado para Pentecostés.

Mientras el Señor y Pedro hablaban, se acerca Juan. Pedro le ve y le pregunta al Señor:

– Señor, ¿y qué de éste?

El Señor le dice:

– Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.

La actitud de Pedro aquí es la misma de los labradores de la viña, que estaban contentos con su salario, mientras no miraron el salario que habían recibido los demás. (Mateo 20:1-16). La envidia les transformó el gozo en amargura.

Pedro miró a Juan, y tuvo envidia. Sabía que Juan era el amado del Señor, y ahora les venía siguiendo, como reclamando el lugar que sabía que ocupaba en el corazón del Maestro. Ahora que Pedro se sabía confirmado en la obra de Dios, ¿qué papel ocuparía Juan? ¿Sería su rival en ella?

El Señor le dice a Pedro, y también nos dice a nosotros:

– Yo veré lo que hago con mis otros siervos. A ti no te debe importar el lugar que ellos ocupen en mi obra. Lo que te debe importar es que me sigas tú.

Pedro y Juan habrían de vivir muchas gloriosas jornadas juntos. Pero eso fue posible porque Pedro -el impetuoso y avasallador- había muerto ya, junto al mar de Tiberias.

Tres preguntas y una respuesta

Estas tres preguntas del Señor, y la respuesta que da a la pregunta de Pedro debieran ser suficientes para derribarnos también a nosotros. El Señor conoce nuestra realidad y lo engañoso de nuestro corazón. El problema es que nosotros no lo conocemos.

Por eso, nos hace bien ver a la luz de este diálogo, nuestra propia desnudez, nuestra absoluta precariedad; y convencernos no sólo de que no le amamos, como presumimos, sino de que tenemos un corazón envidioso, que nos impide caminar en paz con otros siervos.

Si lo vemos, y nos juzgamos, habremos vencido en una importante batalla con nosotros mismos, habremos vindicado al Señor, y habremos reunido las condiciones mínimas para que Dios pueda comenzar a utilizarnos de verdad.

1 Seguimos aquí la traducción de la Biblia de Jerusalén, más apegada al griego.

Las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera 1960.
Otras versiones usadas: Versión Moderna de H. B. Pratt (VM), y Biblia de Jerusalén (BJ).

ISBN 956-291-053-9
PRIMERA EDICIÓN, Julio de 2001
Registro de Propiedad Intelectual, Inscripción Nº 120-914

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“¿A qué compararé esta generación?”

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