Los peligros del poder

por Richard Exley

La potencialidad de abusar del poder está presente en cada uno de nosotros. Con frecuencia mantenemos a raya esta potencialidad, no por verdadera humildad, sino por la falta de una oportunidad. Si se nos da un poco de poder, tan sólo un poco, «¡sálvese y apártese quien pueda!»

Señor, estoy terriblemente preocupado por la arrogancia y la carnalidad que veo en el ministerio. Ya las riquezas no son una bendición, ¡sino un derecho! Se usa tu nombre para el lucro personal. Los atavíos del éxito mundano se han convertido en los patrones de medida del ministerio. La lujuria y la avaricia, apenas disimuladas, trafican hoy donde la sagrada simplicidad reinaba antes. La duplicidad y las dobles intenciones han reemplazado la integridad personal. La lógica de la justificación propia —una teología del tipo «el fin justifica los medios»- se ha convertido en el «evangelio» de nuestros días. Quiero alzar mi voz, quiero gritar mi protesta; pero aun en el momento de hacerlo, siento igualmente un espíritu siniestro dentro de mí. Mi sentido de la justicia me tienta a ser crítico y a condenar. Mi voz, que se alza en santa protesta, suena penetrante y divisiva aun para mis propios oídos. Ayúdame Señor, ¡ayúdame!


Hijo mío, tus preocupaciones están bien justificadas, tanto por el ministerio como por ti mismo. No es fácil ser una voz profética; y tienes razón, el peligro mayor, la mayor tentación, es volverse crítico y condenador. No hay una cura total, ningún lugar seguro, donde seas inmune a la tentación; pero hay algunos principios que protegerán tu corazón. Primero, recuerda siempre que yo los amo a «ellos» tanto como te amo a ti. Ellos no son enemigos que hay que atacar, sino hermanos que hay que restaurar. Siempre debes tener cuidado en diferenciar el problema del individuo. Puedes odiar el problema, atacarlo y denunciarlo, pero debes amar al individuo. Los problemas se pueden tratar públicamente. Los individuos deben confrontarse en privado. Finalmente, guarda tu corazón y tus motivos, no sea que te vuelvas un monstruo a fin de destruir a otro monstruo.


Escribí esta oración (la presenté a Dios realmente) y la registré en mi diario el ocho de julio de 1987, casi cuatro meses después de que surgió el escándalo de PTL. Estaba sufriendo en aquel momento tanto como ahora. No me alegré cuando supe lo que había ocurrido, ni ahora tampoco, pero hubiera querido estar equivocado.


Habría querido que no hubieran habido excesos, ni caídas morales, ni pecados. Aun hoy quiero poner todo esto de lado. Estoy tentado a fingir que nunca ocurrió, a perdonar y a olvidar simplemente, pero el


Espíritu no lo va a permitir. Él requiere algo más de su Iglesia que el amor incondicional y el perdón. No menos que eso, sino más.


Ésta es una situación a la que hay que enfrentarse, que hay que rectificar. La Iglesia debe tratar estos asuntos, no sólo los pecados obvios de ciertos individuos, sino también las causas fundamentales.


Tenemos que aprender a usar la teleevangelización y el poder que tiene, o nos va a destruir a uno por uno.


Yo reitero el incidente de PTL no para abrir viejas heridas o para suscitar nuevas dudas, sino como un ejemplo gráfico de los peligros del poder. Y si esto no es suficiente para convencerlo de las tremendas tentaciones inherentes al poder, considere las transgresiones sexuales de Jimmy Swaggart, las tácticas cuestionables para levantar fondos empleadas por muchos evangelistas de televisión, así como las acusaciones y contraacusaciones que se presentaron unos a otros durante las llamadas «guerras sagradas». Ésta no es precisamente la conducta que uno esperaría de los hombres de Dios.


¿Son estos hombres malos y charlatanes? De ninguna manera. Son hombres buenos, hombres de Dios, que de pronto se encontraron manejando un tremendo poder. Un poder que comprendía vastas sumas de dinero, así como fama internacional. Había una enorme popularidad: el sistema de comunicaciones de PTL llegó a alcanzar a 14 millones de hogares diariamente, mientras que Jimmy Swaggart se escuchaba cada semana en 143 países. Imagínese todo esto, sin tener que rendir cuentas a nadie. Las tentaciones que deben haber experimentado van más allá del límite de la comprensión para la mayoría de nosotros.


Richard Dortch, segundo al mando de PTL cuando el escándalo se hizo público, concluye:

Una cámara de televisión puede cambiar a un predicador más rápido que cualquier otra cosa… Es tan fácil dejarse llevar por la popularidad: todo el mundo te quiere, hay carros que te esperan, siempre pasas al frente de la cola. Esta es la devastación de la cámara. Nos ha hecho menos de lo que Dios quería que fuéramos.


Las tentaciones que vienen con el poder no les ocurren únicamente a los teleevangelistas, sólo que son más pronunciadas. Durante muchos años pastoreé iglesias pequeñas en zonas rurales, y aun yo (que no tenía ningún poder en realidad) también tuve que luchar con su embriagante fascinación. Igual que los doce, yo quería ser el más grande del reino, y quería todos los privilegios que vienen con él. Justificaba mi ambición, interpretándola como una visión para el reino, un llamado divino a mi vida, el deseo de Dios; y aquí está parte del engaño. Estaba entregado al reino, y de veras me interesaba alcanzar al mundo con el evangelio, pero todo estaba enredado con mis propias necesidades del ego.


Aunque parezca muy desconcertante, el hecho es que la ambición y la obediencia probablemente siempre compartirán el poder en la vida del ministro. No es lo ideal, pero creo que es una evaluación real del ministerio y del ministro. Nuestra salvación no viene cuando nos divorciamos por completo de la ambición personal, ya que eso es virtualmente imposible, sino cuando la reconocemos por lo que es y nos enfrentamos francamente con ella. El problema real empieza cuando experimentamos el éxito y lo interpretamos como una aprobación divina a todos nuestros motivos. Cuando esto ocurre, casi nada puede restringir nuestra ambición y nuestro ego.


Cuando pienso en los peligros del poder, cuando pienso en un hombre arruinado por el éxito, la primera persona que me viene a la mente es Saúl, el primer rey de Israel.


Cuando conocemos a Saúl, en las Sagradas Escrituras, es un hombre simpático, físicamente atractivo: «de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo» (1 Sa. 9:2); pero tenía la gracia de la humildad, «pequeño en [sus] propios ojos» (1 Sa. 15:17). Después de que Samuel le informa que ha sido escogido para ser el rey, él dice: «¿No soy yo hijo de Benjamín, de la más pequeña de las tribus de Israel? Y mi familia ¿no es la más pequeña de todas las familias de la tribu de Benjamín? ¿Por qué, pues, me has dicho cosa semejante?» (1 Sa. 9:21). Aun después de que Samuel lo había ungido como rey, sigue sin afectación, y en el día de la coronación no lo podían encontrar, porque estaba escondido «entre el bagaje» (1 Sa. 10:22).


Qué diferente del déspota sediento de poder, cuyos celos lo volvieron loco y le provocaron furias asesinas. Yo pregunto: ¿Qué fue lo que cambió a este hombre tan dotado y humilde en un paranoico obsesionado con el poder? La respuesta es el poder.


La degeneración de Saúl tuvo lugar durante un período de años, y fue primero una consecuencia de la independencia y después, del orgullo y de la desobediencia. Inicialmente, se hizo responsable ante Samuel, siguió sus consejos y obedeció sus instrucciones. Su primer llamado a la nación de Israel fue: «Así se hará con los bueyes del que no saliere en pos de Saúl y en pos de Samuel» ( 1 Sa. 11:7; cursivas añadidas). Sin embargo, al pasar el tiempo, Saúl se volvió más y más independiente, y empezó a hacerse cargo de las cosas él mismo, aun desobedeciendo el consejo directo del profeta. Cuando Samuel lo confrontó, Saúl trató de justificar su conducta, diciendo que las circunstancias lo presionaban, y que por esto había tenido que tomar medidas extraordinarias. Le explicó a Samuel: «Me vi obligado a ofrecer el sacrificio» (1 Sa. 13:12, La Biblia Latinoamericana; cursivas añadidas). «Locamente has hecho —le dijo Samuel— no guardaste el mandamiento de Jehová tu Dios que él te había ordenado; pues ahora Jehová hubiera confirmado tu reino sobre Israel para siempre. Mas ahora tu reino no será duradero. …» (1 Sa. 13:13,14a).


Es interesante notar que Saúl nunca estuvo consciente de su error. En su mente había hecho sencillamente lo correcto. Desobediente, sí; pero correcto, una clase de pensamiento que dice que «el fin justifica los medios»: «Samuel es viejo, pertenece a otra generación, no entiende las demandas de un reinado. Como líder, tengo que tener control, asumir responsabilidades, y tomar decisiones.»


Por desgracia, hay muy poca distancia entre la independencia necia y la desobediencia pecaminosa.


Años más tarde, el Señor mandó a Samuel a decirle a Saúl que destruyera a los amalecitas. «No te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos, y asnos» (1 Sa. 15:3). Y de nuevo Saúl desobedeció, sólo que esta vez no era por necedad, sino por rebelión.


A la manera de pensar de un rey, parecía un desperdicio aniquilar todo aquel ganado de primera categoría. ¿Y por qué matar al rey Agag cuando podía ser utilizado para fines propagandísticos?


Cuando fue confrontado, Saúl se negó de nuevo a aceptar la responsabilidad de su desobediencia.


Primero culpó a los soldados: «… porque el pueblo perdonó lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a Jehová tu Dios, pero lo demás lo destruimos.» (1 Sa. 15:15).


Y Samuel le dijo a Saúl: «… ¿Por qué no obedeciste a Jehová? ¿Por qué te apresuraste a tomar botín y a hacer exactamente lo que Jehová te prohibió que hicieras?» (1 Sa. 15:16,19, La Biblia al Día).


De nuevo Saúl trata de justificar su propia desobediencia, e intenta tapar sus propios intereses con una justificación «espiritual»:


Antes bien he obedecido la voz de Jehová y fui a la misión que Jehová me envió, y he traído a Agag, rey de Amalec, y he destruido a los amalecitas. Mas el pueblo tomó del botín ovejas y vacas, las primicias del anatema, para ofrecer sacrificios a Jehová tu Dios en Gilgal.


Y Samuel dijo:

¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey. 1 Samuel 15:20-23


Finalmente, Saúl admite que ha pecado; es decir, confiesa su pecado, pero no se arrepiente. Aun en ese momento se preocupa mucho más por su imagen ante su pueblo que ante el Señor. Saúl dijo: «Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel, y vuelvas conmigo para que adore a Jehová tu Dios» (1 Sa. 15:30).


Es trágico, ¿no es cierto? Saúl estaba más preocupado por su imagen pública que por el pecado y por su rebeldía interna.


Entonces Samuel murió, pero sus palabras seguían vivas, repitiéndose en los oídos de Saúl: «Jehová ha rasgado hoy de ti el reino de Israel, y lo ha dado a un prójimo tuyo mejor que tú» (1 Sa. 15:28). Esas palabras persiguieron a Saúl, lo volvieron loco, lo hicieron sospechar de todos los hombres para proteger su dominio. Su reinado fue por el terror y se sustentó en el miedo y la sospecha.


Aunque Saúl permaneció en el poder por muchos años más, era rey sólo de nombre. La unción había desaparecido, y el Espíritu del Señor se había apartado de él.


Desgraciadamente, vivió el resto del tiempo en un trágico desafío, y murió por sus propias manos, habiendo perdido tanto su alma como su reino.


Esto es mucho más que una historia de la Biblia, mucho más que un poco de historia antigua; es la palabra de Dios a la Iglesia para la época actual.


Pablo escribe: «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros …» (1 Co. 10:11) Teniendo presente este pensamiento, reexaminemos la trágica vida de Saúl.


Saúl no tenía ambiciones de ser rey. En realidad, todo el asunto del reinado tuvo su origen en el pueblo. Gritaban: «Habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras.» (1 Sa. 8:19,20).


¿Se han preguntado alguna vez por qué Dios se resistía tanto a la idea de un rey? ¿Qué es lo que era tan «malvado» ante sus ojos? ¿Qué es exactamente un rey? Es un monarca absoluto; no tiene que responder por sus actos a nadie; tiene poder ilimitado. ¿Es que ha habido alguna vez un hombre, o una mujer, capaz de manejar esto?


Ahora apliquemos este principio a nuestra situación presente. ¿No es cierto que nosotros los creyentes estamos muy orgullosos de nuestras «propias» cadenas de televisión, parques de diversiones, villas de retiro, y los presupuestos multimillonarios que ellos generan y requieren? Señalamos estas cosas con orgullo, y las vemos como una «prueba» del favor de Dios. El mundo tiene sus celebridades y, lo mismo que en el antiguo Israel, la Iglesia ha clamado a Dios hasta que nos ha dado nuestros propios «reyes». ¿Pero hemos considerado el precio?


Mirando la catástrofe —ministros famosos en desgracia, ministerios en bancarrota, casos pendientes en los tribunales, cargos y reconvenciones— no puedo menos que sentirme de algún modo responsable. Nosotros lo propiciamos; les dimos nuestro dinero sin pedirles cuentas de ninguna clase y, al mismo tiempo, ese dinero los fue destruyendo.


Mi preocupación tiene muy poco que ver con los salarios que se les pagan a los ministros, o el tipo de automóvil que manejan; mi preocupación es por ellos como personas, como hombres y mujeres de Dios. ¿Cómo les afectan todos los atavíos del éxito «espiritual»? Recuerde: la historia de la Iglesia ha sido manchada por el hundimiento de grandes hombres que han caído por el orgullo espiritual y el mal uso del poder.


La pregunta que debemos hacernos no es si la teleevangelización es útil o no. Nadie podría poner eso en tela de juicio. Miles de personas que normalmente no pisarían el umbral de una iglesia, ni escucharían el mensaje del Evangelio, están siendo alcanzados por la gracia salvadora de Jesucristo.


La pregunta principal, para mí, es: cómo aumentar el número de personas que vienen al reino de Dios, tratando de minimizar los riesgos que corre el ministro. La evangelización por televisión funciona, pero ¿a qué precio? Tanto en el caso de Jim Bakker como en el de Jimmy Swaggart se hizo mucho bien a través de sus ministerios por televisión, pero a un precio increíble tanto para ellos como para su familia, sin mencionar el daño causado al Cuerpo de Cristo.


Un ministerio de televisión de tal magnitud no es muy diferente de un reinado, y el evangelista posee un poder increíble. Por lo tanto, es de crítica importancia que se rodee de hombres espiritualmente fuertes, que le pidan cuentas, tanto en lo espiritual como en lo económico. Estos hombres deben ser lo suficientemente fuertes como para decirle la verdad con amor, y suficientemente sabios como para discernir entre la sabiduría de Dios y su propia opinión. También deben proveer un círculo interno de apoyo espiritual y de protección.


El poder de por sí no es intrínsecamente malvado, pero es peligroso. Y el poder más peligroso de todos es aquel con apariencia de religión.


Richard Foster escribe:

El poder puede ser algo extremadamente destructivo en cualquier contexto, pero cuando está al servicio de la religión, es completamente diabólico. El poder religioso puede destruir como ningún otro poder…. Los que no reconocen autoridad sobre sí y que al mismo tiempo se cubren con un manto de piedad, son especialmente corruptibles.


Cuando estamos convencidos de que lo que estamos haciendo es idéntico al reino de Dios, cualquiera que se oponga a nosotros debe estar equivocado. Cuando estamos convencidos de que siempre usamos nuestro poder para fines nobles, entonces creemos que nunca nos podemos equivocar. Pero cuando esta mentalidad se posesiona de nosotros, estamos tomando el poder de Dios para nuestros propios fines…. Cuando el orgullo se mezcla con el poder, el resultado es genuinamente volátil. El orgullo nos hace pensar que tenemos la razón, y el poder nos da la capacidad de imponerle nuestra visión de justicia a cualquiera. La unión entre el orgullo y el poder nos lleva al borde de lo demoníaco.


Cuando Jesús vino, nos presentó un nuevo tipo de poder, un poder desinteresado, unido a un amor sagrado. Él abdicó voluntariamente a sus derechos divinos, para que de este modo nos mostrara la manera de usar el poder en forma redentora. En la encarnación, él renunció a las ventajas de su naturaleza divina, y en su ministerio en la tierra, renunció a sus derechos como líder para aceptar el llamado más exaltado de servidor y ministro. Note que él no renunció a sus responsabilidades como líder, sino sólo a sus derechos y privilegios. Él dijo de sí mismo: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir» (Mt. 20:28).


Es de crítica importancia el modelo de ministerio que el líder tome, su percepción del poder y de su propósito.


El líder espiritual que quiere mantener bajo control su ambición y su deseo de poder debe someter sus planes y visiones a una junta de consejeros piadosos. La guía espiritual, si viene en forma de testimonio interno o de visión personal, es simplemente demasiado subjetiva para ser juzgada sólo por la propia opinión. Es muy fácil que la ambición adopte la apariencia de dirección divina. Si las visiones del líder provienen verdaderamente del Señor, entonces serán confirmadas por los consejeros.


Otro peligro inherente es el aislamiento. La experiencia ha demostrado que el éxito tiende a aislarnos tanto del Cuerpo de Cristo como de nuestros colegas. Enseguida comenzamos a percibir las cosas sólo desde nuestra perspectiva, y esto tiende a crecer con los años. En esos momentos necesitamos la opinión de otra persona, una persona espiritual que vea las cosas desde una perspectiva diferente.


Finalmente, el líder espiritual debe vivir bajo autoridad. Le toca a él establecer y mantener relaciones de responsabilidad mutua.


Durante varios años tuve un programa de radio en vivo, de noventa minutos y micrófono abierto los domingos por la noche, y resultó ser un vehículo muy eficaz para el ministerio, así que el administrador de la estación me pidió que lo hiciera a diario. Después de mucha discusión, estuve más o menos de acuerdo. Cuando le comuniqué mi decisión al personal de la iglesia que trabajaba en ese ministerio, se mostró aprensivo, pero defirió ante el criterio mío.


Esa misma noche tuve un sueño. Cuando me desperté, supe enseguida lo que Dios me estaba diciendo. Esta oportunidad de la radio no era parte de su plan para mi vida. Había sido tentado por la riqueza y el poder, y esta vez en forma de «ministerio».


Está de más decir que de inmediato llamé al administrador de la estación y le dije que no podía aceptar su oferta. Tiemblo al pensar qué habría podido ocurrir, si no hubiera sido por la aprensión de mi directiva, la fe de un amigo que dijo la verdad con amor, y ese sueño que Dios me dio.


La potencialidad de abusar del poder está presente en cada uno de nosotros. Con frecuencia la mantenemos a raya esta potencialidad, no por verdadera humildad, sino por la falta de una oportunidad. Si se nos da un poco de poder, «¡sálvese quien pueda!» Solos, ninguno de nosotros puede mantenerse firme ante las tentaciones que nos sobrevendrán; pero juntos, rindiendo cuentas mutuamente, y con la ayuda de Dios, podremos superarlas. Servir con amor, con humildad, en un lugar donde nadie nos reconoce, es lo que transforma el poder en un ministerio de redención. Sólo mediante el servicio a otros nos salvamos de nuestro yo egoísta y de los peligros del poder.


Adaptado de Richard Exley, El peligro del poder, Editorial Vida, 1988, pp. 83-109. Usado con permiso. DesarrolloCristiano.com, todos los derechos reservados.