Ministerio y carácter

por Ajith Fernando

El Apóstol Lucas, en el libro de los Hechos, muestra dos aspectos de la llenura del Espíritu Santo. Uno es la calidad de vida que debe caracterizar a todos los cristianos. El otro es una unción para retos especiales que también debe ser propia de los seguidores de Jesús …

La plenitud del Espíritu es una cualidad que caracteriza a los siervos de Dios. Cuando la iglesia en Jerusalén buscó personas para asignarles algunas tareas administrativas, el requisito fue que debían ser hombres «de buen testimonio, llenos del Espíritu y de sabiduría» (Hch 6.3). Tanto a Esteban como a Bernabé se les describe como llenos del Espíritu (Hch 6.5; 11.24). Que tal cualidad se demanda de todos los cristianos se evidencia en el mandamiento de Pablo «sean llenos del Espíritu» (Ef 5.18). Pero la plenitud del Espíritu aparece en Hechos como un requerimiento para elegir a alguien para el servicio, o como una descripción de las personas. Esto muestra que quizás algunos en la iglesia no han sido llenos. Estos son cristianos anormales. 


De modo que esta primera referencia a la plenitud del Espíritu nos recuerda que esto es algo que debemos buscar y procurar en nuestra vida, lo cual se espera de todos los cristianos. Esta calificación se debe tener en cuenta especialmente cuando escogemos personas para oficios en la iglesia. En la iglesia naciente, la plenitud del Espíritu fue un requisito no solo para las personas que predicaban y enseñaban sino también para quienes realizaban tareas administrativas. 


Plenitud que forma


Aunque Lucas en su libro de los Hechos no abunda en referencias a la plenitud del Espíritu como una condición, este tópico es uno de los aspectos principales en la enseñanza de Pablo acerca del Espíritu. El apóstol hace gran énfasis en la obra del Espíritu en la formación del carácter cristiano. El pasaje más familiar es aquel en el que enlista los frutos del Espíritu (Gá 5.22–23). En esta porción de la Biblia no se encuentra la terminología relativa a la plenitud, pero está claramente implícita, y lo está especialmente dos versículos más adelante cuando Pablo exhorta: «si el Espíritu nos da vida, andemos guiados por el Espíritu» (Gá 5.25). Estas son dos maneras diferentes de describir el estado de ser lleno por el Espíritu. Su disertación sobre los dones del Espíritu en 1 Corintios se interrumpe abruptamente para insertar una pieza sobre la primacía del amor (1Co 13). Él utiliza un lenguaje de plenitud cuando afirma que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Ro 5.5 RVR). La palabra (ekcheo) que aquí se traduce como «derramar» conlleva la idea de abundancia. 


En un estudio estadístico sobre la frecuencia de ciertos temas en las epístolas paulinas, pude encontrar cincuenta y cinco referencias en ochenta y un versículos que relacionan el ministerio del Espíritu Santo con el fruto del Espíritu y otros tópicos relativos a la santidad en la vida de los creyentes. En Romanos 8 se encuentra la declaración clásica sobre la capacidad y la obra del Espíritu para ayudarnos a vivir vidas santas acordes con el mismo Espíritu, más que con la carne. 


Concluimos, entonces, que cuando la Biblia habla de la plenitud del Espíritu como una condición, está hablando de un estado en donde el Espíritu gobierna la vida de las personas de tal manera que su obra se evidencia tanto en su comportamiento como en su ministerio. Existe una urgente necesidad de recobrar este énfasis el día de hoy. El aspecto del poder que da el Espíritu para el servicio ha llegado a ser algo muy importante en la iglesia, y el despliegue de este poder ha sido eficaz para atraer a la gente de fuera hacia ella. Esto es algo bueno y deseable. Pero, tal vez por causa de la influencia del mercadeo en la iglesia, este aspecto de la obra del Espíritu, que atrae a los extraños, ha sido enfatizado hasta casi excluir los demás roles suyos como la persona que ayuda a formar el carácter. 


Descuido que deforma


El resultado de descuidar esta faceta de la obra del Espíritu es la alta incidencia de fracaso moral y espiritual entre personas con ministerios de mucho poder que manifiestan algunos de los dones milagrosos del Espíritu. Para mí ha sido causa de asombro descubrir que algunas personas que parecen estar ejercitando estos dones de manera poderosa, están viviendo vidas inmorales o no evidencian los frutos del Espíritu. Esta situación continúa causándome perplejidad. Pero una cosa es cierta: cuando la falta de santidad de estos ministros destacados y con «dones» se conozca, la deshonra para Cristo va a ser inmensa. Todos, incluyendo a aquellos de nosotros cuyos dones básicos son la enseñanza y la predicación, necesitamos estar en guardia contra la trampa de Satanás que nos adormece para que descuidemos la batalla contra la impiedad y la carencia de santidad. Él nos convence de que todo lo estamos haciendo muy bien debido al poder aparente que acompaña nuestros ministerios. 


El poder que nos acompaña ciertamente no va a permanecer con nosotros por mucho tiempo. Si persistimos en la impiedad, un día, de repente, vamos a descubrir que nuestros dones nos han abandonado, y que somos incapaces de seguir adelante con nuestro ministerio. Nuestra vida atrapará a nuestro ministerio, como le ocurrió a Sansón quien de repente descubrió (demasiado tarde) que el poder que tenía lo había abandonado (Jue16.20). El resultado es deshonra para Dios y vergüenza para nosotros. Por lo tanto debemos estar continuamente alerta respecto a estas cosas. 


Primera de Corintios 13.1–3 menciona grandes dones que generalmente consideramos como muy importantes para la iglesia. Pero Pablo dirige a quienes los han recibido agudas frases de advertencia: son nada si no van acompañados por el amor. La amonestación de Pablo a Timoteo resulta pertinente en este sentido: «Ten cuidado de tu conducta y de tu enseñanza. Persevera en todo ello, porque así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1Ti 4.16). A esta amonestación le sigue otra sobre la excelencia en el ministerio (vv. 14 y 15). La excelencia es importante, pero si no está respaldada por una vida piadosa, es inútil. 


Apertura a la plenitud


He descubierto que a veces me permito ciertos actos de condescendencia y descuido que afectan mi compromiso con el Señor. Si no me cuido de ellos, puedo terminar arruinando mi vida. Pienso que un comportamiento así puede «agraviar al Espíritu de Dios» (Ef 4.30). El contexto de este versículo señala actitudes y conductas en las que podemos caer y con ellas agraviar al Espíritu, tales como «conversaciones obscenas» (4.29), «amargura, ira y enojo, gritos, calumnias, y todo tipo de malicia» (4.31). Es interesante que otro texto paulino similar exhorta: «no apaguen al Espíritu» y continúa hablando acerca del uso de ciertos dones, «no menosprecien las profecías» (1Ts 5.19–20). De manera que podemos estorbar la obra del Espíritu tanto por vivir vidas impías, como por no dar libertad para el ejercicio adecuado de los dones espirituales. 


Una clave para mantener la plenitud del Espíritu y una vida piadosa es gozar de un corazón receptivo al Espíritu Santo. Si buscamos al Espíritu él nos mostrará cuándo nos estamos moviendo en direcciones peligrosas. Uno de sus ministerios a favor de nosotros es ser nuestro maestro (Jn 14.26), y la Biblia nos afirma que Dios nos guiará por sendas de justicia (Sal 23.3). De seguro, entonces, nos mostrará cuándo nos estamos desviando de sus sendas. 


Otro de los ministerios del Espíritu es «convencer al mundo de su error en cuanto al pecado, la justicia y el juicio» (Jn 16.8). Lo que hace con el mundo lo hará ciertamente con los que son suyos. ¿Cómo podemos gozar de un corazón receptivo a la voz del Espíritu? Pablo exhorta a que nos examinarnos a nosotros mismos antes de participar de la Cena del Señor (1Co 11.28). Si esto es así, cuánto más debemos examinarnos antes de guiar al pueblo de Dios en la adoración o el testimonio. Otra vez Pablo exhorta: «Examínense para ver si están en la fe; pruébense a sí mismos. ¿No se dan cuenta de que Cristo Jesús está en ustedes?» (2Co 13.5). La oración del salmista fue: «Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por el mal camino, y guíame por el camino eterno» (Sal 139.23–24). 


Un tiempo ideal para tal examen es antes de ir a representar a Dios en el ministerio. He descubierto que antes de predicar, muchas veces me punza una sensación de desesperación, una preocupación de que nada estorbe la obra de Dios a través de mí. Tal vez haya sido descuidado con algún asunto en mi vida, y la perspectiva de la predicación dirige mi atención hacia ella. En esos momentos me encuentro en una actitud receptiva, y a menudo el Espíritu me recuerda actitudes que debo corregir. A veces me doy cuenta que debo hablar con alguien, o escribir una carta. Si no lo puedo hacer antes de predicar, le prometo al Señor que lo haré posteriormente y entonces sigo preparándome para la predicación. 


Ejemplos de llenura


Un reconocido predicador de los Estados Unidos cuando se le preguntó acerca de su predicación, dijo que a menudo el domingo por la mañana dejaba su automóvil en el estacionamiento de la iglesia, y antes de bajar del vehículo le pide perdón a su esposa por algo indebido que haya hecho. Él sabe que necesita arreglar esa situación antes de presentarse ante Dios en el púlpito. Una vez en que el doctor D. L. Moody estaba predicando vio entre la concurrencia a una persona con quien no estaba en armonía. Le pidió a los presentes que se pusieran de pie, anunció un canto y mientras la gente cantaba fue e hizo las paces con esa persona. Entonces regresó al púlpito y continuó con la predicación.


Después de retirarse como director de sus orfanatos, George Muller (1805 – 1898) se embarcó en un ministerio evangelizador itinerante a la edad de setenta años, y continuó en él hasta que tuvo ochenta y siete. Durante esos diecisiete años recorrió 320.000 kilómetros, ministró en cuarenta y dos países, y predicó a cerca de tres millones de personas. Estas cifras son asombrosas considerando que esto ocurrió antes de que existieran los aviones y los sistemas de amplificación de la voz.


Alguien le preguntó al señor Muller cuál era el secreto de su larga vida. Le dio tres razones. La segunda de ellas fue el gozo y la alegría que sentía en Dios y en su trabajo. La tercera fue la renovación que recibía de las Escrituras y el constante poder recuperador que ellas ejercían en su ser. La primera de las razones es pertinente a este estudio: «La práctica de mantener siempre una conciencia libre de ofensas a Dios y a los hombres 


Aludía así a la declaración del apóstol Pablo ante Felix (Hch 24.16). Esta práctica la hacemos con gran dedicación. Es una carga inmensa el ir por la vida con asuntos espirituales sin arreglar. La carga del sentimiento de culpa agota nuestras energías y nos deja débiles y carentes de la plenitud del Espíritu. 


Yo me temo que el comportamiento de la generación actual de líderes cristianos es tal, que le estamos dando a la próxima generación un ejemplo muy pobre de piedad. Si no detenemos esta tendencia podríamos ser responsables de un brote de cinismo entre la generación más joven, en donde las doctrinas ya no sean honradas debido a que la generación anterior no las adornó con vidas santas (Tit 2.10). Esta situación podría dar origen a otra edad de oscurantismo, en la cual un nominalismo excesivo y una voluntad sin poder infectarían a la Iglesia. 


Las palabras de un sencillo coro expresan el clamor que debe existir en el corazón de cada ministro del evangelio:


Que la belleza de Jesús brille en mí: Toda su maravillosa compasión y pureza Oh, Espíritu Divino, refina mi naturaleza Hasta que su belleza se pueda ver en mí.


Por supuesto que un ministerio que sea eficaz a largo plazo es el resultado de una vida caracterizada por la plenitud del Espíritu. Jesús invitó: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» Y Juan explica: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él» (Jn 7.37–39). Una de las principales razones de la alta incidencia de personas agotadas en el ministerio en nuestros días podría ser que estamos ministrando con nuestras propias fuerzas y no con los inagotables recursos del Espíritu. 


Susan Pearlman, una líder en el ministerio de judíos para Jesús, dijo una vez: «La gente se quema cuando es la mecha y no el aceite que arde». Pienso que el mayor temor que yo mismo siento es el de perder esta plenitud del Espíritu por la cual fluye un ministerio auténtico. A primera instancia la gente no notará que estoy ministrando en la carne. Pienso que gozo de suficiente conocimiento, experiencia y capacidad para poder engañar a la gente por un considerable período de tiempo. Y, aún, si lo notan, probablemente no harán mención de ello. Pero en términos de eficacia en el Reino, seré un desechado, descalificado para el servicio que recibe la aprobación de Dios. Es un consuelo saber que el apóstol Pablo también vivió con ese temor. Él lo mencionó: «Más bien golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado» (1Co 9.27). 


La inmediatez del Espíritu 


Debería agregar un punto más a esta discusión sobre la calidad de vida de quienes están llenos del Espíritu. Jesús afirmó que para los discípulos sería mejor que él se fuera, porque entonces así vendría el Consolador (Jn 16.7). Los versículos que siguen describen la tarea del Espíritu de convencer al mundo. Pero yo pienso que podríamos inferir que una de las bendiciones a las cuales hacía referencia Jesús con la venida del Espíritu fue la inmediatez de su presencia. Él estará con nosotros no sólo a veces (como fue el caso de los discípulos cuando estuvo con ellos en la tierra) sino constantemente. La presencia de Dios parece ser uno de los rasgos del Nuevo Pacto que previeron Jeremías y otros de los profetas, cuando todo el pueblo de Dios tendría la ley escrita en su corazón y conocería al Señor íntimamente (Jr 31.31–34; vea Ez11.18–20). 


En la era del Antiguo Testamento, la inmediatez del Espíritu fue la experiencia de solo unos pocos privilegiados. El Nuevo Testamento describe un nuevo nivel en la intimidad de nuestra relación con Dios a través del Espíritu (Ro 8.9, 11; 1Co 3.16; 6.19; 2Co 13.14; Fil 2.1). Él da testimonio a nuestro espíritu, dándonos la seguridad de que somos hijos de Dios (Ro 8.15–16). Dios no es un ser distante con quien cultivamos una relación en el plano intelectual solamente. Tenemos de él una vivencia real. Experimentamos su poder en nuestra vida cotidiana (Lc 24.49; Hch 1.8). En efecto, el libro de los Hechos expone que al Espíritu se le recibió no sólo por una creencia intelectual, sino como alguien a quien se experimentaba personalmente (Hch 8.17–19; 19.6). Los Hechos relatan situaciones en que los creyentes supieron con claridad que el Espíritu les había hablado para dar guía y dirección (Hch 13.2–4; 16.6–7). A veces esta guía venía mediante el ejercicio de un don espiritual, como lo mostró el ministerio del profeta Agabo (Hch 11.27–28; 21.10–11; vea también 1Co 12 y 14). 


A través de los siglos los cristianos de varias tradiciones teológicas en la Iglesia han experimentado este sentido de inmediatez de Dios a través del Espíritu Santo. Pero ocasionalmente una árida ortodoxia (o heterodoxia) invadió la Iglesia y actuó como una manta mojada que sofocó tal experiencia. Los avivamientos a través de los años se produjeron cuando los cristianos experimentaron esta inmediatez del Espíritu, fresca y renovadora, y se asumió una posición de vanguardia en la vida cristiana. En los últimos tres siglos esto ocurrió mediante los avivamientos wesleyanos y carismáticos. 


Ciertamente se ha abusado con la creencia en las bendiciones de la inmediatez del Espíritu. Algunos cristianos han afirmado que Dios les dio ciertos mensajes que fueron, muy probablemente, creación de su propia imaginación. Y a veces esta práctica ha hecho mucho daño. Pero el ejercicio pervertido de un don no debe conducir a no usarlo. Los problemas nos deben llevar a desarrollar normas para su uso apropiado, que es lo que Pablo enseñó a la iglesia en Corintios (capítulos 12 y 14). 


Uno de los resultados de experimentar la inmediatez del Espíritu es una nueva vitalidad en la adoración. Los primeros cristianos lo demostraron en la manera en que adoraron a Dios el día de Pentecostés (Hch 2.1–12). Precisamente después de que Pablo exhortara a los efesios a ser llenos del Espíritu (Ef 5.18), agregó: «Anímense unos a otros con salmos, himnos y canciones espirituales. Canten y alaben al Señor con el corazón, dando siempre gracias a Dios el Padre por todo, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5.19–20). Se ha dicho que los hogares de los primeros metodistas se podían reconocer por el sonido de los cantos. En el día de hoy toda la Iglesia ha sido estimulada a pensar de nuevo en la vitalidad de la adoración como resultado del avivamiento carismático. Este ha dotado a la Iglesia en todo el mundo con una inmensa cantidad de música nueva (una buena y otra no tanto). 


Tomado del libro Ministerio dirigido por Jesús, publicado por Editorial Patmos ©2005. Se usa con permiso. Todos los derechos reservados. Apuntes Pastorales XXV-2, derechos reservados.