Biblia

Lucas 24,46-53 – Promesa de mi Padre

Lucas 24,46-53 – Promesa de mi Padre

Texto del evangelio Lc 24,46-53 – Promesa de mi Padre

46. y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día
47. y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén.
48. Ustedes son testigos de estas cosas.
49. «Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de poder desde lo alto.»
50. Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo.
51. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
52. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo,
53. y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.

Reflexión: Lc 24,46-53

Con este fragmento termina el Evangelio según San Lucas. A través de él, con los discípulos, hemos sido testigos que todo ha ocurrido como estaba escrito, es decir, conforme a un plan, el Plan de Dios. Con la Ascensión del Señor es coronado el episodio de su muerte y resurrección, anticipada por las Escrituras y fundamento de nuestra fe. Porque como dice San Pablo: y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe (1 Corintios 15,14). Como diríamos coloquialmente, este fragmento cierra los evangelios con broche de oro. El Señor mismo no puede dejar de recordarnos por última vez que todo ocurre conforme fue escrito. Es importante ello, para suscitar nuestra fe, pues no hay nada aquí dejado al azar, sino que hay una Voluntad Superior, que es Dios, que todo lo tiene Planeado, hasta el menor detalle, por lo tanto, nada sucede si Él no lo permite, lo cual es confirmado en otro pasaje por el mismo Jesús cuando nos dice: Y hasta los cabellos de su cabeza están todos contados (Mateo 10,30). No tenemos pues entonces nada que temer, porque tal como Jesucristo nos ha revelado, Dios es nuestro Padre y nos ama desde siempre, porque así lo quiere Él y nos ha destinado a vivir eternamente a Su lado, para lo cual -como garantía que Su Voluntad será cumplida-, ha enviado a Su Único Hijo Jesucristo a Salvarnos del pecado y de la muerte, lo que Jesucristo ha hecho derramando Su preciosísima sangre en la cruz y resucitando, mostrándonos de este modo el amor más grande que nadie puede tener por nosotros y garantizando así que el Camino es el Amor que debemos a Dios y unos a otros. Para alcanzar la Promesas de Dios -las que de hecho vemos cómo se van cumpliendo, primero con Cristo mismo, quien es resucitado como anticipo de nuestra propia resurrección-, debemos amarnos. Finalmente, todo esto es posible con el envío del Espíritu Santo, esa fuerza extraordinaria que en este pasaje Lucas llama la Promesa de mi padre, porque en ella se sintetiza todo el amor de Dios. No existe poder ni Gracia más grande que la que Dios nos promete. «Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de poder desde lo alto.»

Ante estas evidencias ¿cuál puede ser nuestra respuesta? Si finalmente vamos entendiendo -como los discípulos-, lo que está ocurriendo, nos llenaremos del mismo gozo que ellos e imploraremos la fuerza del Espíritu Santo que tal como Jesucristo la llama, constituye la Promesa de mi Padre. La salvación es un hecho consumado en esta variable del tiempo de la que en algún modo nosotros estamos presos, pero que no constituye barrera alguna para Dios, quien definitivamente tiene una perspectiva distinta y superior, como corresponde a Su Divinidad. Dios ha querido que la Salvación se de en unas circunstancias tales que dependan de nuestra decisión, de nuestro juicio, pero esta es un hecho logrado, totalmente al alcance de todos los hombres, sin distinción de raza, sexo, tiempo, profesión o posición social. Todos la tenemos al alcance de nuestras manos y sin embargo, por respeto a nuestra dignidad Dios permite que -en uso de las facultades, de las que fuimos revestidos-, seamos nosotros los que libremente la escojamos, aun –si queremos- haciendo caso omiso a los mandatos de nuestro Señor Jesucristo. Será evidente -para quien ha sido testigo de todas estas cosas, por la lectura y meditación asidua de la Palabra del Señor-, que decidir en contra de los mandatos de Dios constituirá una necedad prácticamente injustificable, si hemos conocido y escuchado al Señor. De allí se desprende la necesidad que se predique en todas las naciones, hasta los confines de la tierra, la conversión. La Salvación está a nuestro alcance a condición que nos llegue la predicación de los evangelios y nos convirtamos. Esa es la misión de todos los cristianos, es decir de los que seguimos y amamos a Cristo. Qué mejor forma de evidenciar este amor que asumiendo como nuestra Su Misión, que no solo involucra a la salvación de los demás, sino la nuestra. Es por ella que Jesucristo da Su vida. Lo menos que podemos hacer es nuestra parte, difundiendo esta Buena Noticia, más aun contando con la incontratable fuerza del Espíritu Santo. «Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de poder desde lo alto.»

Ser testigos exige una obligación. No podemos callar. Hemos de salir a proclamar la Salvación que nos ha traído el Señor, a todos los rincones de la Tierra. ¿Cómo no querer que la humanidad entera deje la búsqueda mezquina del bien egoísta e individual, cuando es posible el Bien para todos, para toda la familia, para todo el vecindario, para toda la ciudad, para todas las naciones? Hace falta tan solo mirar un poco más allá de nuestras ataduras, de todo aquello que nos impide ver a Dios, con la idea expresa u oculta que sin Él es posible la felicidad. Nada hay menos cierto, porque nuestra vida solo cobra significado con Él. Él es la piedra que despreciaron los constructores, la piedra principal, sin cuya participación no se puede edificar la Alegría y la Felicidad para las que fuimos creados. Es solo poniendo nuestra mirada en Él que podremos sobreponernos a todos los obstáculos y vicisitudes dela vida aquí en la tierra, viéndolas como son, una mera circunstancia propia de esta vida, que en nada afecta las Promesas de Dios, que habremos de alcanzar si le amamos y nos amamos los unos a los otros. La respuesta a las interrogantes más profundas e inquietantes de esta vida es una: el amor. El amor es el Camino que nos permitirá llegar a la Vida Eterna para la cual fuimos creados y que Jesucristo ha puesto a nuestro alcance con su muerte y resurrección. Todos los días -desde que entendimos para qué vino Jesús-, debían ser alegres para nosotros, pero especialmente hoy que recordamos su Ascensión al Cielo, con lo que quedan definitivamente selladas todas sus promesas, convirtiéndose prácticamente en realidades virtuales, es decir en desarrollo, en vías de cristalización plena o prefiguradas. Por si fuera poco, la próxima semana celebramos Pentecostés, es decir la llegada del Espíritu Santo prometido. Con Él, todo se ha cumplido. «Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de poder desde lo alto.»

Oremos:

Padre Santo, permítenos mantener y contagiar la Alegría de Tus Promesas todos los días de nuestra vida…Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos…Amén.

Roguemos al Señor…

Te lo pedimos Señor.

(Añade tus oraciones por las intenciones que desees, para que todos los que pasemos por aquí tengamos oportunidad de unirnos a tus plegarias)

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