por Ken L. Sarles
En la concepción puritana, las Escrituras tenían el propósito de impartir la verdad en forma tal que el lector se moviera en dirección a Dios. Estas no necesitaban de iluminación externa, sino que se alumbraban a si mismas. Por lo tanto, rechazaban el uso de doctrinas ajenas para interpretar el texto bíblico.
Al mirar hacia atrás en la historia puede afirmarse que los pastores puritanos, reconocidos como «médicos del alma>, establecieron la primera escuela protestante de consejería bíblica. El término puritano se refiere a la búsqueda de pureza en la adoración, tanto en la iglesia como en la vida personal. En sus inicios, alrededor de 1560, el puritanismo inglés tuvo como finalidad principal la renovación litúrgica, pero luego se ocupó de otros aspectos de la fe cristiana. Su influencia tuvo lugar hasta principios del siglo dieciocho. En esencia, procuró la reforma en la vida de la iglesia y la purificación individual en el creyente. Su doctrina tenía base calvinista y en su orientación tendía hacia el pietismo. Lo fundamental de este movimiento fue su compromiso firme e inamovible de vivir para la gloria de Dios.
Las Escrituras constituyen la pieza central del pensamiento y la vida del movimiento puritano. Por esta razón, la consejería se basó en la doctrina de la inspiración divina de la Biblia, que sostiene que el Espíritu Santo intervino en la elección de las palabras, pero sin violar la personalidad o el conocimiento de los autores humanos. En consecuencia el texto era considerado verbalmente inspirado, infalible y exento de errores
En la concepción puritana, las Escrituras tenían el propósito de impartir la verdad en forma tal que el lector se moviera en dirección a Dios. Estas no necesitaban de iluminación externa, sino que se alumbraban a si mismas. Por lo tanto, rechazaban el uso de doctrinas ajenas para interpretar el texto bíblico.
La Biblia fue vista como fuente de toda orientación, enseñanza, consuelo, y exhortación por parte de Dios. Su autoridad se consideró final y absoluta, haciéndose extensiva a toda área de fe y práctica. Cada necesidad psicológica podía ser suplida y cada problema resuelto mediante la aplicación directa de la verdad bíblica.
El sermón constituía un medio de consejería para toda la audiencia y su propósito era edificar al cuerpo de creyentes reunidos. La predicación consistía en lo que hoy podría ser denominado consejería preventiva, y aplicaba las verdades de la Palabra a la vida. Cada sermón constaba de dos partes: doctrina y uso, y tenía en cuenta tanto el conocimiento teológico como su puesta en práctica.
La lectura bíblica era analizada gramatical, lógica y contextualmente y, además, se la contrastaba con otros textos para ratificar su significado. Una vez que la doctrina era explicada debía aplicarse de inmediato. Su uso estaba relacionado con el discernimiento y la dirección. El primero incluía la información brindada a la mente de la persona y la transformación del entendimiento (revelación de una verdad y refutación de algún error). La segunda consistía en enseñar y corregir: declarar cómo se debía vivir y condenar lo que debía ser evitado. A través de una serie de instrucciones prácticas extraídas de la Biblia, los puritanos se prepararon para vivir para Dios. Las Escrituras fueron el fundamento sobre el cual edificaron sus vidas.
Su perspectiva del mundo era teocéntrica, relacionando la totalidad de la vida, incluso los problemas personales, con la naturaleza, los propósitos y el carácter de Dios. El amor a Dios debía ser completo, honesto, ferviente, activo, exclusivo y permanente. Dado que la infinitud de Dios trasciende nuestro amor por El y excede nuestro conocimiento, era preciso aspirar siempre a un mayor amor hacia su persona y un mayor conocimiento de sus propósitos. De este modo, la pasión por Cristo no dejaba espacio a la búsqueda egoísta de la satisfacción personal. Los puritanos entendieron que el conocimiento correcto de uno mismo provenía del conocimiento que se tuviera de Dios.
La conciencia jugó un papel clave en la consejería puritana. Considerada la facultad del alma destinada a formular juicios morales y que trataba con lo correcto e incorrecto, lo bueno y lo malo, lo puro y lo impuro, ella hablaba con la voz de Dios, presentando un conocimiento compartido mucho más exacto que el que uno tiene de si mismo. Asimismo, actuaba como un juez independiente de la voluntad del individuo, a manera de un sistema nervioso espiritual: el dolor de la culpa informaba al entendimiento que algo andaba mal y que necesitaba corrección. Si la culpa era negada, la persona se encaminaba hacia su destrucción definitiva.
La base para el funcionamiento de la conciencia era la ley de Dios revelada en las Escrituras. Por su parte, el creyente procuraba sensibilizar su conciencia al pecado.
En consecuencia, la piedad consistía, principalmente, en obtener y mantener una clara conciencia delante de Dios mediante una cuidadosa respuesta a las Escrituras. Este énfasis condujo al surgimiento de una casuística, dentro de la cual se incluía toda circunstancia imaginable y todo acto de la vida cotidiana. Constaba de dos principios fundamentales: 1) ninguna verdad que la persona conociera y de la que fuera conciente debía ser negada en la práctica; 2) ningún pecado debía ser cometido, a pesar de que pudiera implicar algún beneficio. La conciencia no podía estar supeditada a la conveniencia, ni el principio rendirse ante el pragmatismo. De allí que procuraban vivir de un modo preciso, dedicados al Creador.
Por otra parte, la naturaleza humana era considerada radicalmente defectuosa, caracterizada por su propensión a la maldad y su profundo rechazo de lo bueno. El pecado constituía una afrenta a Dios; darle la espalda para adorar al ego. El centro del pecado consistía en autoadorarse.
Para los puritanos existían, en consecuencia, tres tipos de amor propio: el natural, necesario y recomendable, que es innato y forma parte de nuestra naturaleza; el carnal, desordenado y abierto a toda aberración -el hombre se ama más a sí mismo que a Dios-, y el impartido a los creyentes en la regeneración, que consiste en amarse a sí mismo en subordinación a la gloria de Dios, reduciendo a la criatura rebelde a su orden verdadero.
Además, consideraban la existencia de tres etapas en el progreso del pecado. En la primera, se perdía la perspectiva de la indignidad del mismo y de la gracia de Dios, la verdad bíblica se transformaba en mera información; en la segunda, por el hecho de no tener puestos los afectos en las cosas de Dios, el pecado era contemplado sin un sentimiento de disgusto, capturando así la imaginación y tomándose deseable; en la tercera, la voluntad cedía ante lo que a la mente le parecía bueno y justificaba el pecado, silenciando las convicciones de la conciencia.
De este modo, la consejería puritana se enfocaba, fundamentalmente, al problema del pecado. Porque reconocían el engaño que anidaba en cada corazón humano, los consejeros sabían que lo que la gente más necesitaba era lo que menos quería oír. De allí que la solución ofrecida por los pastores era la mortificación, es decir, hacer morir las obras de la carne (Ro. 8:13), quitar toda fuerza y poder al pecado, de manera que éste no pudiera actuar por si mismo ni influir en la vida del creyente. Esto implicaba llegar a la raíz de las motivaciones y deseos.
La mortificación no significaba eliminar el pecado de la vida, de modo que ya no constituyera un problema: la santificación total no se alcanzaba en este mundo (Ro. 7:1+25); tampoco implicaba alcanzar cierto grado de conformidad con la moral externa, ni el reemplazo de un pecado por otro, porque cada pecado merecía la muerte.
La esencia de la mortificación consistía en el debilitamiento habitual y paulatino del pecado en una lucha constante contra éste. Era una actitud de vida. Los puritanos luchaban contra sí mismos para ganar cierto grado de dominio propio y producir una vida piadosa.
El verdadero arrepentimiento era mucho más que un simple reconocimiento del pecado; debía producir en los corazones un dolor tal que el pecado resultara aún más odioso que su castigo.
Luego del arrepentimiento, la voz de Cristo daba paz al alma humillada que aborrecía verdaderamente al pecado y no tenía ningún placer en él. El Espíritu Santo mismo ministraba a los creyentes. Si éstos se juzgaban a sí mismos por su pecado y sufrían profundamente por haber ofendido al Salvador, El los animaba, confortaba, y calmaba su conciencia afligida.
En conclusión, es posible afirmar que el énfasis puritano en la devoción espiritual, la integridad personal y el compromiso con Dios refleja una realidad digna de ser imitada por todos los cristianos hoy en día. Su punto de vista acerca d cómo el pecado domina la vid humana es fundamental par entender toda conducta adictiva incluso en este siglo. El considerar a Dios como centro absoluto permite una aproximación adecuada al tema de la autoimagen, que tanta importancia ha cobrado en 1a actualidad. Su compromiso total con una vida íntegra y transparente tanto en lo que respecta a la fe como al accionar diario, constituye en auténtico desafío para la presente generación.