Texto del evangelio Lc 11,1-4 – Padre
1. Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, ensénanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos.»
2. Él les dijo: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino,
3. danos cada día nuestro pan cotidiano,
4. y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación.»
Reflexión: Lc 11,1-4
Palabreamos mucho cuando se trata de dirigirnos a Dios. No sabemos por dónde empezar y si no presentamos un extenso “pliego de reclamos”, no sabemos qué decir. Como el Señor mismo nos anima a pedir, no tenemos cuando terminar; veinte veces y de diversas maneras pedimos lo mismo. Reconozcámoslo: no sabemos orar. Es que yo no tengo que idear fórmulas ni seguir un estilo cuando me dirijo a mi papá, ¿por qué habría de hacerlo con Dios que es nuestro Padre? Veamos; hemos constatado en múltiples ocasiones que el Señor tiene una perspectiva distinta a la nuestra, lo que nos ha llevado a concluir en que es preciso conocerlo para anticipar cuál será su modo de enfocar cada situación y qué tendríamos que hacer, si hemos de hacer lo que nos manda. Como ocurre con nuestros seres queridos, los haremos felices si nos anticipamos y hacemos lo que les gusta, lo que quieren o necesitan. Es verdad que Dios no necesita nada de lo que pudiéramos hacer u ofrecer, pero a nosotros nos interesa hacer Su Voluntad, porque esta es la única garantía de hacer lo correcto y finalmente alcanzar la Vida Eterna. Configurarnos con el Señor es nuestro ideal; es decir: ver, pensar y actuar como Él lo haría en toda ocasión. Nadie nace sabiendo y seguramente habrá situaciones nuevas y desconcertantes, pero si toda la vida nos empeñamos en alcanzar este propósito, sin duda nos iremos aproximando cada vez más a esto que en buena cuenta es la perfección o la santidad. Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano…
Así que, hablando del modo de orar, prestemos mucha atención a la oración que Él mismo nos enseña, que de tanto repetirla ya ni entendemos lo que dice. Son necesarios solamente tres versículos muy cortos para enseñarnos la oración perfecta, que debemos aprender para dirigirnos al Padre. Podemos hacerla en menos de 30 segundos si la repetimos de memoria, corriendo, como carretilla o podemos demorarnos días, si la meditamos profundamente en cada una de sus palabras, que han sido cuidadosamente seleccionadas por el mismo Jesús y que por lo tanto no tienen desperdicio alguno. Por ello, en vez de andar tratando de inventar algo distinto, memoricemos esta oración y luego dediquemos todos los días algunos minutos a su meditación, pensando que ha sido el mismo Jesucristo quien nos ha recomendado este modo de orar, como un recurso sin par. Hemos sido creado inteligentes y por eso mismo con capacidad de razonar y discernir, por lo que resulta difícil no caer en la tentación de buscar siempre nuestra propia vía, lo que es bueno, sin embargo, como en todo, bien pensado, tenemos que llegar a la conclusión que lo más prudente y adecuado es hacer lo que Dios nos manda. Podemos hacer oraciones muy lindas y de hecho hay muchos –especialmente santos- que las han creado. Algunas son verdaderas filigranas; verdaderas obras de arte en todo el sentido de la palabra, que podemos repetir reflexivamente y con mucha devoción si nos apetece. Y por supuesto, está también allí el Rosario, entregado por nuestra Madre, María, que gira básicamente en torno a tres oraciones: el Avemaría, el Padre Nuestro y el Gloria, que repetidos sistemáticamente y conforme ella misma nos lo propone, constituyen un manantial abundante e inagotable de agua fresca para nuestro espíritu. Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano…
Pero es la oración que nos enseñó Jesús, que hemos dado en llamar “el Padre Nuestro” la que motiva hoy nuestras reflexiones. Tan sencilla y a la vez profunda. Harían falta libros para explicarla en su totalidad. Decir Padre, es reconocer una filiación Divina, que nos sería por completo desconocida si no fuera porque Jesucristo nos la Revela. Este solo hecho, este solo reconocimiento debía bastarnos para llenarnos de alegría y esperanza, porque si hemos comprendido bien quién es Dios, su significado para todo lo existente, más allá del cielo y las estrellas, saber que esta “entidad” infinita es Padre nuestro, en un sentido similar, aunque superior al padre que nos engendró, amó, cuidó y educó, tendría que constituir la Noticia más maravillosa de nuestra existencia. Tener este Padre amplía nuestros horizontes al infinito. Si Él es nuestro Padre, nada nos es imposible. Si Él es nuestro Padre, nada nos puede faltar. ¿No convendría detenernos a indagar qué es lo que quiere para nosotros en Su Infinita Sabiduría? Si como todo padre, Él quiere lo mejor para Sus hijos ¿no debíamos tratar de discernir cuál es Su Voluntad para nosotros, porque sin duda habrá de ser lo mejor y lo que más nos conviene? Y si nos la da a conocer ¿no debía ser para nosotros una orden, del mismo modo en que decimos al ser que amamos, tus deseos son órdenes para nosotros? De este modo, si somos sensatos, decir solamente Padre, constituye toda una Revelación que excede las fronteras de cualquier ciencia. Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano…
Revisemos y meditemos del mismo modo que hemos propuesto en el párrafo anterior, cada una de las palabras y oraciones –en el sentido semántico- de la Oración que nos enseña Jesucristo y concluiremos en que no existe oración más perfecta y más apropiada para cada día y cada momento de nuestras vidas. El Padre Nuestro es un programa de vida que empieza por el reconocimiento fundamental, que Dios es nuestro Padre, a partir de lo cual se derivan una serie de consecuencias que tienen que ver con nuestro comportamiento, con nuestros planes y con nuestro propósito en la vida. No podemos reconocer a Dios como nuestro Pare, sin honrarlo, respetarlo, adorarlo y amarlo. Si nos esforzamos por corresponder a Su Amor, lo que constituirá un imposible, puesto que somos seres contingentes y limitados, haremos todo lo que esté a nuestro alcance por complacerlo y dentro de ello, sin lugar a dudas, ocupará un primerísimo lugar amar a todos Sus hijos, nuestros hermanos, como Él los ama y como Él nos ama a nosotros mismos, siendo misericordioso, comprensivo y tolerante, perdonándonos nuestros pecados, nuestros errores en aquello que naturalmente debía ser nuestro mayor anhelo, como es hacer Su Voluntad en todo. Toda desviación en este propósito constituye un error, un pecado, más grave cuanto más nos desvía del Camino iluminado por Jesús. Pero errores podemos cometer todos, son propios de nuestra falibilidad, por lo tanto, debemos estar dispuestos a perdonarlos en nuestros hermanos, exactamente como esperamos que Dios nos los perdone. Se trata de vivir esta vida en Orden a lo que Dios dispone, en tanto alcanzamos el Reino de Dios (nuestro Padre), en el que habremos de vivir eternamente. Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano…
Oremos:
Padre Santo, qué podemos decir…tan solo repetir una y mil veces la oración que nos enseñó Tu Hijo amado…Gracias por fijarte en nuestra insignificancia…Ayúdanos a honrarte como buenos hijos…Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos…Amén.
Roguemos al Señor…
Te lo pedimos Señor.
(Añade tus oraciones por las intenciones que desees, para que todos los que pasemos por aquí tengamos oportunidad de unirnos a tus plegarias)
(0) vistas