por Bill Hull
Frustrado por la falta de efectividad de su ministerio, un pastor se atrevió a dar un paso osado
Acabábamos de darle la bienvenida a ochenta y tres nuevos miembros de la congregación. Significó un momento emocionante. Los nuevos miembros bajaron de la plataforma y volvieron a sus asientos en el auditorio. Yo me acerqué al púlpito para entregar el sermón
«Qué gran momento», comenté. «Pero an¬tes de que nos entusiasmemos demasiado con la llegada de estos nuevos miembros, quisiera ha¬cerles una pregunta: ¿Por qué introduciríamos a ochenta y tres nuevas personas en un modelo que no funciona?»
Por primera vez en treinta años de ministerio reconocía públicamente que un proyecto que yo dirigía no funcionaba. Por su aspecto parecía exi¬toso, pero no lo era.
«Algo no funciona», afirmé. «Esto me ha estado atormentando durante varios años. Todas las metodologías, toda la planificación estratégica, todas las declaraciones de propósito y los ser¬mones visionarios no producen discípulos». De hecho, me sentía perseguido por el asunto. ¿Dónde se encontraba la transformación que debía haber resultado de tanto esfuerzo invertido en cultos, estudios bíblicos, grupos caseros y proyectos de evangelización?
Permanecíamos atascados en el mismo ba¬rrizal en el que se encuentran muchas congrega¬ciones; el de la actividad religiosa que no produce verdadera transformación.
Exitoso pero insatisfecho
Quizás usted comente: «Yo he leído el material de Bill Hull y conozco bien lo que menciona acerca del discipulado». ¿Será posible, sin embargo, que al igual que yo, usted se haya cansado del discipu¬lado porque no comprueba que funcione? ¿Quizá a usted, como a mí, lo haya seducido una falsa visión del liderazgo?
Aunque había predicado y escrito acerca del tema del discipulado, sentía que era como un patinador deslizándose sobre el hielo. Bajo la superficie veía la transformación, pero no lograba echar mano de ella. Veía la infraestructura de la iglesia, las tradiciones y la comunidad institucio-nalizada como si fueran una impertérrita barrera de hielo. Pero el problema también radicaba en un estilo de liderazgo que insistía en que los pastores fueran gerentes de crecimiento congregacional en lugar de personas que ayudan a otros a profundi¬zar la vida que Cristo nos ofrece. En demasiadas ocasiones estos modelos se vuelven mutuamente excluyentes.
A los cincuenta años de edad me sentía exitoso pero a la vez insatisfecho. Me había vuelto adicto a los resultados y al reconocimiento, un producto de los tiempos en los que vivimos. Era un pastor ejecutivo dispuesto a conducir a su gente a esa atmósfera enrarecida en la que abunda la compe¬tencia religiosa. Al igual que tantos otros pastores, me obsesionaba lo que otros pensaran de mí.
Una mañana, mientras desayunaba, leía sobre el éxito de uno de mis pastores favoritos, Rick Warren. ¡Vende más copias de sus libros que el número de células que poseo en mi cabeza! Cuánto más leía sobre su impacto, más insignificante me sentía. Era como un hombre inflable, que había sido inflado con el reconocimiento del día anterior. Mientras leía el artículo sentía que alguien había quitado el tapón y lentamente me desinflaba.
Esa sensación me resultó terrible. Sabía que esa actitud no era correcta. Al igual que Jonás, me di cuenta de que me había subido al barco equivo¬cado, que me dirigía al puerto equivocado, y por la razón equivocada. Sabía que tenía que saltar al mar. Y eso hice.
Quebrar al pastor
Parado frente a mi congregación esa mañana me sentía dispuesto a derramar delante de ellos mi alma, y hasta mi desesperación. Llegaba al final de un proceso que había durado tres años, en el que intentaba una transformación de mi persona y no estaba dispuesto a volver atrás. A Bill Hull, el pas¬tor hacedor de discípulos (al menos la persona que había escrito ese libro) Dios lo había quebrado.
Durante tres años las personas se alejaban de nuestra congregación. Fue la experiencia más do¬lorosa de mi vida pastoral y muchas veces me sentí tentado de huir de aquel lugar. Sin embargo, Dios me habló muy claro una mañana, cuando estaba postrado sobre el piso de mi oficina: «Bill, te voy a quebrantar. No huyas». Quería huir. Oré acerca de la posibilidad de huir. Consulté a otros acerca de buscar otra congregación, pero al final no logré hacer nada de eso.
La mayoría de los que se habían alejado de la congregación no lo habían hecho por convicción sino por la opinión o las sensaciones de amigos. Aunque usted no lo crea, la gente, cuando se aleja de una congregación, no investiga mucho ni actúa luego conforme a las verdades bíblicas. A medida que crecía el número de los que se alejaban sentía que había descendido sobre nosotros una plaga. No sólo envenenaba nuestra comunidad, sino que también me carcomía el alma. Durante estos años invertí mi vida en tres jóvenes, y ellos también, uno por uno, se fueron de la iglesia. Me sentía traicionado y dolido.
Al atravesar «esa noche oscura del alma» comencé a percibir que algo faltaba en mi vida. Carecía de lo mismo que había perdido la gene¬ración del iglecrecimiento. Había olvidado que, como líder, mi vida debía reflejar mi relación con Cristo.
El liderazgo no tiene que ver con competen¬cias ni productividad, tal como nos han enseña-do. Nuestra cultura valora la acción por encima de la contemplación, el individualismo por sobre la comunidad, la velocidad sobre la durabilidad, la fama sobre la humildad, el éxito en lugar del alma satisfecha.
Llegué a entender que no ejercía mi liderazgo de la manera en que lo hizo Jesús. Su vida se ca¬racterizó por la humildad, el quebranto, la sumi¬sión y el sacrificio. Mi vida se caracterizaba por el orgullo, la capacidad, el control y la conveniencia. Comencé a valorar el quebranto como el medio por el que Dios nos conduce a una vida de humil¬dad. Me harté de mi adicción a los falsos valores de nuestra cultura. En las palabras de Pascal, me cansé de «lamer la tierra». La congregación tam¬bién se había cansado de esto.
Luego de tres años la plaga que azotaba a la iglesia comenzó a menguar. La gente comenzó a cambiar sus actitudes. ¿Qué ocurrió? Bueno, lo que sucedió aconteció primeramente en mi vida, y luego afectó también a otros.
Derretir la congregación
A través del dolor, la meditación en la Escritura, la oración y el aprender de otros escogí una nueva vida. Escogí la vida de Jesús: un nuevo compro¬miso con la humildad, la sumisión, el servicio y el sacrificio. Finalmente decidí confiar en la forma en la que Jesús llevaba su liderazgo. El nuevo com¬promiso que asumí incluía el trabajo de amar a los que me rechazaban, y de vivir ese amor en público. Elegí volverme más honesto e íntimo en mis ser¬mones y conversaciones.
Cuando comencé a compartir la verdad acerca de mi vida interior, parecía que la congregación entera suspiraba de alivio. Una vez que confesé que algo andaba mal, que la verdadera transfor¬mación no se veía, la gente se quitó las máscaras. Este fue el primer paso para volver al camino.
En el sermón que prediqué, luego de darle la bienvenida a los ochenta y tres, compartí lo que Dios me había enseñado durante esos tres años de transformación. Mencioné que la Gran Comi-sión tiene que ver, más que todo, con profundidad y estrategia, y que la transformación es la labor primaria y exclusiva de la iglesia. Les expliqué que no bastaba con creer en la doctrina correcta; ser un cristiano significa siempre seguir a Cristo. No deambulamos hacia el discipulado. No paseamos, desganados, hacia la obediencia. Es una decisión. Les señalé que habíamos aceptado un cristianis¬mo sin discipulado y que debíamos confesar este pecado al Señor.
Terminé mi sermón anunciando que los iba a evangelizar. Los iba a desafiar a elegir una vida tras Jesús, una vida de formación espiritual, una que responde a la debilidad de la iglesia y a la abu¬rrida inefectividad de nuestra propia existencia.
Cuando me convertí de estratega a pastor, cuando mis enseñanzas empezaron a contener más amor que datos, fue allí que la congregación comenzó a derretirse. Sentían que acontecía una experiencia profética, y ese evento cambió la vida de nuestra iglesia.
La gran sorpresa fue ver que, mientras más alto apuntaba yo en las exigencias, más entusias-mados se volvían. Prediqué sobre el llamado de Cristo a entregarle nuestra vida, de la necesidad de una comunidad genuina para experimentar una transformación. Los llamé a elegir la vida de Jesús, una vida de discipulado. Un sábado, durante un evento de capacitación, ciento veinte personas tomaron esa decisión. Eligieron la vida de disci¬pulado intencional y obediencia comprometida. Escogieron practicar las disciplinas espirituales y acordaron encontrarse de a dos o tres, a lo largo del próximo año, para profundizar la experiencia de transformación que Dios traía a nuestra con¬gregación.
Es verdad, mucha gente de la congregación no tomó la decisión de integrarse a un plan estruc¬turado de discipulado. Es un estilo de vida, no un programa. Se refiere a comunidad, relaciones, un ambiente de gracia. A los que no «eligieron» esa vida no se los menosprecia, porque soy su pastor; Dios me llamaba a amarlos también. Parte de la transformación de nuestra congregación involucró extender y recibir esta clase de aceptación.
Aquella barrera de hielo comenzó a derretirse por medio del quebranto y la honestidad. La vida de transformación que tanto habíamos anhelado comenzó a manifestarse. Algunos hemos progre¬sado de manera significativa para convertirnos en discípulos comprometidos de Cristo. Otros apenas comienzan el camino.
La experiencia de reconocer y confesar que mis esfuerzos habían sido en vano resultó, para mí, un regalo. Al comenzar de nuevo, entre la maravillosa gente de mi congregación, Dios le ha dado nueva forma a mi alma y a mi mensaje. Esta transformación no hubiera sido posible fuera de la comunidad.
© Leadership, verano de 2005. Usado con permiso. Se reservan todos los derechos para Christianity Today.
© De la traducción, Desarrollo Cristiano
Internacional, 2013.